Así era la madre Teresa de Calcuta, no tenía miedo de nada y no daba marcha atrás fácilmente.
Por: Cardenal Carlo Maria Martini | Fuente: El
Observador 432
Un día cualquiera de los años 80 apareció sobre
mi mesa de trabajo un mensaje. Lo enviaba la madre Teresa de Calcuta. Decía
simplemente lo siguiente: «Mañana mis hermanas
llegan a Milán». Eso era todo. Sin preparativo ni presentación previa
alguna. Y eso que se habían barajado varias hipótesis sobre la llegada de las
Misioneras de la Caridad a Milán. Pero ella había decidido que al día siguiente
sus hermanas comenzarían a trabajar en la ciudad. Y así lo hicieron.
Llegaron las hermanas y lo único que traían era
un pequeño sagrario que les había dado personalmente la madre Teresa,
diciéndoles: «Esto es lo más importante». Para
todo lo demás la gente proveerá. Y de hecho, la gente se lanzó inmediatamente a
ayudar a las pequeñas monjitas de sari blanco y azul que se ocupaban de los más
abandonados.
Así era la madre Teresa. Cuando había tomado una
decisión la llevaba adelante de una manera fulminante y segura. No tenía miedo
de nada. Y no daba marcha atrás fácilmente porque sabía que todo lo que hacía
estaba inspirado por una absoluta gratuidad, mirando sólo al bien de los más
pobres. Recuerdo otra anécdota. Me encontraba en un país del África central en
el que reinaba una dictadura. Varios sacerdotes habían sido encarcelados. Las
actividades de los misioneros estaban vigiladas y habían sido reducidas a su
mínima expresión. Imposible acercarse al presidente de la república, que
parecía encerrado en una torre de marfil. A duras penas conseguí hablar con un
ministro para subrayar la injusticia de la situación. Supe después que esos
mismos días había llegado la madre Teresa en un pequeño avión. E inmediatamente
había conseguido audiencia con el presidente para exponerle sus planes y su
voluntad. Cuando se trataba del bien de sus pobres no se arrugaba ante nadie y
sabía enfrentarse con desenvoltura a las más altas instancias.
Admiraba en ella su capacidad de saberse dedicar
a fondo a su causa y, al mismo tiempo, saberse limitada en sus objetivos. Era
consciente de que no podía solucionarlo todo: tenía que optar y ella tenía muy
claras sus opciones.
En los años 70, recuerdo que participé en unas
discusiones en Roma con varias personas de su entorno, que habrían querido
ampliar el campo de su actividad, sobre todo en Europa, iniciándose en los
problemas de la recuperación social de las personas marginadas a través de
programas culturales de reinserción social. Pero la madre Teresa se mantuvo
siempre firme en sus posiciones.
Pensaba que a ella y a los que con ella
trabajasen les tocaba ocuparse inmediatamente de los más desgraciados, de los
más miserables, dejando a otros el cuidado de llevar adelante otros programas.
Decía: «Nosotras no somos asistentas sociales». Apreciaba
cualquier programa social, pero pensaba que su parte era la de la caridad que
se inclina hacia el moribundo abandonado y hacia el hambriento sin techo.
Su vocación era socorrer a personas y
situaciones que otros consideraban irrecuperables. Jamás la vi dudar sobre este
punto. Tenía muy claro que cada cual tiene su propia misión y ella sabía
perfectamente cuál era la suya. Esta resolución suya se fundamentaba en un
maridaje fascinante, en su extraordinaria dulzura, ternura y humildad. Sabía
hablar a las grandes multitudes, manteniendo siempre la compostura, tranquila y
serena, como si estuviese participando en una conversación familiar.
Recuerdo que una vez escuché de sus labios,
grabado en un magnetofón, un mensaje que debía proclamarse ante 80 mil personas
en un estadio. Había prometido asistir en persona, pero se había puesto enferma
en el último momento. Hablaba con tranquilidad, con dulzura, sin preocuparse de
hacer un gran discurso a la multitud. Decía sencillamente las cosas que le
salían del alma. Por eso la gente la entendía y la consideraba creíble.
¿Tenía algún secreto la
madre Teresa? Claro que sí, tenía un secreto que nunca
guardaba para sí: era su capacidad de ver en el
rostro del más pobre y abandonado el rostro del Señor Jesús. Y toda su
labor estaba sostenida por una oración intensa y por un constante deseo de
santidad. Ésta era la exhortación con la que firmaba todas sus cartas a los
amigos: «Be holy», sé santo. Quería que sus
hermanas participasen de su ardor espiritual. Y en cuanto a los numerosísimos
laicos colaboradores, no necesitaba hacerles grandes discursos. Sabía que
poniéndoles en contacto con los más pobres y haciéndoles trabajar al lado de
sus hermanas pronto comprenderían al menos algo de su secreto.
Me parece que hay en su figura algunas
afinidades con la del papa Juan XXIII. Ambos eran sencillos y espontáneos.
Ambos eran capaces de hacerse entender por cualquiera y sin necesidad de
pronunciar muchas palabras.
Además, desde la diversidad de sus roles, han
hecho surgir un retrato de hombre y de mujer cristianos plenamente creíbles,
incluso para poder ser aceptados por todos, superando cualquier limitación
cultural o religiosa.
Incluso por lo que respecta al papel de la mujer en la sociedad, la madre Teresa no se perdía en discursos abstractos. Conocía muchas situaciones dramáticas y hacía todo lo posible para remediarlas y para hacer crecer una conciencia nueva sobre la dignidad femenina. Y lo hacía sobre todo, con su ejemplo. Mostraba, con su delicadeza y ternura hacia los más débiles y con su firmeza ante los poderosos, cuánta fuerza hay en el corazón de una mujer y cuánta dignidad se encierra en una conciencia totalmente dedicada a un gran ideal.
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