lunes, 27 de septiembre de 2021

LOS CATÓLICOS Y LOS ANTICONCEPTIVOS

Gracias a Dios, es posible encontrar hogares que están abiertos a la vida, abiertos al amor, abiertos a la Iglesia, abiertos a Dios.

Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

Muchos esposos católicos usan anticonceptivos. Al actuar así, con mayor o menor conciencia, van contra la doctrina de la Iglesia, expuesta en diversos documentos, sobre todo en la encíclica “Humanae vitae” del Papa Pablo VI (1968).

Según nos enseña la moral católica, es inmoral el uso de métodos anticonceptivos por el hecho de que alteran la naturaleza y el sentido propio del acto conyugal, un acto que debería ser expresión del amor entre los esposos abierto a la llegada de los hijos que Dios pueda enviar.

¿Por qué tantos católicos no aceptan esta enseñanza? Se pueden dar respuestas mejores o peores, según la perspectiva que se adopte para analizar esta situación.

Algunos harán un análisis en clave sociológica: en muchos países la mayoría de la población acepta como “normal” el uso de los anticonceptivos, y los católicos se ajustan y acomodan a la mentalidad dominante.

Otros hablarán de motivos económicos: los esposos, en sus primeros años de matrimonio, suelen verse apurados por la falta de dinero. Sienten la presión de tener que pagar la casa y mantener un nivel de vida “aceptable”. Por lo mismo, los dos trabajan. En esa situación, pensar en un hijo parece imposible, y se recurren a los métodos anticonceptivos “más seguros”.

Otros señalarán causas psicológicas: las parejas suelen desear unos primeros años de matrimonio sin las angustias y las responsabilidades que surgen con el nacimiento de cada hijo. O prefieren madurar y asentar la relación de pareja. O buscan vivir la belleza de los primeros meses de recién casados con más tranquilidad y sin un hijo “precoz” que altere completamente la convivencia conyugal.

Pero es importante no olvidar las causas más profundas de este hecho. La primera radica, en muchos casos, en un desconocimiento de la enseñanza católica y de los motivos de la misma. Lo cual ocurre porque los jóvenes no han recibido una catequesis completa sobre el tema, o porque nunca se les ha enseñado que el uso de anticonceptivos es pecado mortal, o porque tras haber escuchado una buena explicación han optado por rechazarla.

Por desgracia, no faltan casos de agentes pastorales o incluso sacerdotes que no enseñan la verdadera doctrina católica sobre este tema, y así confunden, desorientan y engañan a los fieles. Ante esta situación, hay que renovar la oración a Dios para que envíe a su Iglesia santos sacerdotes y para que los mismos católicos sepan distinguir lo que es buena doctrina y lo que es la opinión errónea de quien ya no vive en la verdad de la fe que debería profesar.

Otra causa profunda está en la falta de fe y de esperanza. Cuando hay fe en Cristo y en la Iglesia, cuando los corazones se ponen en las manos de Dios, la enseñanza moral de la Iglesia es vivida con seriedad, desde convicciones alegres: Dios, si pide algo, es para nuestro bien, y nos ayudará a asumir plenamente la enseñanza moral que es parte de nuestra coherencia cristiana.

Una tercera causa, muy relacionada con la anterior, se esconde en el miedo. Para algunos, la llegada del hijo es considerada como un drama, algo que crea inseguridad, problemas, vacilaciones. En cambio, quien confía, quien comprende lo maravilloso que es colaborar con el Padre en la transmisión de la vida, puede no sólo superar esos miedos, sino alegrarse profundamente cada vez que inicia un nuevo embarazo y hay que reorganizar toda la vida familiar para acoger de la mejor manera posible al recién llegado.

Las familias católicas pueden hacer mucho para educar a los niños y a los jóvenes en el auténtico espíritu cristiano que lleva a abrirse a la llegada de la vida. Gracias a Dios, es posible encontrar hogares que están abiertos a la vida, abiertos al amor, abiertos a la Iglesia, abiertos a Dios.

En esos hogares, si Dios así lo quiere, el amor de los esposos llega a ser bendecido por la llegada de hijos. Serán pocos o muchos, no importa. Lo que sí importa es que cada uno sea amado en sí mismo, y que su llegada haya sido posible porque los esposos, sin usar trampas ni anticonceptivos, con una paternidad auténticamente responsable y llena de esperanza, han sabido amarse y darse por completo entre sí.

Viven así la fecundidad esponsal que es “el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos” (Juan Pablo II, “Familiaris Consortio” n. 28). Esa fecundidad explica la existencia de millones y millones de hijos, que recibimos el amor de Dios desde la generosidad alegre de unos padres que se aman y que nos aman.

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