La idea de Rousseau de que el hombre nace bueno
niega la existencia y efectos del pecado original, y sus consecuencias no
tardaron en evidenciarse. Retrato de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), obra de
Lefort (1790). Museo del Hermitage (San Petersburgo).
Cierta tarde de 1749 paseaban por
los bosques de Vincennes Diderot y Rousseau,
a la sazón un jovencito petulante que había decidido concurrir en un certamen
convocado por la Academia de Dijon. El tema consistía en determinar si los progresos de la civilización habían sido o no
beneficiosos para la Humanidad. Rousseau
manifestó a Diderot que, por supuesto, pensaba contestar en sentido afirmativo;
pero Diderot objetó que, en ese caso, su trabajo adolecería de vulgaridad, pues
lo mismo contestarían todos los concursantes. En cambio, si adoptaba la tesis
contraria, podría completar una pieza mucho más original y paradójica.
Rousseau se dejó convencer,
escribiendo el Discurso sobre las ciencias
y las artes. En él, con un estilo
arrebatado, sostenía que el hombre es bueno por
naturaleza y que la civilización lo ha corrompido. Era una tesis lanzada frívolamente, en
flagrante contradicción con el dogma del pecado original y con
las enseñanzas de la observación empírica;
pero la Academia de Dijon decidió premiar aquel ejercicio malabar de una
inteligencia lúdica, sin entender que las ideas -aun las más peregrinas-, una
vez consagradas, arrastran un cortejo de imprevisibles consecuencias. Si el
hombre es nativamente bueno, la función de la política será favorecer una atmósfera
de máxima libertad que facilite el desarrollo de su bondad congénita. Si el
hombre tiende instintivamente hacia el bien, ¿qué
sentido tiene coartar sus anhelos? La primera consecuencia lógica de
este principio venenoso fue, inevitablemente, el desprestigio de
toda forma de autoridad legítima, la anulación de toda jerarquía;
desde entonces, inevitablemente, la ley debe entregarse a la mera decisión
mayoritaria de las voluntades individuales, que, por estar inclinadas al bien,
sólo puede redundar en una cosecha de bienes colectivos.
Así se logró que los más variopintos caprichos humanos, aun los más
aberrantes, tuvieran fuerza de ley.
Pero enseguida el poder ilegítimo iba a sacar provecho, induciendo en
esos hombres ‘angelicales’ las ideas que convenían a sus designios protervos. A
fin de cuentas, lo más parecido a un ángel es un niño; y un niño necesita que
lo encarrilen. «La voluntad humana -escribirá
malignamente Rousseau en El contrato social- es recta, pero el
juicio que la guía no siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver las cosas tal
cual son. Todos tienen igualmente necesidad de guías». Y a continuación
propone la fórmula cínica para pastorear a esos chiquilines a los que se ha
hecho creer que sus instintos son soberanos: «Corregid
las opiniones de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas».
Basta cambiar la verdad sobre la
naturaleza humana para convertir a los hombres en chiquilines a los
que luego se pueden instilar todos los miedos y administrar todas los falsos consuelos, vacunas o
placebos que los mantengan sometidos. Aquella insincera paradoja urdida en los
bosques de Vincennes proyecta su sombra sobre esta estupenda democracia que nos
hemos dado.
Publicado en ABC.
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