¿LES PASA QUE PRÁCTICAMENTE SE CONFIESAN SIEMPRE DE LOS MISMOS PECADOS?, ¿tienen la misma experiencia que yo, que solemos cojear, generalmente, del «mismo pie»?
Se han preguntado: ¿Hasta cuándo voy a seguir cayendo en el mismo pecado?, ¿por qué no soy capaz de superar esta fragilidad
espiritual?
Muchas veces, a lo largo de
los años, me he esforzado por rezar más, hacer sacrificios espirituales, como
un tiempo de ayuno, por ejemplo, pero igual sigo cayendo en lo mismo.
Esa experiencia ¿los ha llevado algunas veces a caer en la desesperanza y
decirse a sí mismos, que «así es la vida» y tendré que soportar esto por el
resto de mi existencia?
¿Por
qué pareciera que Dios no me ayuda a superar esta fragilidad? ¡Cuántas más
preguntas o reclamos podríamos hacerle a Dios o, en algunos casos, a nuestro
consejero espiritual o algún sacerdote amigo!
Para explicarlo sacaré algunas
reflexiones de un autor espiritual renombrado en la historia de la
espiritualidad cristiana: Lorenzo Scupoli, desde su
conocido libro «Combate Espiritual».
Y también, algunas
experiencias personales, que Dios, en su misericordia infinita, me ha permitido
vivir. ¡Empecemos!
1. LA DESCONFIANZA EN UNO MISMO
Es tan indispensable en
nuestro combate espiritual, que sin ella no solo no obtendremos la victoria
deseada, sino que ni siquiera podremos superar una pequeña pasión, que a veces
nos quiere dominar.
Puede parecernos fácil decir
esto y reconocer que somos frágiles, pero nuestra naturaleza corrompida nos
inclina fácilmente hacia una falsa estima y aprecio de nosotros mismos.
Fácilmente,
nos convencemos de que tenemos las fuerzas para superar nuestros pecados. A veces, tan solo algunos días sin caer nuevamente en «ese» pecado, son
suficientes para creer que ya lo hemos —finalmente— superado.
Presumimos de nuestras fuerzas
cuando eso sucede, y poco a poco, nos alejamos —nuevamente— de toda la gracia y
virtud que proviene solo de Dios.
4 MEDIOS ESPIRITUALES PARA VIVIR ESA «DESCONFIANZA»
Scupoli nos propone cuatro
medios espirituales para vivir esa «desconfianza» de
uno mismo, y no dejarse llevar por la soberbia de presumir de nuestras fuerzas:
— Primero,
conocer y considerar que por nosotros mismos no hay nada que podemos hacer, que
sea meritorio de merecer el reino de los Cielos.
— Segundo, pedir
esa desconfianza con ferviente y humilde oración al Señor, pues es un don que
Él nos concede. Sin su ayuda, somos incapaces de lograrla, puesto que nos
vemos, una y otra vez, engañados por nuestras propias mentiras.
— Tercero,
acostumbrarnos a tener miedo de nuestra propia forma de pensar. De nuestra
inclinación al pecado, y los innumerables enemigos a los que no
somos capaces de ofrecer resistencia.
— Finalmente, en
cuarto lugar, aprovechar las veces que caemos, para tomar más consciencia de la
fuerza que tiene nuestra debilidad.
2. LA CONFIANZA EN DIOS
Si solo nos quedáramos en esta
desconfianza, sin embargo, si no la tuviéramos más que a ella, desistiríamos o
quedaríamos derrotados y vencidos por los enemigos. Totalmente desesperanzados.
Es fundamental, caminar de la
mano, con una absoluta confianza en Dios, para que, con su ayuda, podamos
superar toda suerte de tentación y alcanzar la victoria.
DEBEMOS
ARMAR NUESTRO CORAZÓN DE UNA VIVA CONFIANZA EN ÉL.
4 MEDIOS ESPIRITUALES PARA AUMENTAR NUESTRA
CONFIANZA EN DIOS
De nuevo, el autor nos
recomienda cuatro medios para crecer en esa confianza en Dios.
— Primero,
sencillamente pedirla a Dios a través de la oración que aumente nuestra
confianza en Él.
— Segundo,
considerar y contemplar la omnipotencia de Dios, para quien no hay nada
imposible (Lucas 1, 37) ni difícil.
Con una bondad
sin medida, siempre está dispuesto a darnos, minuto a minuto, esa fuerza
espiritual que necesitamos para superar las dificultades espirituales y salir
siempre victoriosos.
— Tercero, si
vemos en las Sagradas Escrituras, no hay un pasaje en el que cuando alguien
recurre al Señor haya quedado confundido o defraudado.
— Cuarto,
recordar siempre, antes de emprender una batalla o esforzarte por enfrentar una
situación ya conocida, nuestra debilidad. Y así vivir esa desconfianza, así
como confiar plenamente en el amor y bondad divina.
3. ¿DE QUÉ MANERA ACEPTAS TUS PECADOS?
La pregunta puede parecer un
poco desconcertante, pues resulta obvio que todos tenemos pecados, hasta para
los que no tienen como hábito la práctica de la confesión.
Sabemos que somos frágiles,
vulnerables y muchas veces hacemos cosas que finalmente, no quisiéramos. Como
nos lo dice el apóstol san Pablo muy bien, en su carta a los romanos:
«Porque no hago
el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero,
ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Rom 7, 19-21).
Por lo tanto, frente a nuestra
condición marcada por el pecado ¿sabemos tener una
mirada misericordiosa, como Dios nos mira? o ¿somos
justicieros implacables, renegando una y otra vez y recriminándonos por haber
caído de nuevo en ese pecado?
Muchas
personas suelen tener una mirada demasiado recriminatoria de sí mismas. No estoy diciendo que nos
olvidemos de la culpa, o no sintamos vergüenza de haber pecado.
Pero, a veces nos cuesta tanto
perdonarnos, que vamos
perdiendo poco a poco la alegría que debe caracterizar a un cristiano.
Acordémonos de otro pasaje hermoso, cuando san
Pedro le pregunta a Jesús, hasta cuántas veces hay que perdonar:
«Entonces Pedro,
acercándose a Él, dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque
contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta
setenta veces siete» (Mat 18, 21-22).
Tengo la impresión de que
muchas veces hacemos un esfuerzo sincero por querer perdonar al prójimo, pero
cuando se trata de nosotros mismo, somos bastante duros.
Y ese rechazo que sentimos,
más que por el pecado, es hacia nosotros mismos. Se trata de algo sutil, pero
muy importante tenerlo en consideración.
4. JUSTICIA Y MISERICORDIA
¡Cuántas veces
nos vemos confundidos y no sabemos perdonar como nos pide el Señor, porque el
maltrato que recibimos es grande o las veces que caemos son muchas!
Efectivamente, no es fácil
perdonar. Muchas veces me han dicho: ¿Por qué seguir perdonando si
esa persona no cambia?
La respuesta a este problema
no es fácil, pero lo que nos debe quedar claro como nos lo enseña Jesús, es lo
siguiente: las personas siempre merecen el perdón, la
misericordia.
Sin embargo, los hechos
cometidos deben ser juzgados con todo el rigor de la justicia. No somos Dios para
conocer la consciencia de las personas.
Nunca vamos a saber a ciencia
cierta qué es lo que llevó a esa persona a cometer un determinado pecado. Solo
el Señor conoce los corazones. Por eso, siempre debemos estar abiertos al
perdón.
LA INVITACIÓN ES A TENER ESA MIRADA DE MISERICORDIA
HACIA NOSOTROS MISMOS. ¿Cuántas
veces nos sucede que no sabemos cómo o nos cuesta perdonarnos a nosotros
mismos?
¿Cuántas veces,
cuando estamos en esa ocasión de pecado, cuando nos asalta la tentación,
rechazamos esa fragilidad que llevamos adentro, como algo que nos parece
miserable tenerlo en nuestro corazón?
Y cuando caemos, nos entra la
desesperanza, la tristeza y nos maltratamos. Nos recriminamos, diciéndonos ¿cómo es posible que haya caído una vez más en este
pecado?
Es justamente en ese momento
donde debe regir esa desconfianza de nosotros mismos y la mirada misericordiosa
que nos tiene Dios.
Para que no caigamos en la
tristeza, desesperanza, odio… (lo cual, dirá Scupoli, es señal de vanidad y
soberbia) sino más bien, con mucha serenidad y paz.
Reconozcamos que es totalmente
comprensible, dada nuestra condición de ruptura por el pecado (que es fruto de
la consciencia humilde que tenemos de nosotros mismos, y como depositamos esa
confianza en Dios).
5. MIRÉMONOS CON LOS OJOS AMOROSOS DE DIOS
Rechazar nuestras miserias no
significa solamente mandarlas lejos de nuestra vida. Sino que, en primer lugar,
implica una mirada benevolente a nosotros mismos, reconociendo que esa miseria
es parte de nosotros.
Yo soy quien carga ese pecado.
El pecado no existe por sí mismo, en abstracto. Que como la mujer adúltera o la
mujer samaritana, somos simple pecadores.
Y eso no debe generarnos un
rechazo, sino más bien una mirada compasiva. Esto es muy distinto a una
aceptación laxa de nuestros pecados, así como ese rechazo implacable que
describía.
No hay por qué maltratarnos o
perder el brillo de alegría o felicidad cuando caemos en ese pecado que estamos
acostumbrados, sino más bien recordarnos que el Señor vino y se encarnó.
Precisamente, porque nos ama como somos.
Es más, se hizo hombre y vino
a rescatar a los pecadores. Son los enfermos los que necesitan la ayuda del
médico. Es fundamental reconocer con humildad nuestro pecado, nuestra situación
de ruptura, pero no para vivir tristes, sino para permitir que el amor de Dios
penetre nuestros corazones.
ES EN NUESTRA DEBILIDAD, DONDE SE MANIFIESTA ESE
AMOR GLORIOSO DE DIOS. Recordemos otro pasaje tan hermoso de san Pablo:
«…me fue dado un
aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca
sobremanera. Respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de
mí.
Y me ha dicho:
bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto,
de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí
el poder de Cristo» (2Cor 12, 7-9).
CONCLUSIÓN
En la medida que sabemos
aceptar con docilidad nuestros pecados y aprender a desconfiar de nosotros
mismos, entonces permitimos que la gracia de Dios penetre nuestros corazones. Su amor es lo que nos fortalece para superar los pecados.
El Señor no se aleja de
nosotros por nuestros pecados, vino a rescatarnos de esta condición de ruptura.
Tiene un amor de predilección por los más pobres.
En distintos pasajes hermosos,
vemos la relación de cariño que existe entre Jesús y el pecador. La manera como
trata a la adúltera, cogida flagrantemente en adulterio.
El ejemplo del padre
misericordioso, que recibe al
hijo pródigo, casi sin importarle sus pecados. El cariño
por la mujer, que en casa de un fariseo, se pone a enjugar sus pies con su
propia cabellera, entre otros tantos.
Jesús
nos ama gratuitamente y conoce mucho mejor que nosotros nuestros propios
pecados.
Nos ama
porque quiere, y nada de lo que hagamos, nos haría merecedores de su entrega
amorosa en la cruz.
Aprendamos a mirar nuestra
propia condición de pecadores con ese amor que nos tiene el Señor, y que eso
nos lleve a desconfiar de nosotros mismos, sabiendo que solamente con ese amor
de Dios podemos superar las tentaciones.
Escrito por Pablo Perazzo
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