Me pregunta Rafaela, y no es la única, que si se vacuna o no.
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Mira Rafaela, no soy médico ni científico experto en estas cosas. Pregunta al médico del pueblo.
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Ya. Te lo pregunto a ti porque el papa dice que nos vacunemos, y si lo dice
el papa eso ya entra en tu terreno. ¿Hay que hacerle caso o no?
No es sencillo explicar a
Rafaela, aunque de tonta tiene lo justo, que una cosa es una
definición ex cathedra, otra una encíclica, otra las declaraciones y discursos
y otra muy diferente las personales opiniones del santo padre sobre cosas cotidianas.
El santo padre puede ser fan
declarado del Boca o del san Lorenzo de Almagro, más de macarrones que de
ravioli. Eso no significa que las hermanas Úrsulas tengan que hacer la opción
fundamental por los macarrones al pesto o la putanesca, una vez realizadas prudentes
investigaciones.
En
temas de salud lo más que podemos decir es que “La vida y la salud física son
bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de ellos racionalmente teniendo en
cuenta las necesidades de los demás y el bien común” (Catecismo nº 2288). Pienso
que meternos en si vacunarse es obligación moral o si es mejor la vacuna A
o la B, el test Y
o el Z, es pretender entrar en campos que ni nos
incumben ni dominamos. También el arzobispo de Burgos,
monseñor Iceta, insta a la vacunación. Vale, es obispo y es médico, pero lo que
nos llega no es que el doctor Iceta anima a vacunarse, sino que lo hace el
arzobispo de Burgos.
También
nos toca animar, con la moral cristiana más clásica, a cuidar la creación. Lo
que no es cosa nuestra es optar por formas más que discutidas entre los
científicos. Si hay
calentamiento o no, si la capa de ozono, si las energías renovables… Mi
personal opinión es que son cosas que se nos escapan.
Ni en ecología ni en la vacuna
del COVID-19 hay consenso científico
suficiente para que la Iglesia católica lo adopte como suyo y exija su
cumplimiento bajo pecado.
Es otro nivel. Pero imaginen qué disparate sería si un servidor como párroco
predicara sobre el uso y limpieza de las regueras, el cuidado y sacrificio de
corderos, terneros y lechones, el uso o no de las mascarillas, la vacunación
del COVID-19, la poda de
los fresnos, la alimentación del ganado con piensos naturales y la necesaria
liberación de las gallinas para que no se pasen la vida en sus jaulas.
Sin embargo, todo el mundo
entiende que hay que cuidar la naturaleza, respetar también a los animales y
atender un poco más a la salud.
Lo
triste es que lo que se ve claro en una parroquia de pueblo se desdibuje según
se va subiendo.
Perdonen la broma, y no me
pierdan el sentido del humor, pero me ha venido a la cabeza una anécdota del torero Juan Belmonte:
“Cuentan que
Juan Belmonte aquella tarde que fue a la Maestranza con un amigo y el
presidente, que también era el gobernador civil, le colmó de atenciones toda la
tarde. Acabada la lidia, el amigo preguntó a qué se debía el trato singular del
presidente y el torero le contestó: “Es que fue picador mío". Más sorprendido aún, el amigo
volvió a preguntar: “¿Y cómo ha llegado
de simple picador a presidente y gobernador?". Entonces Belmonte sentenció: “Pues ya ves,
degenerando".
Degenerando no, por Dios. Pero
lo que sí puede ser cierto es que según se va subiendo en el
escalafón se pierde la sensatez más elemental para subirse al carro de lo
políticamente correcto. Por eso
lo que es elemental en Braojos se hace tan complicado en Madrid y Roma. También
entiendo que no es igual la libertad con que puede expresarse un cura de
pueblo, que lo que dice poca repercusión tiene, que el cuidado con que tienen
que conducirse más arriba.
Pero no me digan que
lo de Belmonte no tiene su gracia.
Jorge Gonzalez
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