¿CUÁNTOS SE SALVAN? LA RESPUESTA DEFINE EL COMPROMISO SACERDOTAL, EXPLICA
El Papa recibió al cardenal George Pell el 12 de octubre, en un encuentro en el que le agradeció su testimonio cristiano en la prueba de su encarcelamiento por un delito que no cometió.
¿Qué
nos espera después de la muerte? ¿Es el infierno una de las posibilidades? ¿Cuántos y quiénes se salvan? Son preguntas que tienen respuesta en la teología,
pero en la práctica esa respuesta ha desaparecido de la predicación.
El
cardenal australiano George Pell ha
dado a conocer recientemente sus propias dificultades con alguno de esos
puntos, y cómo las resolvió, en un artículo en la revista norteamericana First Things (los
ladillos son de ReL).
* * *
LAS
POSTRIMERÍAS
En 1972
participé en una mesa redonda cristiana dirigida a estudiantes de último año en
un instituto público en la Australia rural. Al concluir, un estudiante se me
acercó para debatir nuestras posiciones católicas. Era un no creyente que
también buscaba respuestas en un pequeño grupo protestante. Yo salí perdiendo cuando le
expliqué que la Iglesia católica no enseñaba que él fuese a ir al infierno si
rechazaba ser católico. Su secta protestante era absolutamente clara en que
rechazarles implicaba el infierno.
Durante mis recientes problemas con la ley, este antiguo estudiante me escribió para
consolarme. También me agradeció que yo respetase entonces su autonomía. No
rechazo ni lamento el consejo que le di en 1972. Lo que sí lamento es no haberle transmitido una mayor urgencia sobre la importancia de su
búsqueda y de su decisión.
EL
ÉXODO POSTCONCILIAR
Este
estudiante era un caso infrecuente de alguien que estaba pensando en hacerse
católico, pues la mayor parte del tráfico fue en la dirección opuesta. Desde el Concilio Vaticano II, todas las sociedades occidentales han
visto un éxodo de miembros de la Iglesia y una disminución de la práctica
religiosa. Las comunidades
católicas en Bélgica y en Holanda, por ejemplo, casi han desaparecido.
Por
desgracia y contra pronóstico, los “profetas de calamidades” explícitamente repudiados en el
Concilio se han visto reivindicados porque los
reveses se han sucedido en todos los ámbitos. Y es posible que las cuatro Postrimerías o Novísimos (Muerte, Juicio, Infierno y Gloria)
no hayan acabado en el cubo de la basura, pero allí donde no son rechazados
son, con frecuencia, ignorados o escondidos.
¿Acaso jugó el temor al infierno, el miedo a un castigo desproporcionado
después de la muerte, un papel en el declinar de la Iglesia? Hace cuarenta o cincuenta años, la mayor parte de
las parroquias en Australia tenían penitentes
asiduos atormentados por los escrúpulos. Los escrúpulos causaban mucho sufrimiento, por
lo que no es sorprendente que hubiese una reacción contraria. Pero ¿hay otro lado de la moneda? Nuestro silencio
sobre el premio y el castigo después de la muerte ¿tal
vez ha empeorado la indiferencia al destruir dos de nuestras más apasionantes
afirmaciones doctrinales?
DIOS
COMO JUEZ
Todo el
mundo se pregunta si hay vida después de la muerte, y la mayor parte de las
personas a lo largo de la Historia han creído en algo como la inmortalidad del alma.
Por
supuesto, la enseñanza cristiana sobre las Postrimerías es más concreta. Exige
creer en un Dios Creador que es racional, bueno, que se interesa por nosotros y
no es caprichoso. Dios pide a todos los hombres elegir el bien
en vez del mal y la fe antes que la duda, la indiferencia o el rechazo.
El único
Dios verdadero es así también el máximo juez,
que separa a las ovejas de las cabras, remunerando con la felicidad o el
castigo eternos en el Juicio Final, cuando tanto las almas de los buenos como
las de los malos experimenten la resurrección del
cuerpo.
Esta
creencia puede llevar un inmenso consuelo a familiares y amigos en el duelo, como puede
atestiguar cualquier sacerdote que haya celebrado un funeral para una comunidad
de creyentes. Pero sigue siendo una enseñanza dura, a la que suelen resistirse
con orgullo quienes se consideran autónomos y con derecho a definir por sí
mismos el bien y el mal. Ni los antiguos laicistas ni
los nuevos reciben amablemente la idea de un Dios que es a la vez Creador y
Juez.
QUÉ
DICEN LOS EVANGELIOS
Para
todos los cristianos se sigue una cuestión inevitable: ¿cuántos se
salvarán?
Aunque
Jesús no era un sentimental, Lucas nos dice que
no respondió directamente a la cuestión de si solo se salvarían unos pocos. No
da porcentajes: “Esforzaos en entrar por la puerta
estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”. Con
mayor optimismo, Jesús concluye diciendo que muchos vendrán a la fiesta desde
todos los puntos cardinales, y que los últimos serán los primeros y los
primeros serán los últimos (Lc 13, 22-30).
En el
relato de Mateo, Jesús es más explícito. La
puerta es estrecha y espacioso el camino que lleva a la perdición. Los árboles
que no producen buen fruto y las viñas que producen espinos en vez de uvas
serán cortados y echados al fuego, mientras que aquellos que escuchan las
palabras de Cristo y las ponen por obra construyen sobre un fundamento sólido (Mt 7, 12-27).
Mateo
también recoge la promesa explícita de Jesús de que el Hijo del Hombre no será
inclusivo en el Juicio Final, sino que separará a las ovejas de las
cabras para premio eterno o
castigo eterno.
En cierta
ocasión me pregunté por qué Nuestro Señor era tan poco comprensivo con las
cabras. Llegué a la conclusión de que es por su individualismo y su
terquedad, su rechazo a cooperar y entrar en el redil (Mt 25, 31-46). Las cabras no simbolizan la
conversión y la comunidad.
El
cristianismo tiene como centro en primer lugar el amor a Dios y
luego el amor al prójimo (Mc 12, 30-31). Dios nos amó tanto que su
Hijo murió por nuestra Redención (Rom 5, 8). Éste es el contexto en el que debe
situarse la enseñanza tradicional sobre el cielo y el infierno.
PURIFICACIÓN,
SÍ, PERO... ¿INFIERNO?
Nunca
tuve problemas con la doctrina de que sea necesaria una purificación antes de estar en presencia de Dios o
enfrentarnos a su bondad. Lo he comparado con la incomodidad que experimentamos
cuando nos despierta de golpe una luz brillante. Pero siempre me ha costado
reconciliar la idea de un Dios que nos ama y la idea de un castigo eterno.
Hace más
de cincuenta años, estaba preparando a un grupo de jóvenes ingleses para la
Primera Comunión. Por la razón que fuese, empezaron a asegurar con total
tranquilidad que el infierno no existe. “¿Y qué pasa
con Hitler?”, pregunté… y el infierno regresó con fuerza.
Así pues,
he enseñado públicamente sobre el infierno durante décadas -en una ocasión,
dando lugar a una larga carta de apoyo de Germain
Grisez de gran
profundidad teológica-, pero también he expresado la esperanza, quizá la
expectativa, de que sean pocos los enviados al infierno, con la creencia
compensatoria de que muchos necesitarán ser purificados en el purgatorio.
DOCTORES
Y CONCILIOS
Era consciente
de que la mayor parte de los teólogos, y desde luego los Doctores de la
Iglesia, creían que la mayor parte del género humano se condenaría. San
Agustín fue muy explícito en cuanto al destino de los no bautizados:
"Pocos se salvan en comparación con los muchos
que perecen”. Desarrolló sus enseñanzas sobre estos puntos contra los
donatistas y contra Pelagio, aparentemente más razonable y “moderno” sobre el destino de los no bautizados.
Los
estudiantes de licenciatura que acudían a mis seminarios sobre San Agustín,
centrados principalmente en las Confesiones, se indignaban casi unánimemente
por que destinase a los niños no bautizados a la condenación, si bien él
insiste en que los niños sufren “la más suave de
las condenas”.
Ochocientos
años después, el veredicto de Santo Tomás de Aquino era igualmente claro, aunque menos provocador que
el de Agustín. Quienes se salvan son una minoría, pero su número nos es
desconocido y “es mejor decir que ‘solo
Dios sabe el número de quienes tienen reservada la felicidad eterna’”.
El Concilio de Trento, en su Decreto sobre la Justificación de
1547, parece descartar la posibilidad de que al final todos se salven: “Aun cuando Él ‘murió por todos’ (2 Cor 5, 15), no todos,
sin embargo reciben el beneficio de su muerte, sino solo aquellos a quienes se
comunica el mérito de su pasión” (Capítulo 3, Denz. 1523 [795]).
LUMEN
GENTIUM
Pero la
discusión sobre el número de los que se salvan se vio alterada por la
constitución dogmática Lumen Gentium del
Concilio Vaticano II, según la cual “quienes,
ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a
Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en
cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden
conseguir la salvación eterna” (n. 16). La doctrina de que “fuera de la Iglesia no hay salvación” se
desarrollaba así sustancialmente.
Las
generaciones que disfrutaban ahora del sufragio universal y asumían la
Declaración Universal de los Derechos Humanos aceptaron fácilmente que ni una circunstancia en
el nacimiento ni la debilidad humana normal les excluirían del paraíso. La desigualdad que
fundamentaba la institución de la esclavitud se rechazaba. El Concilio animaba
al diálogo más que a la condena, a la persuasión más que al castigo, de modo
que la propia noción de pecado mortal quedó atenuada.
La participación en el sacramento de la confesión -ahora llamado
reconciliación- cayó drásticamente.
Como
muchos otros, yo llegué a creer que (casi) todo el mundo se salvaría. Invocaba
al teólogo alejandrino Orígenes (c.
185-254), quien enseñó que en la apocatástasis
final todas las criaturas –incluido el diablo- se salvarían, y al gran teólogo
contemporáneo Hans Urs von Balthasar?, autor de ¿Qué
debemos esperar? y Pequeño discurso
sobre el infierno. Pero ahora me he dado cuenta de que no hay mucha
diferencia entre creer que todos se salvan y creer que no se salva nadie.
UNA
CUESTIÓN QUE DEFINE EL COMPROMISO SACERDOTAL
Mi
opinión cambió de forma inesperada. Cada año, las autoridades del Vaticano
hacen dos cursos en Roma para los “obispos
novatos”, los recientemente consagrados. Yo me encontraba dirigiendo una
jornada de debates cuando un obispo norteamericano expuso el principio de que toda nuestra actividad sacerdotal queda determinada por cuántos creemos
que se salvarán. Si no hay castigo y todos se salvan, entonces ¿para qué molestarnos? ¿Por qué Jesús cargó con la Cruz?
Me vi
forzado a repensar mi postura. Volví a las enseñanzas de Jesús en el Nuevo
Testamento y encontré que ofrecían un respaldo insuficiente para mi optimismo.
Uno no tiene que creer con San Francisco Javier que los no bautizados se condenan, pero quienes,
como yo, se amparan en el sentimentalismo, ignoran con demasiada facilidad el
terrible sufrimiento causado por el pecado y subestiman la
obstinación de la voluntad humana.
Mi
difunto amigo jesuita Paul
Mankowski respaldaba el argumento de John
Finnis de que no tomarse en serio la afirmación de Jesús
de que juzgará a todos en el último día “está en el
corazón de la crisis de la fe y de la moral”. Ahora estoy de acuerdo. La
esperanza cristiana en el triunfo del bien exige el juicio de Jesús.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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