Con la transfiguración, se nos da una idea de lo que nos espera después de la muerte.
Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente:
Catholic.net
Dice San León que: “El
fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el
escándalo de la cruz”.
Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos
acerca de su pasión, para hacerles ver que era necesario que el Cristo
padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo anunciado por los
profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos
corazones atribulados y desfallecidos”.
El escenario será el monte Tabor. El Tabor es un monte redondo, gracioso,
solitario, que con sólo trescientos metros de altura, destaca por su figura
excepcional y su separación de otras montañas.
Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón, dista de Cesarea
setenta kilómetros. Es uno de los montes con más personalidad de toda
Palestina. Su verdor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.
LA SUBIDA
El camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago,
se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan.
Los mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor
y el anonadamiento del huerto son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para
que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la glorificación
y el consuelo no faltará en la cruz.
Una reacción es igual, los discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi
siempre será lo mismo. Jesús solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al
otro lado quedan los discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la
esfera purísima de la aparición, y de compartir la gloria y la angustia del
Señor.
Paradojas: La agonía y la transfiguración. El
bautismo y la transfiguración. La tesis y la antítesis se funden y se
transparentan. No es posible encontrar un episodio de la vida de Jesús que sea
sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan el sello de esa ambivalencia
que llegará al extremo en el instante final de su vida, de supremo
anonadamiento y exaltación.
“Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y
por eso el Padre lo exaltó”. A la humillación del bautismo, el Padre se
hizo presente con la alabanza suprema: “Este es mi
Hijo muy amado, en quien me complazco”.
Son las mismas palabras que resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la
gloria de su rostro como el sol, de sus vestidos luminosos, pero acibaradas por
su alusión al sufrimiento y a la ignominia. ¿Los
apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su Maestro?
Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de obediencia al
Padre, para que sirva de provecho y enseñanza y aliento a aquellos hombres
débiles que tanto ama.
EL RELATO DE LUCAS
“Unos ocho días después de este discurso cogió a
Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar. Mientras oraba, el
aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos refulgían de blancos. De pronto
hubo dos hombres conversando con El, Moisés y Elías, que aparecían
resplandecientes y hablaban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron, y vieron su
gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban, dijo
Pedro a Jesús:
-Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros;
podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó que los cubría. Salió de la
nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido.
Escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28).
MOISÉS Y ELÍAS. EN MEDIO,
JESÚS.
La Ley y los Profetas, flanqueando el Evangelio, como en la mente de Dios y en
su voluntad de salvación, que se había de cumplir en el tiempo. Igual que en el
triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea exaltado como rey y centro de todas
las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra.
A diez kilómetros de Nazaret, por donde había caminado vestido de humildad, y
de carne opaca. Ahora, desanuda el vigor y la belleza de su ser, reprimidos por
las leyes de la encarnación, y permite que aparezcan, y fulguren, y fascinen a
quienes los contemplan.
Quiere que su alma, unida al Verbo y gozando la visión beatífica de Dios,
desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo, como hubiera sido siempre su
estado connatural, si él no hubiera querido oscurecer sus efectos.
LA NUBE
Una nube los cubría. Es la nube. La nube de larga historia: aquella historia de
Dios enlazada con la historia de los hombres, que denota la presencia del
Señor. La nube cubrió el tabernáculo (Ex 40,34).
La nube garantizaba todas las intervenciones divinas: "El
Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que yo
hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora
a Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este
es mi Hijo elegido, escuchadlo”.
La nube que se había cernido sobre María en la Encarnación: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso al que va a nacerlo llamarán
consagrado, Hijo de Dios” (Lc 1,35).
La nube que delata y oculta; la nube, esa sombra que, como dice San Agustín, se
produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna
encarnación. La nube que acreditará el triunfo de Jesús en su ascensión (Hech
1,9), y en su retorno (Mc 13,26), cuando los que le hayan seguido se le
incorporen, envueltos en nubes de victoria (1 Tes 4,17).
“NO TENGÁIS MIEDO”
Añade Mateo: “Los discípulos cayeron sobre su
rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo:
Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego
lo disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario
para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de
nuestros proyectos mundanos.
Jesús rectifica la imagen común del Reino hablando de padecimientos y muerte;
después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su
gloria. Porque él es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como
el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar, no
atemperando sus planes a nuestros deseos, sino haciéndonos levantar los ojos
por encima de este mundo.
El libro del Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era
apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano,
sigue este mismo método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino
definiendo la fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores
terrenos de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya
para siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel.
LA CADUCIDAD DE ESTE MUNDO
Baltasar, rey de Babilonia aún estaba temblando, por la visión de la mano que
escribía sobre la pared su perdición, en medio del banquete sacrílego en el que
habían profanado el rey y sus cortesanos y sus mujeres, los vasos sagrados del
Templo de Jerusalén. Daniel le reveló el sentido de las fatídicas y enigmáticas
palabras.
Baltasar fue asesinado aquella misma noche. Le sucedió Darío y en su tiempo,
Daniel tiene la visión que vamos a interpretar. Para comprender su mensaje,
hemos de situarnos histórica y psicológicamente en el mundo del autor y en su
mentalidad judía, profética y apocalíptica.
Daniel combina la historia y la mitología, con la tradición y el futurismo
mesiánico, para crear la convicción de que al final de los tiempos el reino de
Dios será entregado al pueblo de los santos de Dios, el resto de Israel, presidido
por su Cabeza.
Como al principio de la creación todo fue obra del "viento",
del Espíritu, así ahora los cuatro vientos del cielo agitan el océano de
modo que lo que salga de él será obra del "ruah"
de Yahvé. Y aparecen cuatro bestias, identificadas con los cuatro
imperios: babilónico, medo, persa y griego, manejados, en su espectacular
poderío, por la providencia de Dios.
Vio Daniel cuatro fieras que salían del océano: La primera, el león con alas de
águila, rey del mundo animal, corresponde a la cabeza de oro de la estatua del
capítulo segundo.
Esta bestia, Darío, tiene "corazón de
hombre", porque reconoció al Dios de Daniel, con lo cual dejó de
ser una fiera que luchaba contra el reino de Dios: "El
rey Darío escribió a todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra: Ordeno
y mando: Que en mi imperio todos respeten y teman al Dios de Daniel. Él es el Dios vivo que permanece
siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta por siempre. Él
salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El salvó a
Daniel de los leones".
La segunda fiera, es un oso, que corresponde al pecho de plata de la estatua.
Esta era el imperio medo. La tercera, el leopardo, que equivale a las piernas
de bronce, es el imperio persa.
Sus cuatro alas simbolizan la celeridad de sus conquistas en todas las
direcciones, y sus cuatro cabezas la representación de los cuatro reyes de
Persia que conoce la Biblia: Ciro, Jerjes, Astrajerjes y Darío el persa. La
cuarta, horrible y espantosa, corresponde a los pies de hierro y de barro de la
estatua, y representa el imperio griego, en cuyo tiempo vivía Daniel.
Sus diez cuernos eran diez reyes contemporáneos. El undécimo, que "blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar
a los santos y cambiar el calendario y la Ley", era Antíoco IV
Epífanes.
Todos estos reinos habían sido reflejos de la acción de Dios en la tierra e
instrumentos punitivos de su Providencia.
LA PROFECÍA ESCATOLÓGICA DE
DANIEL 7,9
Hasta aquí la historia. A partir de este momento viene la profecía
escatológica. La visión continúa. Un anciano de muchos años, sin principio ni
fin, de blanca túnica y cabellera blanca, símbolo de la pureza y rectitud, a
quien sirven miles y miles, se sienta en un trono de fuego purificador.
Comienza el juicio y el insolente undécimo cuerno es matado, descuartizado y
echado al fuego. A los demás se les deja vivos durante un tiempo. Cuando todo
parece concluido, aparece la más sorprendente novedad, desenlace de toda esta
visión apocalíptica.
Entre las nubes del cielo viene como un hombre a quien se le da "poder, honor y reino". Extraordinario
contraste porque mientras todos los reinos de la tierra vinieron del océano, el
reino de Dios viene de arriba, del mismo Dios.
No es como una fiera sino semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico a
quien se le da el "poder real y el dominio
sobre todos los reinos bajo el cielo". Daniel identifica a este
Mesías, hijo de hombre, con el pueblo de los santos. Es un mesianismo
colectivo, definitivo y eterno.
Profetiza el triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, la gloria del
Cuerpo Místico de Cristo, el fulgor de la Iglesia, como se lo aplicó a sí mismo
Jesús al identificarse con el Hijo del Hombre, que vendría sobre las nubes del
cielo y con cuantos creen en El.
"¿Por qué me persigues?", le dirá
a Pablo. Este es el rey de quien "Una voz
desde la nube dice en el Tabor: “Escuchadle”" (Mc 9, 1).
¿EL HOMBRE JESÚS NECESITABA
CONFIRMACIÓN?
¿El hombre Jesús ha quedado afectado por su opción
por el camino de la cruz? A sus amigos ya les ha anunciado su pasión y
muerte. La sombra amarga de la suprema humillación y aniquilamiento no pesa
sólo sobre ellos, sino también sobre él; ¿acaso no
es hombre de carne y sangre?
Jesús necesita afirmarse y afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en
los más íntimos. Por eso: "Cogió a Pedro, a
Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar". Se transfiguró y
sus vestidos resplandecían de blancura. Su realidad, que permanecía oculta, se
manifestó. Dios le llenó desde dentro.
Entrar en oración es llegar a la fuente fresca de la transfiguración, allí
donde la luz tiene su manantial. Todo cambia en la oración. El encuentro de
Jesús con su Padre fue confortador y estimulante. Glorificador.
Dos hombres conversan con él de su "Éxodo".
Los dos guías máximos de la fe de Israel, que han precedido a Jesús y le
han esperado, ahora, como compañeros suyos, conversan con él de su muerte: "Yo para esto he venido" (Jn 12,27). Es
el tema de mayor importancia y el que más preocupa a Jesús y a sus discípulos.
Desde este momento Jesús ve su muerte como un éxodo al Padre.
La transfiguración es una victoria oculta. Es como una luz que ilumina la
tiniebla de la pasión, como esperanza que desvela el sentido del camino de la
muerte de Jesús y de los suyos. He ahí la pedagogía de la transfiguración y el
punto culminante del evangelio.
Viviremos siempre. “Si con él morimos, viviremos
con él” (2 Tm 2,11). La muerte sólo es un episodio, un tramo necesario
del camino, sin el cual no podemos llegar a la meta. Un túnel después del cual
está la luz. "Somos ciudadanos del
cielo". La transfiguración de Jesús es la transfiguración del
hombre.
VISIÓN DE SANTA TERESA
Cuenta Santa Teresa que hablando de Dios con el Padre García de Toledo, su
confesor, vio a Jesús transfigurado que le dijo: "En
estas conversaciones yo siempre estoy presente". Y el Padre se hizo
presente y su voz desde la nube decía: "Este
es mi Hijo, el Elegido. Escuchadlo".
Era como decirles: No os escandalicéis de su muerte
en cruz, es mi voluntad y el único camino de la Redención. Ese hombre
que camina hacia la muerte es mi Hijo, que no sólo tiene la naturaleza de Dios,
sino que también recibe su poder.
Seguid el camino que él va a recorrer. Su muerte y vuestra muerte terminarán en
una glorificación transfigurada. Esa es la cara oculta de Jesús que no veíais.
Estaba oculta y seguirá estándolo, pero ya habéis visto momentáneamente, que la
oscuridad de la cruz, encubre la luz encendida e inmarcesible.
Como Israel salió de Egipto en dirección a la tierra prometida, el éxodo de
Cristo desde Jerusalén, irá de la muerte a la resurrección. A Pedro se le ha
quedado grabada hondamente la escena y nos lo dice: "El recibió de Dios
Padre el honor y la gloria cuando desde la grandiosa gloria se le hizo llegar
esta voz: “Este es mi hijo, a quien yo amo, mi predilecto”. Esta voz llegada
del cielo, la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Es una lámpara
que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana
nazca en vuestros corazones" (2 Pd 1,18).
La Palabra del Padre nos invita a la obediencia a Jesús, cuya
vida y palabra es el camino trazado por el Padre, que nos manda escucharle para
caminar con Jesús en el desierto, hasta la crucifixión solemne, o pequeña y
escondida, y la resurrección, ya que el Apóstol nos asegura que "transformará nuestra condición humilde según el
modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo
todo" (2 Cor 3,18).
¿QUÉ HAY DESPUÉS DE ESTA VIDA
TEMPORAL?
Dice el Vaticano II: "Ante la actual evolución
del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean las cuestiones más
fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la
muerte que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué hay después de
esta vida temporal?" (GS 10).
La Transfiguración del Señor da respuesta a estas preguntas, porque “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su
luz y su fuerza por el Espíritu Santo", para que la humanidad pueda
salvarse.
Quería Pedro quedarse, ¡se estaba muy bien allí! Presiente
y anhela la meta, el descanso y la plenitud consumada. No quiere pensar que hay
que pasar por la muerte. San Agustín, ante el deseo de Pedro, le dice: “Desciende, Pedro. Tú, que
deseabas descansar en el monte, desciende y predica la palabra... Trabaja,
suda, padece a fin de que poseas por el brillo y hermosura de las obras hechas
con amor, lo que simbolizan los vestidos blancos del Señor. Desciende a
trabajar en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado y crucificado
en la tierra; porque también la Vida descendió para ser muerta, el Pan a tener
hambre, el camino a cansarse de andar, la Fuente a tener sed”.
POR
ESO CANTA GOZOSA LA IGLESIA
En la transfiguración, prenda de gloria, canta la Iglesia el Salmo 96: “El Señor reina, la tierra goza”. El Señor, se
alegra la tierra entera y toda la naturaleza participa en la alegría general;
todo el cosmos va a ser bendecido con el reinado del Señor. Toda la tierra,
hasta las islas lejanas, que son los pueblos ribereños del Mediterráneo.
El Señor aparece entre nubes y tinieblas para velar su majestad, pero precedido
de fuego purificador y aislante entre el Santo y las criaturas contaminadas. El
fuego anuncia que nadie puede oponerse a la obra de su santidad y justicia.
Este salmo, anterior naturalmente al monte Tabor, reproduce la escena del Sinaí
y recuerda la profecía de Habacuc 3,3. Pero su fuego y sus tinieblas no
presagian calamidades y catástrofes, sino serenidad y equilibrio, justicia y
sosiego. Exaltación y grandeza.
Hemos sido y estamos siendo testigos de tantas injusticias, cataclismos y
desmanes y abusos de los poderosos y corruptos, que, ante el anuncio de la paz
del Señor y de su justa justicia, manifestada en la Transfiguración de su Hijo
Jesús, sentimos un estremecimiento de gozo.
Al contemplar la transfiguración celebramos su vida resucitada. Al celebrar la
Eucaristía, velado por los accidentes del pan y del vino, comemos y bebemos al
Jesús que se transfiguró y cuyos vestidos aparecieron blancos como la nieve,
como los del anciano que describe Daniel: "Sus
cabellos como lana limpísima, su trono llamas de fuego, que son los caracteres
de Dios Padre".
Su acción ahora, aunque esté oculta a nuestros ojos, es la misma que la de
entonces. "Cristo hoy y ayer, el mismo por los
siglos" (Hb 13,8), preparando el lugar eterno y transfigurado que
nos ha prometido. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!
DESCUBRIR LA TERNURA
Augusto Valensín, jesuita francés, escribe sobre la Transfiguración a la luz de
los pensamientos que vivía esperando la muerte: “Estos
son los sentimientos que me gustaría tener a la hora de la muerte: pensar que
voy a descubrir la ternura.
Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo
iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu
bondad. Él
es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en
tu amor, todo habría terminado. Porque no tengo el sentimiento de valer nada
sobrenaturalmente. No, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón
al presentarme a mi Padre como indulgencia infinita. Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen
de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos
los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo
pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan
escribe; "Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1 Jn 4, 18).
Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me
ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es
lo que él ama en mí.
Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de
responder. Pero yo sé que él me ama porque es amor; y basta que yo acepte ser
amado por él, para que me ame efectivamente. Basta con que yo realice el gesto
de aceptar.
Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el
que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme a mí tal como soy, es
digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque
te da la gana, me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la
falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la
muerte.
FUE COMO UN RELÁMPAGO
Jesús se encamina a la muerte con serenidad, seguro de que el triunfo culminará
su vida, porque su muerte será provisional y pasajera. Jesús descubre que,
cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen y tratan de
disuadirle.
No entienden que resucitará a los tres días. Ellos creían, como la mayoría de
sus contemporáneos, en una resurrección al final de los tiempos. Aunque habían
visto la resurrección del hijo de la viuda de Naín y de la niña de Jairo, no
podían imaginar que regresara a la vida después de la muerte.
Si moría ¿quién iba a resucitarle a él? Por
eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz antes de
que llegue la noche, como un “anticipo” de
la resurrección. ¿Pero, por qué no quiso mostrar su
gloria a todos, sino que reservó este regalo a solos tres? ¿Podrían guardar un
secreto tan grande entre los doce? Que lo vean tres, para que puedan
testimoniarlo en la oscuridad.
Los elegidos verán también de cerca la hora de su agonía en el huerto de los
Olivos. Getsemaní y Tabor son como los dos extremos de la vida de Jesús. Allí
es el estallido de la humanidad de Jesús, aquí es el estallido de su divinidad.
Allí, el miedo y el dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús.
Aquí, es la luz de su gloria la que parece situarle fuera de las fronteras
humanas. Conviene que sean los mismos testigos los que presencien estas dos
horas extremas de su vida.
LA MARAVILLA DEL TABOR
Una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y
los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el
Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para la
contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró un
resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro
brillaba.
Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo ve al Maestro como
más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres subrayan que la luz sale
de él. Le pertenece como algo de su propia sustancia: no
es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido
de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal,
dice Bernard. Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en
su humanidad.
Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su
cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en
llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban? Jesús
levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su
mirada, en su gesto, en sus vestidos.
Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como
ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros
ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).
NO ESTABA SOLO
Aún no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando
advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades:
Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas.
Moisés era el padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar
cuando descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la
venida del Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación
sobre su muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del
ángel consolador en el Huerto de la agonía.
Los tres suplirán el aliento que no le dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”. Casi
siempre será así.
Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere vivir, hacerse notar,
desea cumplir con los invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y de
protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni
en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes.
Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos
dormirán ante la puerta de las tiendas.
LA GRANDEZA DE DIOS ESTALLA
COMO UNA TEMPESTAD
Comenta Lanza del Vasto: Entonces, en la cumbre del
cielo, estalla la grandeza de Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos
atrevido a soñar. Estalla como una tempestad, pero como una tempestad
que habla.
Barre las resistencias, hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda
visión. Y toda figura se borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el
abismo tonante, salvo la sombra luminosa de la revelación.
Los tres apóstoles comprenden que están ante algo definitivo y terrible. Por
eso caen al suelo, “se prosternaron rostro en
tierra, sobrecogidos de un gran temor” (Mt 17,6). Han entrado en
contacto con la divinidad. Caen en oración. La zarza ardiendo está ante sus
ojos, dice Martín Descalzo.
JESÚS SOLO
Les toca el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a
nadie sino a Jesús solo. Como sigue diciendo Lanza del Vasto, “ven la parte de él que está a su alcance. Porque Jesús
ha vuelto a velarse con su carne para no abrasarles totalmente”.
Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de
tocarles el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa que
acoge sus rostros aterrados.
Al verle, se sienten felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro
como se llevó a Moisés y a Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se
sienten aliviados de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos
antes.
Este es su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos. Pero están
aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse.
Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden mejor el
porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino. Si
muere, no morirá del todo.
Ellos han visto un retazo de su gloria. Ahora ya saben lo que su Maestro quiere
decir cuando les habla de resurrección. Será algo como lo que ellos han tocado
hoy con sus manos y sus ojos han visto.
Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya intuían.
Han interpretado esa voz como una consagración.
Pedro lo recordará en su carta porque sabe que ha visto con sus ojos su
grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y
la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la
manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 1, 16). Y los apóstoles ya no
sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían
vivido una de las horas más altas de sus vidas.
ESCRIBEN GUARDINI Y MARTÍN
DESCALZO
“Nos sentimos inclinados a creer que fue una visión. Sería lo
justo si sólo nos atuviéramos a la interpretación del fenómeno. Esta nos diría
que es una realidad trascendente a la experiencia humana. La índole de la
aparición sugiere tal interpretación: la "luz”, no es la del universo,
sino la de la esfera interior, luz espiritual; o la “nube”, palabra que designa
una formación meteorológica conocida de nosotros, sino una claridad velada y
celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible. La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una
visión: los personajes se presentan y desaparecen de repente, sentimos el
abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el cielo.
Pero visión no significa un fenómeno subjetivo, una imagen cualquiera producida
por el yo, sino la manera en la que captamos una realidad superior a nosotros”.
COMENTA
MARTÍN DESCALZO:
“No fue pues una invención,
ni un sueño, fue una realidad percibida por los apóstoles en su mundo interior,
fue el descorrimiento de un velo que mil veces habían intuido y nunca
comprendido”.
El mismo Guardini llama a este descubrimiento el
fuego, esa unión misteriosa que hay entre el Hijo de Dios humano de Jesús y que
hace de él un hombre hiperviviente en plenitud de vida humana pero elevada a
dimensiones que jamás podremos los hombres entender.
Su vida no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre
invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios. Esto, que
nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue entrevisto por un momento en
la cima del Tabor.
Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los tres apóstoles vieron
algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final, cuando contemplaremos a
Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que iluminaba y elevaba más
allá de lo humano su humanidad.
La transfiguración fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la
verdadera vida que a todos nos espera, de esa gracia de la que tanto hablamos y
nunca comprendemos. Esa noche los apóstoles no podrían dormir ni un momento,
rumiando su visión.
Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del
hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mt 9,9). Les hubiera gustado
hablar de ello y profundizar en lo ocurrido. ¿Cómo
compaginar lo que han visto con esa muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y
qué resurrección es ésa que parece más una supervida que un simple volver a
vivir?
Ellos creen que un día los muertos volverán a vivir, han visto volver a
levantarse de la muerte a dos muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo
que acaban de ver es mucho más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa
resurrección con la que Jesús será favorecido. Pero por qué si esta luz existe
ya, hay que pasar por la muerte para llegar a ella.
“Esto se les quedó grabado -dice Marcos-, aunque discutían qué querría decir aquello de resucitar
de la muerte” (9, 10). Sólo después de la resurrección contaron lo que
en este glorioso atardecer habían entrevisto.
EL JESÚS DE LA TARDE
Hacia ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación
han terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Tiene que
demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad.
Será necesario dejar las palabras, para que se vea sólo a la Palabra. Y Jesús
se encamina hacia la muerte. Ya no es el muchacho feliz, que comenzó a predicar
hace sólo dos años. ¡Cuánto ha envejecido! ¡Qué
cruel ha sido su choque con la iniquidad humana!
A ese Jesús de la noche al que todos nos encontraremos en la frontera de
nuestra muerte y nuestra resurrección, rezaba Santa Gertrudis:
“¡Oh Jesús, amor mío, amor de la noche de mi
vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida. ¡Oh Jesús de la noche! Haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has
preparado para los que te aman”.
Jesús Martí Balleste
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