En la hora más negra de
nuestra nación, cuando las tinieblas se hicieron más oscuras, cuando nos
esperaban generaciones de hierro y cadenas, cuando el mismísimo demonio estuvo
a punto de apoderarse del reino de Carlos V y Felipe II, el Altísimo hizo
surgir a un Judas Macabeo.
Su altura no era mucha, su voz
aguda. Cuando hablaba no era brillante. Militarmente, todo lo tenía en contra.
Pero Dios le concedió solo un don, un único don: la
invencibilidad.
Ejército tras ejército fue
enviado contra él. Cientos y cientos de miles de soldados, tanques, aviones,
batalla tras batalla... nada, el nuevo Macabeo avanzaba imparable. Fue de
victoria en victoria hasta arrodillarse ante un templo de la capital del reino
y colocar su espada sobre el altar.
Ganó la guerra, ganó la paz. Fue
un David en las batallas, fue un Salomón al reconstruir el reino. Quien a hierro mata, a hierro muere. Él fue la
encarnación de la Justicia Divina, la Tempestad de Dios, por eso murió en la
cama, rodeado del cariño de sus familiares, rodeado del llanto de toda una
nación, bendecido por las oraciones agradecidas de los sucesores de los
Apóstoles.
Caudillo del reino por la gracia de Dios. Por don
del Señor fue invencible en la guerra e inderrocable en la paz.
P. FORTEA
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