jueves, 5 de septiembre de 2019

PARA NO ABURRIRSE EN MISA


A veces la gente se queja de que se aburre en Misa, de que lo que se hace y se dice en ella todos los domingos es siempre lo mismo, de que asistir no les sirve de nada y sería mejor dedicarse a otra cosa. Es comprensible, porque nuestros ojos están tan envejecidos por el pecado que a veces necesitamos telescopios para ver las maravillas que tenemos delante de nuestras narices. Siempre me ha parecido especialmente apropiado que uno de los milagros de Jesús fuera devolver la vista a los ciegos: quizá no haya nada que necesitemos más que eso.
Por si a alguien le sirve, voy a sugerir algo muy sencillo como remedio contra ese aburrimiento, que a mí me ha hecho mucho bien y que consiste simplemente en aprovechar una norma de la Iglesia. En la Instrucción General del Misal Romano, se establece que, para la celebración de la Misa, “sobre el altar, o cerca del mismo, debe haber una cruz adornada con la efigie de Cristo crucificado”. Esta norma no está ahí por casualidad, sino para tu bien. La Iglesia es muy sabia y busca en todo tu salvación, hasta en los más pequeños detalles.
Pues bien, yo te aconsejo que pases una Misa entera contemplando ese crucifijo que la Iglesia ha puesto ahí precisamente para eso. Haciéndolo, hasta los más torpes, cortos de vista e inconscientes de los hombres (es decir, tú y yo) podemos experimentar, con asombro y estupor, una realidad milagrosa que quizás hayamos olvidado: en la Misa se hace presente el Calvario. O, más bien, nosotros somos trasladados sacramentalmente al Calvario para presenciar el único sacrificio de Cristo en la cruz. Por eso San Pío de Pietrelcina decía que había que vivir la Misa como quien está en la Pasión, porque realmente estás en ella.
Así, al llegar el examen de conciencia al comienzo de la Eucaristía, no te mirarás el ombligo como haces normalmente, centrándote en que no eres perfecto, en tus defectos y en ti, en ti y nada más que en ti. Lo que harás será mirar a Cristo crucificado, azotado, golpeado y traspasado. Verás esas heridas que fueron causadas por tus pecados y que, aun así, por un amor inmenso, te curaron. Sabrás, como sabía Pascal, que una de esas gotas de sangre preciosísima y más valiosa que el universo entero, una de ellas, la derramó por ti y que el Hijo de Dios estaba pensando en ti en aquel día terrible. Entenderás que tu principal pecado, de pensamiento, palabra, obra y omisión, es precisamente ese en el que no piensas nunca: un pecado contra el primer mandamiento, porque no amas a Dios, no amas a Cristo con toda el alma, con todo el corazón y con todas las fuerzas, a pesar de lo que él ha hecho por ti. Y, si el Espíritu Santo te lo concede, sentirás lo mal que has agradecido esas llagas, como lo sintió Santa Teresa, y quizás como ella recibas lágrimas de penitencia y conversión, que, tocadas por la gracia, borren tus pecados.
Así escucharás las lecturas como lo que son, una Palabra de Cristo para ti. Imagina que ese Jesús clavado en la cruz en el Calvario te hubiera llamado, como a Apóstol Juan, y te hubiera hecho un encargo especial. ¿No se te quedaría ese encargo clavado en la memoria? ¿No lo meditarías día y noche? ¿No te esforzarías durante toda tu vida en cumplirlo, como hizo San Juan, que recibió a María en su propia casa y cuidó siempre de ella? Pues eso es exactamente lo que sucede en la Misa y contemplar el crucifijo mientras se leen las lecturas te ayudará a darte cuenta de que es Cristo crucificado quien tiene algo que decirte. No el cura, ni los obispos, ni el Papa, ni un simple libro: Jesús te llama desde la cruz y quiere decirte algo.
Al cantar el gloria, el aleluya y el santo o al proclamar la muerte y la resurrección de Jesús, contemplarás asombrado que la cruz de tu Señor se hace gloriosa y que la muerte ha sido absorbida en la victoria. El brillo de la cruz del Resucitado es tan potente que ilumina hasta los confines del mundo y, lo que es más importante, hasta los rincones más oscuros de tu corazón. Iluminado por ese resplandor de gloria, podrás cantar triunfante, seguro de tu propia resurrección y riéndote de la muerte, que ya no tiene poder sobre ti. ¿Quién te separará del amor de Dios?
En la consagración, cuando el sacerdote alce la sagrada Hostia y el santo Cáliz, tus ojos incrédulos y fatigados verán al Hijo de Dios encarnado, aunque al principio no le reconozcas, como les pasó a los apóstoles en el cenáculo o a los dos discípulos de Emaús. Así podrás hablar, igual que el mismo San Juan evangelista, de lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado: el Verbo de la vida. Y al terminar la consagración, oirás a Cristo decir “todo está cumplido” y verás como el centurión clava la lanza en su costado, dejándolo abierto para que por esa puerta puedas entrar siempre en su Corazón.
En la doxología, “por Cristo, con Él y en Él”, acometerás la mayor audacia que pueda imaginarse, ofreciendo al Padre el único sacrificio que vale algo, la única ofrenda que puede salvar, lo único que de verdad quiere Dios que le ofrezcamos: a su Hijo clavado en la Cruz por nosotros. Todas las buenas obras de toda la humanidad desde el principio de los tiempos no sirven de nada ni pueden salvar a un solo hombre, pero tú, un donnadie, normalito tirando a desastroso, mezquino e inconstante, que habitualmente estás distraído pensando en otra cosa, puedes ofrecer al Padre con tu “amén” el Sacrificio del Cordero santo que salva al mundo, la Sangre que borra el pecado de Adán y la gran Derrota que rompe las cadenas del infierno y vence para siempre a la muerte y al sufrimiento. Por fin habrás hecho algo que merece de verdad la pena.
Al rezar el padrenuestro, entenderás de una vez que el sacerdote, al levantar los brazos, no hace más que imitar el gesto de Cristo en la cruz, que es quien verdaderamente levanta los brazos en ese momento para rezar contigo y por ti a su Padre. Y entenderás por qué el Padre, loco de amor por su Hijo y viéndole amarte hasta el extremo y morir por ti, te considera a ti también su hijo. Allí, en el Calvario, fuiste hecho hijo de Dios y recibiste el inigualable privilegio de llamar Padre al hacedor de todo lo que existe.
Hacia el final de la Misa, mirando la cruz, imagina que uno de los discípulos, más valiente o quizá más inconsciente que los demás, hubiera permanecido en el Calvario junto a Jesús, se hubiera atrevido a acercarse a él, pasando sin miedo entre los soldados romanos, y hubiera osado besar las llagas de sus pies clavados, ¿no crees que las gentes habrían recordado ese hecho durante toda su vida? ¿No crees que le señalarían por la calle y les hablarían a sus hijos de ese beso, susurrando que aquel hombre había sido bendecido por la sangre del mismo Cristo en la cruz? ¿No crees que aquel discípulo haría milagros, marcharía al fin del mundo para contar lo que le había pasado y ya nunca podría encontrar descanso en otra cosa que no fueran esas llagas benditas?
Tú eres ese hombre. Literalmente. Al acercarte a comulgar, acudes sin miedo, o quizá con inconsciencia, al Calvario y a la cruz. Tus labios indignos y pecadores besan el cuerpo de Cristo y quedan para siempre teñidos con su sangre. Si la gente no te señala con el dedo por la calle se debe a que están ciegos y si tú mismo no recuerdas ese hecho con temor y temblor es porque prefieres cerrar los ojos ante el Misterio de los misterios, no sea que te transforme por completo.
Deja que yo te señale: estás bendito, has sido bendecido y consagrado con la sangre de Cristo, que ha caído a borbotones de la misma cruz sobre tu boca, para que los demonios huyan a tu paso y los reyes se pongan en pie al contemplar en ti algo inaudito.
¿Cómo no vas a postrarte de rodillas ante esa gracia singular que se te ha concedido? ¿Cómo no vas a llorar y asombrarte y volver a llorar de vergüenza y alegría por haber sido elegido para besar al Crucificado en su pasión? ¿Cómo no vas a ser santo? ¿Cómo vas a hablar de algo que no sea Él? Otros pueden pecar, olvidarse de Dios y vivir en la mediocridad, pero tú no. Tú no. Tú eres ese hombre. Tú has estado allí.
Bruno M.

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