William Ralph Inge, un
sacerdote anglicano y escritor prolífico, dejó una frase que ha sido utilizada
por muchos otros autores: «quien se casa
con el espíritu de esta época, se verá viudo en la siguiente». Este vicio de tomar como permanentes cosas que
se deben a circunstancias cambiantes siempre ha estado presente, pero resulta
especialmente absurdo en la actualidad, cuando los cambios sociales y
culturales suceden a la velocidad del rayo, por más que muchos de ellos sigan
un camino fácil de ver a posteriori. Creo que hoy en día debería resultar
evidente que en la Iglesia hemos caído de lleno en este
error, a pesar de
que cueste tanto reconocerlo.
Digo que los católicos vivimos atrapados en los 70, no porque los
actuales católicos hayamos elegido unirnos a ese momento de la historia, ni a
su espíritu. Sino porque nos mantienen cautivos de los
criterios y principios de un momento que muchos de nosotros ni siquiera hemos
vivido.
En la Iglesia actual casi todo
viene de los 70, especialmente la liturgia. No hace falta
más que ver los horrorosos ornamentos que inundan las parroquias, la
espeluznante música que nos vemos obligados a escuchar en las ceremonias, o la
típica alergia al latín que creció en esa época como una verdadera epidemia en
los seminarios. Digo los 70 apuntando a bulto, no refiriéndome a una década en
sentido estricto, sino a lo que explotó en aquellos años de forma universal,
aunque ha quedado preservado en la Iglesia como en una especie de vitrina de
museo.
La
mayoría de los que hemos nacido después de esa época no nos identificamos con
ella,
con sus
formas estéticas o con sus neuras. Vemos con extrañeza como algunos carcamales
(algunos más jóvenes que nosotros) nos insisten en que para «atraer a los
jóvenes» tenemos que adoptar fanáticamente ese estilo setentero que nos evoca
pantalones de campana y gafas de pasta. ¿Es que no se han dado cuenta de que ya han pasado varias generaciones desde entonces?
Llegas a una parroquia, con
gente buena, piadosa, sugieres reintroducir el latín en la liturgia (algo
exigido por el Concilio Vaticano II), o cuidar el estilo de la música
litúrgica, y lo normal es encontrarse con ceños fruncidos y malos humos. Y una
excusa: «es que así no se atrae a los jóvenes».
¿Jóvenes? ¿Es que no se han fijado en las edades de las personas que acuden a
las parroquias los domingos?
¿EN SERIO PUEDEN DECIR (SIN REÍRSE O SONROJARSE)
QUE PERSEVERANDO EN LA IMITACIÓN DE LOS ESTILOS SETENTEROS HEMOS MANTENIDO A
LOS JÓVENES EN LA IGLESIA?
Pero, ¿de
qué jóvenes estamos hablando? Claro, estamos hablando de los jóvenes que
lo fueron durante los setenta. Es decir, de los que tienen entre 55 y 70 años,
el grueso de los fieles habituales de una parroquia cualquiera. Cuando nuestra buena gente nos impide restaurar los usos y el estilo que
la Iglesia ha tenido siempre, en realidad lo que nos están pidiendo es que
rindamos pleitesía a sus propios gustos.
Algunos podrán objetar, casi
lo estoy escuchando, que hay muchas parroquias de ciudad repletas de familias
jóvenes, a pesar de que se usan con alborozo los modos setenteros que estoy
deplorando aquí. La respuesta es fácil: que miren al
seminario de su diócesis, porque de esa exuberancia de vida cristiana debería
salir abundancia de vocaciones consagradas. Y, bueno, las estadísticas están
ahí.
Y el gran problema es que
estos cristianos bienintencionados fueron los que dócilmente siguieron
las enseñanzas de sus pastores, que se mostraron fascinados por el
espíritu de la época, y plantearon esa lectura de la historia propia de los
peores momentos del pensamiento humano, aquella en la que se oscurece todo lo
anterior para enfatizar, en un afán puramente narcisista, las supuestas
virtudes propias. Pero, además, resulta que esas edades son precisamente
las edades que tienen la mayoría de nuestros obispos. Y que la gran mayoría de
ellos comparten los prejuicios anacrónicos de nuestros fieles. Así que lo
llevamos claro.
Entre los sacerdotes, muchos
(creo que podríamos decir la mayoría) asumen de lleno el modelo
setentero, por convicción o por mero acomodo. Entre estos los hay de liturgia novus ordo más
o menos según las rúbricas, o los que convierten la celebración de la Santa
Misa en un evento social o sesión de entretenimiento infantil. Muchos se
deleitan con las canciones (voy a escribir una herejía antisetentera) del
insufrible Gabarain o, peor aún, las liberacionistas de Olivar y Manzano. En las
homilías hay que hablar de refugiados, pobres y ricos (según pueda convenir al
auditorio), violencia contra la mujer, de lo malos que somos los católicos y
poco más. Hay, ente estos, muchos sacerdotes muy correctos,
que predican la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, que tratan de
tener una liturgia lo más digna que permitan las circunstancias; pero se ven incapaces de luchar contra los gustos despóticos de la feligresía.
Otros van más allá, y
siguiendo la misma lógica tratan de asumir las formas y modos
contemporáneos. Teniendo en cuenta que el estilo musical más
apreciado por nuestros adolescentes es el reguetón y el trap, se pueden
imaginar cómo puede acabar el intento. Ojo, una cosa es que estos modos se
puedan utilizar como vehículo para la evangelización (aunque yo veo muy difícil
que los productos de la «cultura» contemporánea puedan ser instrumentos del
Evangelio), pero otra cosa muy distinta es que estos modos puedan inundar la
vida de la Iglesia, especialmente la Liturgia. En estos casos muchas veces la
predicación se centra en los sentimientos, los problemas personales, etc. No
voy a perder tiempo en esto. Si quieren ver cómo luce algo así estéticamente,
vuelvan a ver aquel vídeo de presentación en la tele de los obispos del himno
para los jóvenes españoles en la JMJ de Polonia.
Y luego están los que, cada
vez más, se atreven a huir de esta trampa y regresar a lo que la Iglesia ha
mandado siempre, y a lo que la historia ha probado como bueno y de calidad,
digno para el culto y expresión de la fe transmitida por los Apóstoles.
Esto supone la profundización en la Liturgia de siempre, vivida en la forma
Tradicional o en la actual, vivida en continuidad con la anterior. La
restitución, dentro de lo posible, del tesoro de la música sacra, el Gregoriano
- el «propio de la liturgia romana» - y la
polifonía clásica. La predicación de los misterios de la fe, de la moral
cristiana enseñada por la Iglesia siempre, de los aspectos sociales a la luz
del Evangelio y el Magisterio de la Iglesia…
¿Cuál de estas
opciones creen que se encuentra con más oposición, quejas y críticas por parte
de fieles y autoridades eclesiásticas?
Francisco José
Delgado
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