Una buena norma
tanto para los químicos como para los profesores de educación física es no
confundir la gimnasia con la magnesia, confusión que podría tener hilarantes
consecuencias. Quizá, de manera similar, podríamos decir que, para
los obispos y otros clérigos, sería especialmente aconsejable no confundir las
metáforas con la realidad.
Digo esto porque la moda ecológica que sacude la Iglesia
desde hace unos años ha llegado ya a unas cotas everésticas, hasta el
punto de que las antiguas metáforas poéticas, como el “hermano
sol” y la “hermana luna” de San
Francisco, que bellamente hacían referencia al carácter creado de esos astros,
han dado paso a verdaderos absurdos pseudoteológicos, que
apenas pueden diferenciarse ya de burdos panteísmos, misticismos, paganismos y
simples metepatismos. Veamos algunos ejemplos.
El Presidente de la Conferencia
Episcopal de los Estados Unidos, el cardenal DiNardo, junto con otros obispos, publicó
anteayer un comunicado en el que decía: “Mientras nuestra Iglesia comienza una ‘Estación de
Creación’ que culminará el 4 de octubre, la fiesta de San Francisco de Asís, consideremos
todos las obras de misericordia espirituales y corporales para con nuestra casa
común y los que viven en ella”.
Al margen de esa extraña “estación de creación”, que supongo que se añadirá
a las cuatro estaciones clásicas del año, algo pasadas de moda ya, resulta muy
llamativa la exhortación a las obras de misericordia para con la tierra. ¿Cómo funcionan esas obras de misericordia “para con nuestra casa común”
que, en dos mil años de historia de la Iglesia, nadie ha conocido? ¿Debemos enterrar
al planeta cuando muera, vestirlo cuando esté desnudo, hospedarlo cuando
peregrine por ahí, darle de comer y de beber, visitarlo cuando esté prisionero
o enfermo? Iré buscándome una pala muy grande.
Además, curiosamente, su
Eminencia recalca que se trata de obras corporales y espirituales. Estas
últimas todavía son más curiosas. Con toda seriedad y sin que le tiemble el
solideo, el cardenal nos anima a enseñar a un planeta que no sabe, rezar por él
cuando esté muerto, corregirle si se equivoca, consolarlo, darle buenos
consejos, perdonar sus injurias y sufrir con paciencia sus defectos.
Supongo que para saber hacer esas cosas hay que haber estudiado para
cardenal. Yo confieso que la tarea me supera. ¿Qué significa lo que dice el cardenal? ¿No será que es
mera confusión, que no significa nada? ¿Y no será la consecuencia lógica de esa
confusión que las obras de misericordia en sí mismas se devalúen hasta no tener
contenido alguno, más allá de proporcionarnos la agradable sensación de ser
modernos y virtuosos?
Veamos otro ejemplo. Hace un
par de semanas, la Conferencia de Religiosas y
Religiosos de Chile publicó una declaración pidiendo que se
declarara una “emergencia climática” en
Chile. Aparentemente, la “crisis climática requiere
de las consagradas y consagrados un compromiso real y concreto con nuestra
hermana madre tierra”. No sé, la verdad, cómo se puede uno “comprometer” con la “hermana
madre tierra” (un poco sexistas en este caso, los religiosos y
religiosas, quizá sería mejor “la hermana madre
tierra y el hermano padre planeta”, digo yo). Como la tierra no quiere
nada, no necesita nada y no agradece nada, es bastante difícil comprometerse
con ella. ¿Por qué, entonces, exigir ese compromiso
etéreo y que no tiene realmente ningún contenido real? ¿No correrán el riesgo
de que los distraiga del cumplimiento del compromiso que tienen para con Dios y
para con los demás hombres?
El anuncio, por otro lado, se
ilustraba con una pancarta que decía: “Por el clamor de
la tierra y el grito de los pobres”.
Teniendo en cuenta que ese clamor de la tierra es puramente metafórico,
porque la tierra no sufre, ni tiene boca para gritar, ni gritaría aunque
tuviera boca, porque no es un ser vivo, ¿no se
darán cuenta los religiosos (y religiosas) chilenos (y chilenas) de que así lo
único que consiguen es devaluar ese “grito de los pobres” que
han puesto al mismo nivel que el “clamor de la
tierra”? Es muy difícil no sacar la conclusión de que, si una parte de
la frase es imaginaria, teatralera y sin sentido, la otra parte también
carecerá para ellos de valor, más allá de ser una coartada para promover la
última causa progresista del momento.
El ejemplo más característico
de esta confusión entre metáforas y realidades es, quizá la encíclica
Laudato Si del Papa
Francisco, en la que abundan esas metáforas que, asombrosamente,
se usan como argumentos teológicos. “Esta
hermana (tierra) clama por el daño que le provocamos”, “entre los pobres más
abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime
y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22)”, “estas situaciones provocan el gemido de
la hermana tierra que se une al gemido de los abandonados del mundo”, etc.
Estas metáforas dramáticas llevan casi necesariamente, aunque sea de forma inconsciente, a la
confusión teológica. Por ejemplo,
cuando la encíclica se pregunta si Jesús, que “habla
de los pájaros”, “será capaz de maltratarlos o de hacerles daño”. Aunque
no cuadre dentro de ese marco de confusión sentimental, basta mirar a nuestro
alrededor para saber que la respuesta es afirmativa. Dios ha creado un mundo en
el que millones de pájaros enferman, son devorados y mueren cada día.Todos los
días. Por voluntad de Dios. Y no pasa nada, porque no son personas.
Lo mismo se puede decir de la condena que se hace en la encíclica de la “lógica a
veces sutil de dominio sobre la creación”, una condena muy llamativa teniendo en cuenta que el libro del
Génesis dice, expresamente, que Dios mandó al hombre que dominara a los
animales de la tierra. Parece que tomarse demasiado en serio unas
metáforas que hacen de la tierra un ser sufriente, que grita de dolor “por
el daño que le provocamos”, termina por convertirse en una escasamente
bíblica exhortación a que el hombre no domine a las criaturas. En el mismo
sentido se habla en la encíclica de la “fraternidad
universal”, igualando el “amor fraterno” gratuito
a los enemigos con el amor al “viento, el sol o las
nubes”. Inexplicablemente, sin embargo, Dios se olvidó de darnos el
mandamiento de amar al viento, el sol o las nubes.
Otros documentos del Papa usan
el mismo lenguaje: “Hace falta valor para responder
a los gritos cada vez más angustiosos de la tierra y de sus pobres”,
dijo hace poco a los participantes en un encuentro en el Vaticano.
Curiosamente, esta frase que tanto gusta al Papa Francisco proviene de Leonardo
Boff, el famoso exfranciscano, exsacerdote y
excristiano, actualmente panteísta, que tiene un libro con ese título. Y más
curiosamente aún, el autor de la frase considera que la tierra es un “super-Ente vivo (Gaia)”, que literalmente “sufre” y está “enfermo”,
de la que vendrá la salvación y cuyo “verdadero
Satán de la Tierra es el propio ser humano”. Se diría que el peligro de
que las metáforas confusas lleven a un panteísmo no cristiano es bastante real.
No se trata solamente de
textos oficiales. Los efectos de esta confusión se perciben en las afirmaciones
espontáneas del Papa, algunas de las cuales son sorprendentes. En una
entrevista reciente, a la pregunta de cuál era el
problema más grave de nuestro planeta, respondió que “la pérdida de
biodiversidad”, para gran sorpresa de los millones de católicos
que pensábamos que el problema más grave de nuestro mundo era el pecado. Se ve
que no acudimos a catequesis el día que se explicaba que Cristo se encarnó,
murió y resucitó para evitar la pérdida de biodiversidad.
No vamos a dar más ejemplos,
porque son legión. Sobre todo, no entraremos en el Instrumentum
Laboris del Sínodo de la
Amazonía, por el peligro de que explote el tonteriómetro.
Lo que sí vamos a hacer es resaltar que, como resulta evidente, esta confusión
entre metáforas y realidad en el ámbito de la ecología está llevando a dejar de lado lo que verdaderamente importa (la salvación sobrenatural) y
a ocupar a la Iglesia en lo menos importante (el bien meramente natural), a
sustituir los deberes morales reales y concretos por otros más o menos
sentimentaloides y retóricos y a confundir los beneficiarios de todos esos
deberes (Dios y los demás hombres) con seres que no pueden beneficiarse de nada
porque no son seres personales.
Yo al menos, prefiero seguir
pensando, como enseñan la Tradición de la Iglesia, la teología y la razón más
básica, que es imposible tener un deber para con un ser que no es personal. Los
deberes se pueden tener para con Dios, para con otros hombres o incluso para
con los ángeles, pero no para con seres que no son personales. El deber de cuidar la creación no es un deber para con la creación misma,
sino para con Dios y con los demás hombres.
Contaminar innecesariamente no es malo porque el contaminador dañe la tierra,
como si nuestro planeta fuera un sujeto de derechos, sino por los perjuicios
que eso puede causar a los demás hombres, del presente o del futuro, y a la
Voluntad de Dios para ellos, del mismo modo que emborracharse no es malo por
las uvas aplastadas en el lagar, sino por el daño que la borrachera produce al
borracho y a los demás hombres. A la tierra, como a cualquier otro planeta, le
da igual tener una temperatura media u otra, una concentración de dióxido de
carbono u otra, una composición química de los océanos u otra, básicamente
porque la tierra ni siente ni padece. No es alguien que pueda sentir, padecer,
sufrir, querer o no querer. No tiene derechos ni deberes, porque solo un ser
personal puede tener derechos y deberes.
El lugar del ser humano entre
las criaturas no es de simple preeminencia. Hay una distancia
infinita entre el hombre y los animales, las plantas y la propia
tierra, porque solo el hombre es imagen de Dios. Solo el hombre es una persona,
como Dios es tres personas. Solo el hombre tiene alma racional, solo el hombre
es a la vez espiritual y material, solo el hombre es inmortal. Por eso, la
realidad es que Cristo no se encarnó por los árboles, ni por las
plantas, ni por los bebés foca.
Se encarnó por los hombres. Y un solo hombre vale más que todos los animales, plantas,
planetas y galaxias del mundo (¿de qué te sirve
ganar el mundo si pierdes tu alma?). Decía Santo Tomás que “el bien de la gracia en una persona es mayor que el bien
natural de todo el universo” (ST Ia IIae, q. 113, a. 9). A fin de
cuentas, crear el mundo entero solo le costó a Dios una palabra, “hágase”, mientras que salvar al hombre costó la
sangre derramada del mismo Hijo de Dios.
De ahí que personificar
burdamente dentro de exhortaciones y argumentos morales a los seres animales,
vegetales y, peor aún, minerales sea engañoso y lleve a mayor confusión. El
mandamiento del amor es doble y no triple. Sus destinatarios son Dios y el
prójimo, no Dios, el prójimo y la madre tierra. Sugerir que
existen deberes para con seres no personales es una forma (más) de destruir la
moral y convertirla en puro
sentimentalismo, a cuya luz mortecina la metáfora es realidad y la realidad
mera metáfora.
No es extraño que esto suceda
en el mismo momento en que se intenta dar carta de naturaleza en la Iglesia al
divorcio, el adulterio, las uniones del mismo sexo, la justificación de los
medios por el fin, el consecuencialismo y el relativismo moral. La confusión
moral reina sin apenas rival. Si ha habido una época en la historia en la
que necesitamos desesperadamente claridad
en la teología y en la moral y no podemos permitirnos confundir las
metáforas con la realidad, es sin duda esta. Por favor, no confundamos la
gimnasia con la magnesia. Ni las metáforas con la realidad.
Bruno M.
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