744. –¿LAS DIFERENCIAS EN LA BONDAD Y EN LA MALDAD DE
LOS ACTOS HUMANOS, YA INDICADOS, HACEN QUE TAMBIÉN SEAN DISTINTOS LOS
CORRESPONDIENTES PREMIOS Y CASTIGOS?
–El capítulo cuarto de los
ocho, que Santo Tomás dedica, en la Suma contra los gentiles, a los
castigos, que se siguen al infringir la ley de Dios, comienza con la siguiente
argumentación: «Como la justicia divina exige que, para mantener la igualdad en
las cosas, se castiguen las culpas y se premien los actos buenos, es preciso,
si hay grados en los actos virtuosos y en los pecados, como se ha demostrado
(III, c. 139), que los haya también en los premios y las penas».
Debe admitirse la gradación en
las retribuciones y en los castigos, porque: «de otra manera no se observaría
la igualdad si no se diese al mayor pecador una pena mayor y al más virtuoso un
premio mayor; pues parece corresponder a una misma razón el retribuir de
distinta manera según la diferencia del bien y del mal y según la de lo bueno y
lo mejor, lo malo y lo peor».
La desigualdad en los premios
y en las penas es necesaria por justicia, porque: «tal es la igualdad de la
justicia distributiva, que a cosas desiguales corresponde también
desigualmente. Según esto, no sería justa la recompensa de premios y penas si
tanto unos como las otras fueran iguales».
Conclusión que queda
confirmada por la Escritura. «Se lee en el Deuteronomio: «según la
medida del pecado será la tasa de los azotes» (Deut 25, 2), y en Isaías:
«En medida contra medida, cuando sea desechada, la juzgarás» (Is 27, 8)»[1].
745. –¿CUÁL ES LA DIFERENCIA ENTRE LAS PENAS A LOS
PECADOS MORTALES Y A LAS DE LOS PECADOS VENIALES?
–Como se ha dicho: «Se puede
pecar de dos modos: uno, cuando la intención de la mente se separa totalmente
del orden a Dios, que es el fin último de los bienes, y esto es el pecado
mortal. Otro, cuando permaneciendo la mente humana ordenada al último fin, se
interpone algún impedimento que la entorpece para que no tienda libremente a
él, y esto es el pecado venial».
Sufrirán castigo distinto,
porque: «si la diferencia de penas debe corresponder a la de pecados, es
natural que quien peca mortalmente haya de ser castigado de modo que sea
desposeído del último fin del hombre; en cambio, quien peca venialmente ha de
ser castigado de modo que no sea privado del último fin, sino sólo retardado, o
que encuentre dificultad para conseguirlo». De este modo se observa la igualdad
que supone la justicia, porque: «tal como el hombre se apartó del fin pecando
voluntariamente, así, penalmente y contra su voluntad, se le impide conseguirlo».
También para probarlo
argumenta Santo Tomás: «Lo que es la voluntad en los hombres, eso es la
inclinación natural en las cosas naturales. Pero si a una cosa natural se le
quita su inclinación al fin, jamás podrá conseguirlo. Por ejemplo, un cuerpo
pesado, cuando por la alteración pierde la gravedad y se convierte en ligero no
tenderá a su lugar». Así, por ejemplo, el hielo tiende a descender por su peso,
pero cuando se convierte en vapor, por el calor, varía su tendencia, porque
procurará ascender. «En cambio, si permaneciendo su inclinación al fin, es
estorbado en su marcha, una vez desaparezca el obstáculo alcanzará el fin». Si
en el ejemplo, del hielo se detiene su caída, cuando se retire lo que la impide
volverá a caerse, porque su inclinación no se ha alterado.
De manera parecida: «La
intención de quien peca mortalmente se desvía totalmente del último fin».
Cambia, por tanto, su tendencia al mismo. «Sin embargo, la de aquel que peca
venialmente permanece vuelta hacia el fin, aunque impedida en cierta manera por
su excesivo apego a las cosas que se refieren al fin». Su intención hacia el
último fin no se ha mudado, pero ha puesto impedimentos para alcanzarlo. En
consecuencia, el que peca mortalmente, ya encuentra su primer castigo en haber perdido
su último fin, la felicidad suprema. «Por esto se lee en el Evangelio:
«Apartaos de mí, los que obráis la iniquidad» (Mt 7, 23)». En cambio: «a quien
peca venialmente se le castiga de modo que sufra alguna dificultad antes de
llegar a él»[2].
746. –¿LA DIFERENCIA DE PENAS A LOS PECADOS
MORTALES Y A LOS VENIALES AFECTA TAMBIÉN A SU DURACIÓN?
–En el capítulo siguiente,
sostiene Santo Tomás que: «Es preciso que esta pena, por la que alguien es
privado del último fin, sea interminable». El pecado mortal merece una pena
eterna. Da varias razones para probarlo.
En la primera, argumenta: «No
hay privación de una cosa sino cuando naturalmente debía poseerse; pues no
decimos que un cachorro, apenas nacido, esté privado de la vista. Pero el
hombre no es apto naturalmente para conseguir en esta vida el último fin según
se probó (III, c. 47, ss.)». Su último fin es sobrenatural, y necesita, para
alcanzarlo, el medio sobrenatural de la gracia, que se pierde por el pecado
mortal.
Se infiere de ello que: «la
privación de este fin debe ser una pena posterior a esta vida. Sin embargo,
después de esta vida no le queda al hombre la facultad de conseguir el último
fin, porque el alma precisa del cuerpo para conseguir su fin, ya que por el
cuerpo adquiere la perfección en la ciencia y en la virtud».
Por consiguiente: «el alma,
después de separarse del cuerpo, ya no volverá a este estado en que adquiere la
perfección mediante el cuerpo, como decían quienes defendían la transmigración,
contra los que ya se discutió (II, c. 84). Luego, es necesario que quien es
castigado con la pena de ser privado del último fin la sufra eternamente».
Otra razón, que no se basa en
el sujeto del pecado, como la anterior, sino en el objeto del mismo, es la
siguiente: «La equidad natural parece exigir que uno sea privado del bien
contra el cual obra, porque obrando así se hace indigno de tal bien». Así, por
ejemplo: «por este motivo, según la justicia civil, quien peca contra la nación
es privado totalmente de la convivencia nacional, sea por la muerte o por el
destierro perpetuo, sin mirar a la duración del pecado, sino a aquello contra
lo que se pecó».
La vida presente y la nación
terrena guardan una analogía con la vida en la eternidad y la sociedad de los
bienaventurados, que gozan ya eternamente del último fin. Por ello: «quien peca
contra el último fin y contra la caridad, por la cual existe la sociedad de los
bienaventurados y de los que tienden a la bienaventuranza, debe ser castigado
eternamente, aunque hubiera pecado por un breve intervalo de tiempo».
Una nueva razón, que da a
continuación, también se apoya, como en la primera, en el sujeto y más
concretamente en su intención. Parte de estas palabras de San Agustín: «Lo que
quieres hacer, pero no puedes, Dios te lo imputa como realizado»[3],
porque, como añade Santo Tomás: «el hombre sólo ve lo exterior, pero Dios mira
el corazón» (1 Sam 16, 7)»[4].
Por ello, se lee en la Escritura: «Yo soy juez y testigo, dice el Señor»[5].
Nota seguidamente: «Quien, a
cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la
eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del
último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar
eternamente de aquel bien temporal». El pecador quiere contradictoriamente que
no pase el tiempo para el goce que le proporciona el objeto finito y temporal,
que ha elegido, y que toma como si fuera su último fin. Dios, que, como dice
San Agustín, ve o es testigo de esta intención de la voluntad, la computa como
realizada. «Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese
pecado eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe pena eterna.
Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna».
Además, se puede considerar
otro argumento al comparar el castigo con el premio, porque: «por la misma
razón de justicia, se da castigo a los pecados y premio a los actos buenos».
Por consiguiente, si: ««el premio de la virtud es la bienaventuranza»
(Aristóteles, Ética, 1, 10), que es eterna, según se demostró (III, c.
140). (…) la pena por la cual es uno excluido de la bienaventuranza debe ser
también eterna. Por eso se dice en la Escritura: «E irán los malos al suplicio
eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25, 46)»[6].
747. –¿EL CASTIGO AL PECADO MORTAL, AUNQUE ÉSTE SEA
MUY GRAVE, NO PARECE EXCESIVO?
–Sobre el mal horrendo que es
el pecado, explicaba Santa Teresa de Jesús que, si se entendiese como queda el
alma con el pecado mortal: «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a
mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones». Los hombres,
al pecar mortalmente, están: «todos hechos una oscuridad, y así son sus obras».
La doctora de la Iglesia lo
ponía en claro con la siguiente analogía: «de una fuente muy clara lo son todos
los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de
aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres,
porque proceden de esta fuente de vida, adonde el alma está como un árbol
plantado en ella».
Advierte seguidamente, para
destacar el papel fundamental y decisivo de la gracia: «que la frescura y fruto
no tuviera si no le procediere de allí, que esto le sustenta y hace no secarse
y que dé buen fruto». De manera parecida: «el alma que por su culpa se aparta
de esta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor,
todo lo que corre de ella es la misma desventura y suciedad»[7].
Como consecuencia, cuando el
hombre: «cae en un pecado mortal: no hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan
oscura y negra, que no lo esté mucho más». Al alma en pecado mortal: «ninguna
cosa le aprovecha; y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere,
estando así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria; porque
no procediendo de aquel principio, que es Dios, de donde nuestra virtud es
virtud, y apartándonos de El, no puede ser agradable a sus ojos; pues, en fin,
el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle, sino hacer placer
al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha una
misma tiniebla»[8].
Por ello, decía Santa Teresa a
sus monjas: «Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay
cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino esta, pues acarrea
males eternos para sin fin. Esto es, hijas, de lo que hemos de andar temerosas
y lo que hemos de pedir a Dios en nuestras oraciones; porque, si El no guarda
la ciudad, en vano trabajaremos (Sal 126, 1-2)»[9].
Sobre la extrema gravedad del
pecado mortal y sus funestas consecuencias, nota San Agustín, en el último
lugar citado, que: «como cada uno queda encadenado por sus propios pecados, y
por sus propios pecados se castiga, por eso a los que estaban indebidamente
traficando en el templo, el Señor los echó con un látigo hecho de cuerdas(Jn 2,
15). El problema es que no quieres ahora romper tus ataduras, porque no las
sientes como ataduras; incluso te agradan, y te producen placer; pero las
sentirás al final, cuando se diga: «Atadlo de pies y manos, y arrojadlo a las
tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 22,
13)»[10].
748 –¿ES RECOMENDABLE EL SENTIR MIEDO POR EL
CASTIGO DE DIOS?
–Respecto al horror al pecado
mortal y al temor a la condenación, San Agustín enseñaba, en uno de sus
sermones, que el hombre debe confesarse a sí como pecador. Ante Dios debe
declarar: «Tú hiciste algo, y yo también hice algo. Lo que tú hiciste se llama
naturaleza; lo que yo hice se llama vicio».
Además, con el reconocimiento
de los propios pecados, que han sido contra Dios, y de « todo el mal causado a
los demás»[11],
debe elevar a Dios esta petición: «Si lo reconozco yo, perdónalo tú». Como
consecuencia: «Vivamos santamente y, aun viviendo santamente, no presumamos en
absoluto de carecer de pecado. Que la alabanza de la vida sea tal que reclame
el perdón»[12].
Se lee en la primera carta de San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado,
nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros»[13].
Nota San Agustín que, por el
contrario: «los hombres sin esperanza, cuanto menos atentos están a reconocer
sus pecados, tanto más curiosos son respecto de los ajenos. No buscan tanto qué
pueden corregir sino de qué murmurar, y como no pueden excusarse a sí mismos,
se muestran dispuestos a acusar a los demás».
Han de reconocerse los propios
pecados, tal como se dice en el salmo 50 («miserere»): «yo reconozco mi maldad,
mi pecado está siempre delante de mí»[14].
También admitir que: «El pecado (…) no puede quedar impune; sería una
injusticia. Sin duda alguna ha de ser castigado. Esto es lo que te dice tu
Dios: «El pecado debe ser castigado o por ti o por mí».
Igualmente advierte San
Agustín: «El pecado lo castiga o el hombre cuando se arrepiente, o Dios cuando
lo juzga; o lo castigas tú sin ti o Dios contigo. Pues ¿qué es el
arrepentimiento, sino la ira contra uno mismo? El que se arrepiente se aira
contra sí mismo».
Invita, por ello, que, por una
parte: «Áirate por haber pecado y, dado que te castigas a ti mismo, no peques
más. Despierta tu corazón con el arrepentimiento, y ello será un sacrificio a
Dios»[15].
Sólo nos pide Dios la sinceridad del reconocimiento de nuestros pecados.
Además, la sincera confesión del pecado mueve a Dios al perdón gratuito, tal
como se indica en este versículo de otro salmo: «Te declaré mi pecado, no te
oculté mi delito. Dije: «Confesaré mis culpas al Señor», y Tú perdonaste mi
culpa y mi pecado»[16].
Por otra, exhorta San Agustín:
«busca en el interior de tu corazón lo que es agradable a Dios. Haya contrición
en tu corazón. ¿Por qué temes que perezca un corazón contrito? Tienes en el
salmo: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro» (Sal 50, 12)»[17].
En la misma carta de San Juan, poco después del versículo citado se dice: «si
nuestro corazón nos reprocha, Dios es más grande que nuestro corazón»[18].
Con el remordimiento:
«sintamos desagrado de nosotros mismos cuando pecamos, ya que a Dios le
desagradan los pecados. Y ya que no podemos estar sin pecado (1 Jn 1, 8) seamos
semejantes a Dios al menos en el hecho de sentir desagrado por lo que le
desagrada. Aunque de modo parcial, te adhieres a la voluntad de Dios porque te
desagrada en ti lo que también detesta el que te creó. Dios es tu hacedor; pero
mírate a ti mismo y destruye en ti lo que no salió de su taller»[19].
Ante este temible castigo de
Dios, también Santo Tomás indica que: «contra este temor debemos emplear cuatro
remedios: El primero consiste en obrar bien. «¿Quieres no temer a la autoridad?
Obra el bien, y obtendrás de ella elogios» (Rm 13, 3)»[20].
Al respecto, también incitaba San Agustín a sus fieles: «Aprended, pues, a
desdeñar las cosas terrenas, si queréis servir a Dios con un corazón fiel.
¿Posees esa felicidad? No pienses que por eso eres bueno; más bien, hazte bueno
con ella. ¿No la tienes? No pienses que por eso eres malo, sino guárdate del
mal en que no cae el bueno»[21].
Añade Santo que: «El segundo
es la confesión y penitencia en cuanto a los pecados cometidos, con tres
características, dolor al considerarlos, humildad al confesarlos,
intransigencia al satisfacer por ello, de esta manera se expía la pena eterna»[22].
Frente a los numerosos y
grandes pecados del hombre arrepentido, ya el profeta Isaías anunciaba una
consoladora y gozosa esperanza, al referir que: «dice el Señor: aunque sus
pecados sean como la grana, como nieve serán blanqueados. Aunque sean rojos
como el carmesí, como lana blanca serán»[23].
Aún con la advertencia del reproche de la justicia de Dios, debe mantenerse la
esperanza en el perdón por su misericordia. Desde ella dice el Señor: «Se ha
turbado mi corazón dentro de Mí, y se han conmovido mis entrañas. No ejecutaré
el furor de mi ira» »[24],
Los otros dos remedios son los
siguientes: «El tercero es la limosna, que todo lo purifica. «Ganaos amigos con
el inicuo dinero, para que, cuando fallezcáis, os reciban en las moradas
eternas» (Lc 16, 9)». Concluía, por ello, San Agustín, en el mismo sermón: «No
reclamemos al Señor una recompensa terrena por nuestra vida santa. Dirijamos
nuestra atención a las cosas que se nos prometen. Pongamos nuestro corazón allí
donde no puede corromperse con las preocupaciones mundanas. Estas cosas que
entretienen a los hombres pasan, vuelan. La misma vida humana sobre la tierra
es vapor (Cf. St 4, 15)»[25].
El cuarto remedio lo
constituye la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, amor que cubre
los pecados en bloque. «Teniendo entre vosotros mismos constante caridad,
porque la caridad cubre multitud de pecados» (1 Ped 4, 8), «La caridad cubre
todas las faltas» (Prv 10, 12).»[26].
749. –Parece que las penas, o castigos, tienen un
carácter expiativo y, por tanto, purgativo, o purificador. ¿Las penas
divinas no deberían «terminar algún día»?
–Las penas divinas en la otra
vida son eternas. La tesis contraria, explica Santo Tomás: «parece haber tenido
origen indudablemente en la de algunos filósofos, que decían que todas las
penas eran purgativas, y así habían de terminar algún día».
Esta opinión filosófica, que
se encuentra en Orígenes y sus seguidores: «parecía verosímil por parte de la
costumbre humana, porque, según nuestras leyes, las penas se imponen para
enmienda de los vicios, y por eso son como ciertas medicinas». Este motivo es
lógico suponerlo también en la pena divina: «porque si quien castiga impusiera
la pena, no por algo, sino solamente por ponerla, resultaría que se gozaría en
las mismas penas, y esto no cabe tratándose de la bondad divina». Por
consiguiente, en el castigo divino: «no hay otro fin más conveniente que la
enmienda de los vicios» y debe ser, por ello, temporal.
Sin embargo, Santo Tomás no admite
que pueda afirmarse que: «todas las penas son purgativas y que, en
consecuencia, han de terminar alguna vez». El motivo también es filosófico, o
racional. Aunque «lo purgable es algo accidental a la razón de criatura y puede
quitarse sin destruir su propia substancia», y que: «Dios aplica las penas no
por sí mismas, como si se deleitara en ellas», no lo hace para la enmienda del
pecador, «sino por algo distinto, es decir para imponer a las criaturas el
orden, en el cual consiste el bien del universo».
El orden o leyes racionales,
que la Providencia divina ha inscrito en las criaturas y que les lleva a su
fin, o a su bien: «requiere que Dios distribuya todas las cosas
proporcionalmente; por lo cual se dice en el libro de la Sabiduría que
Dios lo hace todo con «peso, número y medida» (Sab 11, 21)», Orden que se
encuentra en lo específico y en lo individual. «Y así como los premios
corresponden proporcionalmente a los actos virtuosos, así deben corresponder la
penas a los pecados».
Por este motivo: «a ciertos
pecados corresponden penas sempiternas, según se ha demostrado». Por
consiguiente, hay que afirmar que: «Dios impone por ciertos pecados penas
eternas, para que se observe en las cosas el orden debido que manifiesta su
sabiduría».
750. –¿PODRÍA SOSTENERSE, TAMBIÉN COMO CONSECUENCIA,
QUE TODAS LAS PENAS QUE INFLIGE LA JUSTICIA HUMANA SON EXPIATIVAS Y
CORRECTIVAS?
–Puntualiza seguidamente Santo
Tomás que: «aunque alguien admita que todas las penas son aplicadas únicamente
para enmienda de las costumbres», y se haya probado que algunas penas divinas
son eternas, no se puede inferir que todas las demás penas son «purgativas y
terminables» una vez cumplida su misión. «Pues incluso según las leyes humanas,
algunos son castigados con la muerte, no ciertamente para enmienda personal,
sino para enmienda de los demás. Por eso se dice en los Proverbios:
«Castiga al hombre pestilencial y el necio será más sabio» (Prov 19, 25)».
También a otros se condena al
destierro perpetuo, porque igualmente: «según las leyes humanas, son
desterrados para siempre de la ciudad, con el fin de que con su destierro quede
más limpia la ciudad. Por ello, se dice en los Proverbios: «Echa fuera
al escarnecedor, saldrá con él la pendencia» (Prov 22, 10)».
El examen de la justicia
punitiva, permite concluir que, en ella: «aunque las penas se apliquen para
enmienda de las costumbres, nada impide que según el juicio de Dios, algunos
deban ser separados perpetuamente de la compañía de los buenos y castigados
eternamente, con el fin de que los hombres desisten de pecar por temor de la
pena perpetua».
Además, de manera parecida a
la que se aplica en la sociedad terrena, la pena eterna tiene como finalidad:
«que la sociedad de los buenos se purifique con la separación, según se dice en
le Apocalipsis. »En ella –es decir, en la Jerusalén celestial, que significa la
sociedad de los buenos– «no entrará ninguna cosa contaminada ni quien cometa
abominación y mentira» (Ap 21, 27)»[27].
751. –¿EL CASTIGO ETERNO CONSISTE SOLAMENTE EN LA
PRIVACIÓN DEFINITIVA DEL ÚLTIMO FIN?
–El castigo eterno puede
considerarse como doble, porque: «quienes pecan contra Dios han de ser
castigados no sólo con la privación perpetua de la bienaventuranza, sino
también con la de experimentar algo nocivo. Porque la pena debe corresponder
proporcionalmente a la culpa, según se ha dicho (III, 142)». La razón es
porque: «en la culpa no sólo se desvía la mente del último fin, sino que se
convierte también indebidamente a otras cosas tomándolas como fines. Por tanto,
quien peca no ha de ser castigado solamente con la privación del fin, sino
también con la de sentir daño, procedente de otras cosas»[28].
En la Suma teológica,
llega también a la misma conclusión. Parte del principio: «la pena es proporcional
al pecado», y tiene en cuenta que: «en el pecado debemos distinguir dos
aspectos: primero, la aversión del bien imperecedero, que es infinito y hace
que el pecado también lo sea; segundo, la conversión desordenada al bien
perecedero; y, por esta parte, el pecado es finito, al igual que el acto en sí
mismo considerado, que es también finito, pues los actos de la criatura no
pueden ser infinitos».
Aparecen de este modo dos
penas, porque, en cuanto: «a la aversión, le corresponde al pecado la pena de
daño, que es infinita, pues es la pérdida de un bien infinito, a saber de Dios.
En cambio, fijándonos en la conversión, le corresponde la pena de sentido, que
es finito»[29].
Además de la pena de daño, de
la privación de la visión de Dios, o de estar separado de Él, y de todos los
bienes que proceden de ello, en la condena por los pecados mortales sin
arrepentimiento, es necesaria también que se imponga la pena de sentido,
porque: «las penas se aplican por las culpas, para que por temor a las penas se
retraigan los hombres de pecar, según se ha dicho (III, c. 144). Pero nadie
teme perder lo que no desea conseguir. Luego quienes tienen la voluntad
apartada del último fin no temen ser excluidos de él. Por tanto, por la sola
privación del fin no se desviarían del pecado. En consecuencia, es menester
aplicar a los pecadores otra pena que les haga temer cuando pecan»[30].
Sin embargo, cuando reciba la
pena de daño y de sentido, el condenado comprenderá entonces lo que ha perdido
por su culpa, una felicidad a la que tiende por naturaleza y que no alcanzará
nunca al igual que nunca terminarán estas penas. Notaba el tomista
Garrigou-Lagrange: «El sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no
puede concebirse sino muy difícilmente en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma
no ha adquirido aún conciencia de su propia desmesurada profundidad, que sólo
Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes sensibles nos
enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y
del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro fin,
que sólo Él es el Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como
hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza suprema, es, a menudo, contrarrestada e
impulsada en sentido opuesto por la atracción de las cosas inferiores»[31].
Se advierte igualmente que es
necesaria que se imponga la pena de sentido al juzgar al pecador, porque, como
argumenta Santo Tomás: «Si alguien usa desordenadamente de lo que es para un
fin, no sólo es privado del fin, sino que incurre también en otro daño, como lo
vemos claramente cuando se toma alimento sin moderación, el cual no da robustez
y produce enfermedades. Quien sitúa su fin en las cosas creadas no usa de ellas
como debe, es decir, refiriéndolas al fin último. Luego, no solamente debe ser
castigado con la privación de la bienaventuranza, sino también sufriendo algún daño
por parte de las cosas mismas»[32].
Santa Catalina de Siena, a
quien Dios, como a otras almas, le concedió un conocimiento mayor de estos
castigos, nombraba cuatro principales. El primero es la visión de Dios. Para
los condenados: «la pena es tan grande, que, si les fuera posible, elegirían
antes el fuego y los más terribles tormentos», con tal de no estar privados de
esta visión. «Este tormento despierta en ellos el segundo: el gusano de la
conciencia, que roe siempre». La visión de los demonios es el tercer tormento,
«porque al verlos (los condenados) se conocen mejor a sí mismos». El fuego es
el cuarto tormento. «Este fuego arde y no consume, porque el alma no puede ser
consumida en su ser», porque es espiritual, pero si, «por divina justicia», que
le aflija tal fuego. «De estos cuatro tormentos proceden todos los demás: frío,
calor y rechinar de dientes»[33].
Nota, por último, Santo Tomás
que: «De aquí que la Sagrada Escritura amenace a los pecadores no sólo con la
privación de la gloria, sino también con la aflicción de las otras cosas. Pues
se dice: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y
sus ángeles» (Mt 25, 41). Y también: «Hará llover sobre los pecados carbones
encendidos, fuego y azufre; y un huracanado torbellino será parte de su cáliz» (Sal
10, 7)»[34].
752. –EN ESTA VIDA, LOS JUECES IMPONEN PENAS DE
SENTIDO. ¿LES ES LÍCITO?
–Afirma Santo Tomás, en el
último de esta serie de capítulos sobre los castigos, que: «es justo castigar a
los malos, porque las culpas se corrigen por las penas, según se ha dicho (III,
c. 140); no pecan, pues, los jueces al castigar a los malos». A los jueces, por
tanto, obran legítimamente: «cuando castigan a los malos, puesto que nadie peca
cuando hace justicia».
Además, es justo que se
castigue con estas penas, porque: «como algunos, entregados a las cosas
sensibles, sólo se cuidan de lo que se ve, menospreciando las penas infligidas
por Dios, dispuso la divina providencia que, en la tierra, hay hombres que con
penas sensibles y presentes obliguen a algunos a la observancia de la
justicia».
Se puede probar que «castigar
a los malos no es esencialmente malo», porque: «El bien común es mejor que el
bien particular de uno. En consecuencia, el bien particular de una solo ha de
sacrificarse para conservar el bien común. Pero la vida de algunos hombres
perniciosos impide el bien común, que es la concordia de la sociedad humana.
Luego, tales hombres han de ser apartados de la sociedad humana mediante la
muerte».
Se comprende la licitud de
esta pena máxima, porque: «Así como el médico intenta con su actuación procurar
la salud, que consiste en la concordia ordenada de los humores, así el jefe de
la ciudad intenta con su actuación la paz, que consiste en la concordia
ordenada de los ciudadanos. Pero el médico corta justa y útilmente el miembro
pútrido si éste amenaza corromper al cuerpo. Según esto, justamente y sin
pecado mata el que rige la ciudad a los hombres perniciosos para que la paz de
la misma no se altere».
Esta tesis se ve confirmada en
la Escritura. Sobre el castigo: «dice San Pablo: «¿no sabéis que un poco de
levadura hace fermentar toda la masa?» (1 Cor 5, 6). Y poco después, añade:
«Quitad al malvado de entre vosotros mismos» (1 Cor 5, 13). Y sobre: «la
potestad terrena se dice: «No en vano lleva la espada, pues es ministro de
Dios, vengador para castigo del que obra el mal» (Rm 13, 4). Y en la primera
carta de San Pedro: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana,
ya al emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados suyos,
para castigo de los malhechores y elogio de los buenos» (1 Ped 2, 13-14)».
753. –EXPLICA EL AQUINATE QUE ALGUNOS DECÍAN QUE: «NO
ES LÍCITO IMPONER CASTIGOS CORPORALES, ALEGANDO A FAVOR DE SU ERROR LO QUE SE
LEE EN LA ESCRITURA: «NO MATARÁS» (Ex 20, 13) y se vuelve a insistir en San Mateo (Mt 5, 21)». Además,
también aducían: «lo que se dice que respondió el Señor a los criados que
querían recoger la cizaña de entre el trigo: «Dejad que ambos crezcan hasta la
siega» (Mt 13, 30). Y por cizaña se entiende, según se dice en el mismo lugar
«los hijos del maligno», y por siega, «la consumación del siglo» (v. 38 y
ss.)». Se infiere de ello que: «no se debe matar a los malos por separarlos de
los buenos». Por último, alegan que: «mientras el hombre está en el mundo puede
hacerse mejor. Por tanto, no se le ha de separar del mundo por la muerte, sino
que se ha de conservar para que haga penitencia». ¿Cuál es la replica del
Aquinate?
–Considera Santo Tomás que los
tres argumentos son insubstanciales. El primero, porque: «en la ley que dice:
«No matarás» (Ex 20, 13)»[35],
pero se añade, poco después, una serie de castigos con la muerte, por ejemplo
«el que hiere a un hombre matándolo voluntariamente, muera de muerte»[36].
Con todo ello: «se da a entender que la muerte injusta está prohibida».
En cuanto al segundo
argumento: «se prohíbe la muerte de los malos allí donde no puede hacerse sin
peligro de los buenos; cosa que acontece ordinariamente cuando todavía no se
han distinguido los malos de los buenos por pecados manifiestos o cuando se
teme el peligro de que los malos arrastren tras de sí a muchos buenos». No se
prohíbe, sin embargo, su muerte si no hubiera estos peligros.
Respecto al tercer y último
argumento, nota, por una parte, que sobre la posibilidad de la enmienda de los
malos mientras vivan: «no es obstáculo para que se les pueda dar muerte
justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que
el bien que se espera de su enmienda». Por otra parte: «los malos tienen en el
momento mismo de la muerte poder para convertirse a Dios por la penitencia. Y
si bien están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón
de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se corregirían
de ella»[37].
En definitiva, Santo Tomás
considera que, por derecho natural, la autoridad civil puede utilizar los
medios necesarios para conservar el bien común, como es su deber, y, por tanto,
castigar con la muerte, cuando sea el único medio posible para cumplirlo[38].
Eudaldo Forment
[31] R.
Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma,
Madrid, Rialp, 1951, p. 148.
[38] La Iglesia
católica siempre ha considerado, en su magisterio ordinario e incluso en
concilios, que la sanción penal suprema es lícita, pero no que sea
necesaria. Es siempre el derecho positivo, como defensor del bien común, al que
corresponde legítimamente determinar las penas correspondientes de acuerdo con
la gravedad de los delitos y circunstancias.
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