Mis primeras palabras son, lógicamente, para manifestar
un agradecimiento grande y sincero. En primer lugar a mi prelado, el Señor
Arzobispo de Sevilla, Don Carlos, por estar aquí y compartir con nosotros estas
horas en las que reflexionamos sobre la naturaleza y la responsabilidad de
nuestro ser sacerdotal. En segundo lugar, a los organizadores de estos
Coloquios por la invitación a participar en el Ciclo, invitación que me permite
compartir con ustedes una misma fe y una misma esperanza. Finalmente, pero no
en último lugar, agradecer a ustedes su presencia y su amistad.
Mi
aportación se centra en la “teología” del
sacerdocio. Esta consideración de la teología del sacerdocio, sin embargo, está
al servicio de las consideraciones que se puedan hacer en torno a la
espiritualidad sacerdotal. Busca destacar, por tanto, lo que podríamos llamar
señas de identidad. Y es que el mejor modo de facilitar el camino a una
auténtica espiritualidad sacerdotal es exponer y desarrollar una teología del
sacerdocio. Y es que, como se ha escrito con razón, la espiritualidad no es un
añadido piadoso, sino expresión del ser cristiano. De ahí que teología
espiritual y teología dogmática estén en estrecha conexión, de forma que la
dogmática es como el pórtico o introducción a la espiritualidad (1). Me ceñiré,
pues, a exponer aquellas líneas de fuerza de la teología del sacerdocio que
constituyen, por así decirlo, puntos necesarios de referencia para una correcta
espiritualidad sacerdotal.
SACERDOTES, ¿PARA QUÉ?
Quizás no
esté demás iniciar nuestra consideración con una pregunta que, como algunos
recordarán, estuvo muy presente en las reuniones sacerdotales durante decenios:
“en un mundo secularizado, ¿sacerdotes para qué?”. En
el fondo, se trata de la pregunta por la propia identidad. De entre las
diversas formulaciones posibles de esta pregunta que atormentó a no pocos, he
escogido esta de J. Anouilh por su belleza literaria y porque plantea la
cuestión en forma directa: «¿Has oído ya a los
sacerdotes de Tebas, cómo recitan la fórmula? ¿Has visto esas pobres fachas de
empleados fatigados, cómo simplifican los gestos, engullen las palabras,
despachando de prisa a este muerto para encargarse de otro antes del almuerzo
de mediodía…? ¿Es que no se te ha ocurrido pensar que, si fuera un ser al que
tú amabas verdaderamente eso que está ahí, extendido en esa caja, romperías de
golpe a aullar? ¿A gritarles que se callasen, que se marchasen…? Ese pasaporte
irrisorio, ese mascullar en serie sobre sus despojos, esa pantomima de la que
tú misma habrías sido la primera en avergonzarte y en sufrir si se hubiese
representado…¡Es absurdo!» (2).
Lo que
Anouilh dice de los sacerdotes de Tebas en esta réplica existencialista a la
Antígona de Sófocles, se está diciendo de los sacerdotes de París o de Madrid.
Se puede entender como dicho de todo aquel que convierte lo sagrado en la
triste tarea de un empleado fatigado, de un rito vacío que se atropella, de un
funcionario. Pero hay mucho más en el párrafo: lo que se cuestiona con el
pretexto de la forma atropellada en que los sacerdotes de Tebas recitan sus
oraciones sobre los difuntos, es el mismo sacerdocio, cuando no responde a la
realidad de las cosas, es decir, cuando es mera charlatanería, pura pantomima.
Y se critica sencillamente, porque es absurdo un rito del que no se espera
nada. Se comprende que, de una forma u otra, sea esta la visión que tiene del
sacerdote quien no cree en su Dios. Así aparece ante los ojos de la desengañada
Antígona de Anouilh el sacerdocio de Tebas, en el que ya no cree, porque
tampoco cree en sus dioses. Si acaso, Antígona sólo cree en un destino ciego e
implacable que, precisamente por esto mismo, torna ridículo todo rezo sobre los
despojos de su joven hermano. Y con esto venimos a algo que debe tenerse en
cuenta a la hora de la teología del sacerdocio: el sacerdocio pertenece al
ámbito de lo sagrado.
EL SACERDOTE, HOMBRE DE
LO SAGRADO
Siguiendo
la conocida expresión paulina (cfr Tim 6,11), se ha insistido constantemente en
que el sacerdote es y debe ser homo Dei,
hombre de Dios. Puede decirse también con toda razón que el sacerdote es el
hombre de lo sagrado. Así lo subraya el Concilio Vaticano II: «el mismo Señor constituyó ministros a algunos (de los
cristianos) que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los
fieles, tuvieran el poder sagrado del orden, para ofrecer el sacrificio
y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la
función sacerdotal en favor de los hombres, para que los fieles se fundieran en
un solo cuerpo» (3).
Configurado
sacramentalmente con Cristo de forma que pueda impersonarle,
es decir, actuar in persona Christi et nomine
Ecclesiae, el sacerdote tiene una misión de naturaleza estrictamente
sagrada. Él es el hombre de lo sagrado: el hombre del sacrificio y del perdón
de los pecados; el que habla en nombre de Cristo con poder de interpelar a los
hombres en nombre de Dios, con poder también de “atar
y desatar” en el tribunal de la penitencia; él tiene como tarea edificar
a la Iglesia en una forma insustituible y única, pues ejerce su “función sacerdotal en favor de los hombres, para que los
fieles formen un solo cuerpo”. El sacerdote es un hombre poseído y
envuelto de una forma particular por el misterio de Cristo y de la Iglesia, él
está inmerso en el misterio de Cristo Cabeza de la Iglesia, insertado en este
misterio como el sarmiento en la vid.
LA RADICAL NOVEDAD
CRISTIANA
La
respuesta por el sentido del sacerdocio cristiano encuentra su contexto
adecuado, cuando se tiene presente la radical novedad cristiana con respecto a
toda otra religión. Esta radical novedad estriba en el hecho de la Encarnación.
Es Dios mismo quien se ha hecho hombre y en la noche suprema de la Última Cena
habló de tenernos unidos a sí mismo como el sarmiento a la vid (cfr Jn 15,
1-7). Como escribe, Mons. Del Portillo, «este rasgo
–este progresivo acercamiento de Dios al hombre, esta gratuita apertura al
hombre de la intimidad divina– caracteriza de modo propio y singular la
religión proclamada por Jesucristo, y la distingue radicalmente de cualquier
otra: el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre,
sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre» (4).
En la
religión cristiana, la iniciativa divina es lo primero. Es Dios quien busca al
hombre hasta el punto de hacerse Él mismo hombre. En la salvación del hombre,
la iniciativa, en todos sus aspectos, es siempre divina. De ahí que el concepto
vocación sea un concepto clave en el cristianismo. Aún la primera conversión es
ya respuesta a una llamada: a la vocación a la fe. En este contexto de
iniciativa divina se sitúa el sacerdocio cristiano en su propia naturaleza, en
la razón de su existencia y en su actividad: iniciativa divina de ofrecer la
salvación a la humanidad haciéndose presente por medio de unos hombres,
iniciativa divina con la que, de entre el pueblo sacerdotal, elige a esos
mismos hombres para hacerse presente en la comunidad a través de ellos.
EL SACERDOTE, ALTER
CHRISTUS
La
sacralidad del sacerdote está caracterizada por su relación a Cristo en su
sacerdocio. En realidad, es toda la Iglesia la que está relacionada a Cristo,
el cual es esencialmente Mediador y Sacerdote. El sacerdocio ministerial está
al servicio de un pueblo que es todo él “gente
santa y sacerdocio real”. La relación del sacerdocio ministerial con
Cristo es tan estrecha que los textos del Magisterio hablan de una
configuración del sacerdote con Cristo gracias a la cual él puede actuar en la
persona de Cristo Cabeza. Los presbíteros –dice el Concilio Vaticano II
recogiendo una expresión teológica de tradición multisecular–, por el
sacramento del orden, «son sellados con un carácter
especial, y se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en
la persona de Cristo Cabeza» (5). Se trata, pues, de una configuración
por la que el sacerdote es poseído, abrazado, envuelto –transformado– por y en
Cristo Sacerdote y Cabeza de la Iglesia, para servir sacerdotalmente a esa misma
Iglesia. Una configuración que lleva consigo que se pueda decir con toda verdad
que el sacerdote es alter Christus.
La
afirmación de que el sacerdote es alter Christus tiene una larga tradición en
la teología y en el Magisterio de la Iglesia (6). El Cardenal Mercier calificó
esta expresión como “una especie de adagio
teológico” con el que la tradición cristiana expresa sus sentimientos
hacia el sacerdocio (7), y basa en este axioma gran parte de su argumentación
en torno a la santidad sacerdotal. El Magisterio usa esta expresión con
relativa frecuencia: unas veces exhortando a imitar a Cristo de modo profundo;
otras, en el interior de una concepción del sacerdocio centrada en la unción
sacerdotal y en el carácter y, en consecuencia, en la noción aneja agere in
persona Christi (8). El Concilio Vaticano II, aún sin usar exactamente la
expresión alter Christus, también tiene muy presente la afirmación de la
identificación del sacerdote con Cristo: «Siendo,
pues, que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo,
tiene también la gracia singular de -al mismo tiempo que sirve a la grey
encomendada y a todo el pueblo de Dios- poder conseguir más aptamente la
perfección de Aquél, cuya función representa, y que sane la debilidad de la
carne humana, la santidad de quien se hizo por nosotros Pontífice “santo,
inocente, inmaculado, apartado de los pecadores” (Heb, 7,26)».
PROPOSICIONES CAPITALES
DEL CONCILIO VATICANO II
Los
estudiosos convergen en recalcar la nueva perspectiva teológica que introduce el
Concilio Vaticano II en el tema del sacerdocio ministerial. Podríamos decir que
se trata de una amplísima perspectiva, que abarca numerosos campos. Desde
luego, el centro es la consideración del misterio de la Iglesia, tal y como se
hace en la Constitución Lumen gentium.
En esta Constitución, como es sabido, la Iglesia es considerada ante todo como
misterio y también como pueblo sacerdotal, en el cual se inserta el sacerdocio
ministerial. El célebre número 10 de Lumen
gentium reviste una gran
importancia para nuestro estudio. También es de una gran importancia para
nuestro tema el aprecio que se hace en esa misma Constitución de las tareas
seculares como dimensión en la que el hombre se encuentra con Dios.
Yendo
específicamente a la consideración teológica del sacerdocio ministerial, el
Concilio introduce un nuevo planteamiento teológico con respecto a la teología
anterior. El Vaticano II, como hace notar Ramón Arnau, toma como punto de
partida la sacramentalidad del episcopado y desde aquí considera la sacramentalidad
del presbiterado. A su vez, tanto el episcopado como el presbiterado son
considerados desde la misión de Cristo y de los Apóstoles (cfr nn. 18-21) en la
que se engloba también la relación con la Eucaristía. En consecuencia, «por la ordenación, bien sea la episcopal o presbiteral,
que confiere el sacramento del orden, el ordenado queda incorporado a la misión
de Cristo y es revestido con el poder del Espíritu Santo» (10).
En el
texto conciliar se habla de la fuerza del Espíritu Santo, de la configuración
con Cristo, de la participación en su misión. Con respecto al episcopado queda
bien clara la fuerza transformadora de la consagración en el obispo: ella
confiere la plenitud del sacramento del orden. «Enseña
el Santo Sínodo que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del
sacramento del orden» (11). Con respecto al presbiterado nos salen al
paso con frecuencia descripciones de su sacramentalidad con párrafos como éste:
«Por el Sacramento del Orden, los presbíteros son
configurados a Cristo Sacerdote como miembro con su Cabeza para la
estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como
cooperadores del orden episcopal» (12).
Configuración
con Cristo, edificación de la Iglesia en cuanto cooperadores del orden episcopal
aparecen siempre estrechamente unidos, tan unidos, que a veces se habla de esta
configuración con Cristo como configuración con su misión. Esto es lo lógico,
sobre todo en la perspectiva del Concilio Vaticano II, que no es otra que la de
considerar el sacerdocio desde la perspectiva del ministerio apostólico. He
aquí una de las formulaciones de este mismo asunto ofrecidas más tarde en la
Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis:
«El ministerio ordenado surge con la Iglesia y
tiene en los obispos y en relación y comunión con ellos también en los
presbíteros, una referencia particular al ministerio originante de los
Apóstoles, al cual sucede realmente, aunque el mismo tenga modalidades
diversas» (13).
Tiene una
gran intencionalidad teológica la observación de que el ministerio ordenado
surge con la Iglesia, de forma
que sin él la Iglesia no subsistiría y, al mismo tiempo, ese ministerio dice
una relación tan esencial a la Iglesia, que sin estar al servicio de ella no
tiene sentido. En esta perspectiva, se puede decir que la teología de nuestra
época incorpora en una síntesis armónica la perspectiva eucarística en que el
Concilio de Trento consideró el sacerdocio y la perspectiva misional en que la
considera el Vaticano II. He aquí un texto entre otros muchos, tomado del
Catecismo de la Iglesia Católica: «Nadie se
puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El
enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la
autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en
nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser
dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia autorizados y habilitados
por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad [el “poder sagrado”]
de actuar “in persona Christi Capitis» (14).
El
servicio a la comunidad sacerdotal es hablarle a ella en nombre de Cristo
sacerdote, con la autoridad de Cristo. En este contexto de misión y de
distinción con respecto a la comunidad se encuentra la configuración con Cristo
que hace al sacerdote actuar “in persona Christi
Capitis”
LA ACTUACIÓN IN PERSONA
CHRISTI
El
sacerdote es enviado para actuar en la comunidad en nombre o persona de Cristo.
Para comprender la profundidad de esta expresión y la radicalidad de sus
consecuencias con respecto a la sacralidad del sacerdocio, conviene recordar
que la expresión in persona Christi no
ha nacido como una frase piadosa para exaltar la “dignidad
del sacerdocio católico”, sino como ineludible exigencia teológica
basada en la íntima estructura de la Mediación de Cristo. En efecto,
precisamente porque la mediación, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo son
únicos, el sacerdocio ministerial ni hereda, ni sucede, ni se suma al
sacerdocio del único Mediador; las acciones ministeriales no son acciones que
se añaden o se yuxtaponen a la acción con la que Cristo reúne y santifica a su
Iglesia, sino que son acciones instrumentales a través de las cuales Cristo
mismo sigue ejerciendo su sacerdocio (15). Podemos decir que impersonar a
Cristo y ser enviado, que consagración y misión, son las dos caras de una misma
y única moneda. Es Cristo el único sacerdote: participar en su misión de
servicio a la Iglesia implica la configuración sacramental con Él y, a su vez,
esa consagración sacramental es participación en su ministerio sacerdotal. Es
Cristo el centro y la razón del sacerdocio cristiano; también la razón de su
identidad y de su peculiar novedad con respecto a todo otro sacerdocio.
La
sacramentalidad del ministerio ordenado es un hecho radicado en la novedad de
Cristo y en la perfección del culto tributado por Cristo al Padre. Esta
perfección consiste precisamente en que Cristo ha sustituido las ceremonias de
la Ley antigua con el ofrecimiento de su propia vida en el Calvario. Este acto
de infinita caridad y obediencia es el acto supremo del Mediador, que anuda en
sí los demás actos y ministerios a través de los cuales el Mediador ejerce su
mediación. En consecuencia, el sacerdocio ministerial no añade, ni puede añadir
nada, a la mediación o al sacerdocio de Cristo; sencillamente presencializa a
Cristo en su Iglesia, sirviéndole de instrumento. La expresión in persona Christi Capitis significa esa estrecha relación entre el
sacerdote y el Mediador.
No se
encuentran palabras para expresar con suficiente fuerza la misteriosa unión que
se da –sobre todo en el momento supremo de la renovación del Sacrificio del
Calvario– entre Cristo Sacerdote, que se ofrece por manos de sus sacerdotes, y
el sacerdote que en ese momento le sirve de instrumento libre y consciente. El
carácter sacramental con que es sellado el sacerdote, al configurarle con
Cristo, tiene como finalidad posibilitar esta impersonificación de Cristo (16).
Como escribe J. H. Nicolas, «Jesús no tiene
sucesor. Si toda la salvación está en Cristo, no se podrá encontrar en los
otros más que en la conformación con El, como dependiendo de El en acto, cosa
que es particularmente verdadera del sacerdocio: Cristo es el único sacerdote,
porque es el único mediador. El sacerdocio en la Iglesia no puede concebirse de
otra forma más que en función del de Cristo (…) La mediación que ejerce el
sacerdote ordenado en la acción sacramental –especialmente en la celebración de
la Eucaristía–, es la mediación de Cristo visibilizada» (17).
En
consecuencia, la respuesta a la pregunta por el sentido del sacerdocio en una
sociedad secularizada no puede ser otra que esta: hacer presente a Cristo de
forma que sea el mismo Cristo quien, a través del sacerdote, ofrezca a su Padre
el culto perfecto; ofrezca también su perdón, su cuerpo y su palabra a los
hombres: «Cristo Pastor está presente en el
sacerdote para actualizar continuamente la llamada a la conversión y a la
penitencia, que prepara la llegada del Reino de los Cielos (cfr Mt 4, 17). Está
presente para hacer comprender a los hombres que el perdón de las faltas, la
reconciliación del alma con Dios, no podría ser el fruto de un monólogo –por
aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica–, que nadie puede
autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus
pecados a la Iglesia-institución, al hombre-sacerdote, permanente testigo
histórico en el sacramento de la penitencia, de la radical necesidad que la
humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador»
(18).
Conviene
insistir en que el sacerdote es configurado con Cristo para que pueda actuar en
persona de Cristo, Cabeza y Pastor de
la Iglesia, en la variedad de tareas que comporta su quehacer sacerdotal, es
decir, en toda la variada amplitud de su ministerio: no sólo en la celebración
del Santo Sacrificio, sino también en el sacramento del Perdón, en el
ministerio de la palabra, en la edificación de la Iglesia. El texto citado hace
un momento, hace hincapié en el ministerio del perdón con todo lo que ello
lleva consigo: llamada a la conversión, haciendo comprender a los hombres que
nadie puede por sí solo autopacificarse la conciencia y, en consecuencia,
poniendo de relieve la radical necesidad que el hombre tiene de la redención en
Cristo, una redención que no es resultado de una conquista personal, que no es
autoredención, sino que es donación gratuita y graciosa.
Quizás
sea este uno de los temas que más crispan a la sociedad secularizada: la
llamada de atención sobre la pecaminosidad del hombre y la afirmación de la
imposibilidad de autorredención. Puede decirse que esta rebelión es esencial a
lo que caracteriza al secularismo: la exaltación de la autonomía del hombre
frente a toda otra existencia, incluso frente a la existencia de Dios. Hay algo
diabólico en esto. El joven Marx lo expresó con brillantez cuando dijo que el
único pecado que el hombre puede cometer es el del arrepentimiento (19). Se
comprende que la injusticia sea inseparable de una sociedad así. Una sociedad,
en efecto, en la que el arrepentimiento es considerado como claudicación de la
propia dignidad humana no sólo es injusta, sino que se presenta incapaz de
reparar las injusticias que comete. La opción preferencial por los pobres se
hace entonces especialmente urgente, totalmente necesaria.
Al impersonar a Cristo, el sacerdote da respuesta
a los más íntimos anhelos del corazón humano y, a su vez, interpela a los
hombres y a la sociedad actual hacia la conversión interior. El cristianismo es
una oferta de “plenitud gratuita” al hombre,
una oferta que responde a las exigencias más íntimas sembradas por el Creador
en el corazón humano y, al mismo tiempo, las sobrepasa. En este sentido, el
cristianismo es respuesta válida a todas las cuestiones que se plantea el
hombre de nuestra época. Pero el sentido del sacerdocio no se limita al hecho
de dar respuesta a los interrogantes que se plantea el hombre; es además –y
primordialmente– llamada a la conversión, cuestionamiento de las falsas
seguridades con que se autoengaña el hombre, derribamiento de idolatrías,
actualización de la llamada dirigida por Dios al hombre para hacerle hijo suyo
en Cristo mediante la gracia. El sacerdote es permanente testigo histórico de
la necesidad de la redención; es “actualizador” de esa redención que proviene
de la Cruz.
EL SACERDOCIO
MINISTERIAL EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
La
expresión in persona Christi Capitis Ecclesiae nos lleva a la consideración de que la razón de
ser del sacerdocio está relacionada indisolublemente con su servicio a la
Iglesia. El sacerdote, en palabras del Sínodo de los Obispos de 1971, «es el patrocinador tanto de la primera proclamación del
Evangelio para reunir la Iglesia, como de la incansable renovación de la
Iglesia ya congregada. Faltando la presencia y la acción de su ministerio, que
se recibe por la imposición de las manos junto con la oración, la Iglesia no
puede tener plena certeza de su fidelidad y de su continuidad visible» (20).
El
sacerdote es hombre de lo sagrado; puede describirse también como un “hombre de Iglesia”. La expresión puede parecer
imprecisa, pero entraña gran riqueza de significados: implica todo lo que
comporta la vida de un hombre que no tiene otro sentido que el servicio
ministerial a la Iglesia. La expresión de la actuación del sacerdote in persona Christi
suele ir acompañada de otra expresión también de honda raigambre
teológica a la hora de referirse al ministerio sacerdotal o a la oración
sacredotal: in persona, o más frecuentemente, nomine Ecclesiae. Tomás de Aquino aquilató su significado
con las siguientes palabras: «En las oraciones de
la misa, el sacerdote habla ciertamente in persona Ecclesiae, en cuya
unidad permanece. Pero en la consagración del sacramento habla in persona
Christi cuyas veces hace en esto en virtud de la potestad de orden. Y, por
tanto, el sacerdote separado de la unidad de la Iglesia celebra la misa, porque
no pierde la potestad de orden, consagra el verdadero cuerpo y sangre de
Cristo; pero, como está separado de la unidad de la Iglesia, sus oraciones no
tienen eficacia» (21).
Nótese
que no se está hablando de la santidad del sacerdote sino de su communio con
la Iglesia. El mismo Santo Tomás lo puntualiza en otro lugar: «El sacerdote pronuncia la oración en la misa en la
persona de toda la Iglesia de la que es ministro. Y este ministerio permanece
también en los pecadores (…) Por ello, en este sentido, es fructuosa la oración
del sacerdote pecador en la misa» (22). Como quedó aclarado desde el
rechazo del donatismo, la santidad de la Iglesia reconoce la validez del actuar
de sus ministros, incluso aunque sean pecadores. Por eso, en este asunto, la
cuestión estriba en la communio, no en la falta de santidad del sacerdote.
Por el
sacramento del orden, el sacerdote es configurado con Cristo, es asumido
misteriosamente por Jesucristo hasta el punto de poder actuar in persona
Christi; también actúa en muchos de esos actos in
nomine totius Ecclesiae. Como escribe Marliangeas, «no se trata de dos referencias yuxtapuestas al mismo
nivel. Siguiendo los textos, aparece que la acción in persona Ecclesiae se
sitúa en el interior mismo de la acción in persona Christi, si se considera al
Cristo total. En efecto, en la acción in persona Christi en sentido
estricto el sacerdote representa a Cristo, Cabeza y Señor de la Iglesia; y en
la acción in persona Ecclesiae representa el Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia (…) Y esto por el hecho de actuar como representante de Cristo–Cabeza,
y no por cualquier delegación que venga de abajo, de los miembros de la
Iglesia» (23).
En el ser
sacerdotal, la dimensión eclesiológica es inseparable de la dimensión
cristológica. Y ambas son inseparables de la referencia a lo sobrenatural, a
Dios. Mons. Blázquez lo ha expresado con frase feliz: «El
sacerdote por su acción in persona Cristi expresa el sí irrevocable de
Dios a los hombres; y el actuar in persona Ecclesiae significa el sí
fiel de los hombres a Dios. Los dos movimientos no son líneas asíntotas; se han
encontrado en Jesucristo» (24). En efecto, es Jesucristo quien dice ese
amén a través de su Iglesia, y es la Iglesia, precisamente por su unión
esponsal con Cristo la que dice a Dios ese mismo amén en Jesucristo.
En estos
dos amén,
que forman uno solo, encuentra su sentido el sacerdocio. El sacerdote, en
efecto, no tiene otra razón de ser que servir de instrumento a Cristo, para que
siga ejerciendo su sacerdocio en el tiempo, y ofertando la salvación en un amén
constante de donación de lo divino a los hombres; él sirve también de
instrumento a la Iglesia para decir su amén de respuesta a Dios. De una forma u otra en que
se considere este asunto, inmediatamente nos sale al paso el misterio, lo
sobrenatural, lo trascendente como dimensión esencial del sacerdocio. En otras
palabras, el misterio de la comunión de Dios con los hombres, es decir, el
misterio de la conversión interior y de la santidad. «La
Iglesia –escribía el Cardenal Wojtyla–, es consciente de que la santidad es,
por decirlo así, su razón más profunda de ser, que es la consecuencia
fundamental de su misterio interior, es decir, de su constitución divina»
(25).
LA EDIFICACIÓN DE LA
IGLESIA
«Los presbíteros –dice Presbyterorum ordinis–, ejerciendo según
su parte de autoridad el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre
del obispo, a la familia de Dios (…) Para el ejercicio de este ministerio, lo
mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere potestad
espiritual, que ciertamente se da para la edificación» (26).
He aquí
una tarea propia del presbítero: edificar la Iglesia. Todos los cristianos, al
ser partícipes de la única misión de la Iglesia, contribuyen a su edificación,
a su crecimiento. El sacerdote no sólo contribuye al crecimiento de la Iglesia,
sino que lo hace en un modo especial: edifica la Iglesia en una forma única e
insustituible. Por eso nació con la misma Iglesia. Él es el que da forma
a una auténtica comunidad cristiana. Lo afirma expresamente Presbyterorum ordinis, al hablar de los
deberes pastorales de los presbíteros: «El deber de
pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que propiamente
se extiende también a la formación de la auténtica comunidad cristiana»
(27). No hay comunidad cristiana en el sentido riguroso de esta expresión, si
no es por el ejercicio del sacerdocio ministerial.
Al llegar
aquí hemos de volver los ojos una vez más al acto supremo del ministerio
sacerdotal: la celebración eucarística, pues «no se
edifica ninguna comunidad cristiana, si no tiene como raíz y quicio la
celebración de la sagrada Eucaristía» (28). Puede decirse que no existe
edificación posible de la Iglesia si no es por la Eucaristía por la que Cristo
se ofrece a Sí mismo y a todo su Cuerpo como ofrenda grata a Dios. Es decir, no
hay edificación de la Iglesia, si no es mediante el acto supremo del amén de
Cristo, que entraña y envuelve en sí el amen de la Iglesia.
Poco
antes de ser elegido sucesor de Pedro, el Cardenal Wojtyla, establecía las
coordenadas teológicas que le sirviesen de pórtico para hablar de la santidad
sacerdotal en estas dos proposiciones: 1) El
sacerdote, hombre abrazado por el misterio de Cristo; 2) el sacerdote, hombre
que de una forma particular edifica la comunidad del Pueblo de Dios.
La
consideración de hombre poseído por el misterio de Cristo -escribe el Cardenal
en este artículo significativamente publicado en el primer número de “Seminarium”-, aunque también se puede aplicar a
los laicos en razón del sacerdocio bautismal, se aplica directamente al
sacerdote. El sacerdote, en efecto, se encuentra, por así decirlo, en el centro
del misterio de Cristo, que abraza constantemente a la humanidad y al mundo. El
sacerdote actúa in persona Christi,
sobre todo, cuando celebra la Eucaristía. El
sacerdote, además, edifica la Iglesia en forma única e insustituible en el
sentido de que él no es sólo un hombre para los otros, sino que ayuda a los
otros a convertirse en comunidad, a vivir la dimensión social de su fe y de su
cristianismo» (29).
El
Cardenal Wojtyla no se está refiriendo aquí exclusivamente al ejercicio del
sacerdocio en la celebración de la Eucaristía, que es la clave cuando se habla
de la peculiar forma en que el sacerdote edifica la Iglesia; se refiere además
a las otras tareas sacerdotales derivadas de este ministerio con las que el
sacerdote también edifica la Iglesia en la forma en que le es propia. Pensemos,
p. e., en el ministerio de la palabra, que el sacerdote ejercita también in persona Christi, un ministerio por el que
convoca a los hombres y los congrega en el pueblo de Dios. En consecuencia, el
sacerdote, cualesquiera que sean las circunstancias en las que se encuentre,
lleva siempre consigo la responsabilidad de ser representante de Jesucristo
Cabeza de la Iglesia, y no hay esfera de su vida o de su actividad que escape a
esta exigencia de totalidad (30).
CONSAGRACIÓN Y MISIÓN
En una
conocida entrevista de la revista “Palabra”, P.
Rodríguez preguntaba al fundador del Opus Dei qué rasgo destacaría en la figura
del presbítero tal y como es descrita en el Decreto Presbyterorum
ordinis: «Acentuaría un rasgo de la existencia sacerdotal que no pertenece
precisamente a la categoría de los elementos mudables y perecederos. Me refiero
a la perfecta unión que debe darse –y el Decreto Presbyterorum ordinis lo recuerda repetidas veces– entre
consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal
de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales
del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres.
No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración»
(31).
La
respuesta es directa. El rasgo elegido es la “perfecta
unión” que debe darse en la vida del sacerdote entre consagración y
misión ya que la unión de estas dos dimensiones caracteriza su figura
teológica. Se trata de dos dimensiones que resultan inseparables. La respuesta
muestra un profundo conocimiento del Decreto “Presbyterorum
ordinis”. En él se dice ya desde el comienzo que Cristo eligió a algunos
para que tuvieran el poder sagrado del orden para ofrecer el sacrificio y
perdonar los pecados, haciéndoles partícipes de su consagración y misión (32).
Lo destacable es, pues, la unión entre estos dos elementos o estas dos
coordenadas del ser y de la existencia sacerdotal. Se trata de auténtica unión;
no de una simple yuxtaposición.
El orden
del binomio tampoco es casual: consagración y misión. La misión dimana de la
consagración y a su vez la consagración es ya misión, pues hace participar en
la misión de Cristo. Es lo que dice el decreto Presbyterorum
ordinis: Ideo mittunur quia
consecrantur. Como se dice
en Hbr 5, 1-6, el sacerdote, elegido entre los miembros del Pueblo Sacerdotal
de Dios, participa, por una nueva y peculiar consagración, del sacerdocio
ministerial del mismo Cristo. Y como consecuencia de esa participación en el
sacerdocio ministerial de Cristo, el presbítero es destinado a la misión de
evangelizar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con los obispos, al
Pueblo de Dios (33). El binomio consagración y misión se destaca como clave de
lectura del decreto Presbyterorum ordinis (34).
En Presbyterorum ordinis se responde con este binomio al interrogante en
torno a la naturaleza del presbiterado, planteado como consecuencia del notable
desarrollo simultáneo de la doctrina sobre el Episcopado y sobre el sacerdocio
común de los fieles. La pregunta que había que responder es la siguiente: ¿cuál
es exactamente el papel de los Presbíteros en la única misión de la Iglesia,
cual es el valor y el significado de su sacerdocio? Desarrollada la teología
del episcopado y del laicado, era necesario destacar la identidad del
sacerdocio ministerial, describiendo su situación eclesial en su concreta
especificidad. Esto es lo que hace el Concilio al destacar la consagración ministerial
como el origen y el marco de la identidad sacerdotal. Esta nueva configuración
con Cristo otorga al sacerdocio de los presbíteros su distinción del de los
obispos y su distinción del sacerdocio de los fieles. Su distinción y su
unidad, ya que su sacerdocio es, por propia naturaleza, cooperador del
sacerdocio episcopal -está religado a la plenitud sacerdotal y a la misión de
los Obispos de los que son cooperadores, y, al mismo tiempo está inserto y al
servicio del sacerdocio de los fieles.
LOS
SACERDOTES, MINISTROS DE CRISTO
Presbyterorum ordinis adopta el
tradicional esquema tripartito del ministerio sacerdotal –ministerio de la
palabra, de los sacramentos, y de gobierno–, adoptado ya en Lumen gentium. Sin embargo, no conviene perder
de vista la estrecha unidad en que son contempladas por el Concilio estas tres
funciones del presbítero: es en el ejercicio del ministerio todo entero –en sus
diversas funciones, no en una sola–, donde el sacerdote encuentra su santidad.
Para evitar falsas antinomias o subrayados excesivos en alguna de estas
funciones, conviene poner de relieve la unidad del ministerio, unidad que se
deriva de la misma unidad con que se entrelazan en Cristo. También de la unidad
de la misión de la Iglesia. Se trata de una unidad tan estrecha que, para
ponerla de relieve, algunos autores utilizan la expresión un único ministerio y
diversas funciones (36).
Cuando en
el nº 14 presente Presbyterorum ordinis cuál es la virtud que dará unidad a la vida del
presbítero, la definirá como la caritas pastoralis, por la que el sacerdote se
identifica al Corazón de quien es Pastor por su propia naturaleza. Presbyterorum ordinis
ha dado un ejemplo de equilibrio y precisión: ha mostrado con esta
sencilla frase la coincidencia del presbítero con todos sus hermanos
cristianos. Su perfección está en el amor, en la caridad. Y al mismo tiempo
pone de relieve lo que especifica esa caridad, lo que la
individualiza o personaliza en el sacerdote: el que se trata de un
amor propio de pastor.
Precisamente
porque el ceñidor de la perfección en el presbítero es la caridad pastoral, es
decir, el amor cristiano matizado con las irisaciones correspondientes a quien
es pastor por consagración sacramental, es lógico que el ministerio de los
presbíteros sea visto no sólo como expresión de ese amor, sino como el lugar en
que ese amor aumenta. Se trata de un lugar
insustituible, de forma que, el cristiano identificado
sacramentalmente con Cristo Sacerdote mediante el Orden, encuentra en el
ejercicio del ministerio la expresión adecuada de su amor de pastor. Y, al
mismo tiempo, su caridad cristiana será falsa, si no tiene el matiz de pastoral, un matiz que se expresa mediante el
ministerio.
LA COMMUNIO
También
aquí aparece nuevamente la importancia de una realidad que debe estar presente
en todo el quehacer sacerdotal: la communio.
El sacerdote es el hombre de la unidad y
reconciliación de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Es, por eso,
hombre de la communio; el hombre que reúne, no el que dispersa; el
hombre que edifica la Iglesia en esa forma especial y única que hemos visto
destacar al Cardenal Wojtyla.
Se
comprende la insistencia del Magisterio y muy particularmente de Presbyterorum ordinis en la unión del
sacerdote con el obispo y con el propio presbiterio. Esta insistencia está
fundada en evidentes razones teológicas: en la íntima naturaleza del sacerdocio
de Cristo, al cual está configurado el presbítero; en la naturaleza del
ministerio que ejerce, el cual tiene como centro la celebración de la Santa
Misa, en la que la communio llega a
su máxima realización; en las exigencias pastorales que comporta la edificación
de la Iglesia. La insistencia en la communio no está basada en motivos de “eficacia” o de “orden
público”, sino que viene exigida por la íntima naturaleza de la
consagración y de la misión, que tienen como sentido la edificación de la
comunión en la Iglesia (37). En este marco ha de entenderse que la unidad con
el obispo y la fraternidad sacerdotal tienen una importancia mayor de lo que
somos capaces de expresar. Las manifestaciones tangibles de esta communio forman parte nuclear de la teología
del sacerdocio y, en consecuencia, de la espiritualidad del pastor (38). Y es
que la Iglesia, en su núcleo esencial y definitivo, es comunión con la vida
íntima de Dios que es, en sí misma, comunión interpersonal. De esta realidad
divina, la Iglesia histórica es el sacramento, el signo visible, lo que implica
un deber ser
en el ámbito de las instituciones, de las normas jurídicas, de las
estructuras pastorales que la constituyen en su realidad concreta. El ser está
asegurado por su estructura fundamental de origen divino; el deber ser, en
cambio, es tarea y responsabilidad de los hombres de la Iglesia y,
particularmente, de aquellos que, en virtud de su ministerio edifican la
Iglesia.
Notas
(1) Cfr J.L. Illanes, Identidad y espiritualidad del sacerdocio
ministerial, “Revista Católica Internacional Communio” 12 (1990), 396.
(2) J. Anouilh, Antigone, en “Nouvelles pièces noires”, París 1946, 177.
(3) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2.
(4) A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 108.
(5) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis,
n. 2.
(6) Cfr G. Rambaldi, “Alter Christus”, “in persona
Christi”, “personam Christi agere”. Note sull\\’uso di tali e simili espressioni nel magistero da Pio XI al
Vaticano II, e il loro riferimento al carattere, en “Teología del sacerdocio”,
V, Burgos 1973, 211-264; R. Gerardi, “Alter Christus”: la Chiesa, il cristiano,
il sacerdote, “Lateranum” 47 (1981) 111-123; A. Elberti, Il sacerdozio regale
dei fedeli nei prodromi del Concilio Vaticano II (1903-1962) P.U.G., Roma,
1989. Cfr también E. Mersch, Le Corps mystique du Christ, París-Bruselas 1936,
p. 461. Cfr también D.J. Mercier, La vie interieur, Lovaina 1934, p. 143.
(7) Cfr D.J. Mercier, La vida interior, Ed. Políglota, Barcelona (sin
fecha), 130; Antonio Aranda, El cristiano, “alter Christus, ipse Christus” en
el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, cit., 151-156.
(8) He aquí algún ejemplo: “…alter Christus est, cum eius gerat
personam…” (Pío XI, Enc. Ad catholici sacerdotii, AAS 28 (1936) 10). Más textos
en A. Aranda, o.c., 138-156.
(9) Cfr PO, n. 12.
(10) R. Arnau, Orden y ministerios, Madrid 1995, 162.
(11) Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 21.
(12) Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, n.
12.
(13) Juan Pablo II, Exh. Pastores dabo vobis, n. 16.
(14) CEC, n. 875. El Catecismo continúa señalando que se trata de un don
de Dios al que la tradición de la Iglesia lo llama sacramento.
(15) He estudiado esta cuestión con mayor detenimiento, aduciendo la
bibliografía al caso, en mi trabajo El ministerio, fuente de espiritualidad
sacerdotal, en VV. AA., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales,
Pamplona, 1990, 383-428.
(16) Las frases del Concilio Vaticano II son verdaderamente exactas: los
sacerdotes, “speciali charactere signantur et sic Christo Sacerdoti
configurantur, ita ut in persona Christi Capitis agere valeant” (Decr.
Presbyterorum ordinis, n. 2).
(17) J.H. Nicolas, Synthèse dogmatique, París 1986, 1077 y 1089.
(18) A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, cit., 114-115.
(19) En La sagrada familia, comentando la célebre novela “Los misterios
de París”, cuando se llega a la conversión de Flor de María, que se arrepiente
de su vida de prostitución, dirá Marx que cambió “la conciencia humana,
soportable, de la degradación” por la “conciencia cristiana, y, en
consecuencia, insoportable, de una abyección infinita”. (cfr M.A. Tábet, A.
Maier, K.Marx-F.Engeles: La sagrada familia y la ideología alemana, Madrid
1976, 111-112).
(20) De sacedotio ministeriali, AAS, 68 (1971) 906.
(21) STh., III, q. 82, a. 7, ad 3.
(22) Ibid., II-II, q. 83, a. 16, ad 3.
(23) Cfr B.D. Marliangeas, Clés pour une théologie du ministère. In
persona Christi. In persona Ecclesiae, París 1975, 240.
(24) R. Blázquez, La relación del presbítero con la comunidad, en VV.
AA., Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Madrid 1987, 323.
(25) K. Wojtyla, La sainteté sacerdotale comme carte d\\’identité,
“Seminarium” 30 (1978) 171.
(26) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum
ordinis, n. 6.
(27) Ibid.
(28) Ibid.
(29) K. Wojtyla, l.c., 177.
(30) Cfr A. Del Portillo, l.c., 117.
(31) J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de
Balaguer, n. 3.
(32) Cfr Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis (7.XII.1965), n. 2.
(33) Cfr A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970,
150-151.
(34) Dediqué a esos escritos una nota en “Scripta Theologica”. Cuando
quise sintetizar el contenido no encontré mejor título que el de consagración y
misión. Cfr Consagración y misión, ScrTh 3 (1971) 169-179.
(35) La frase conciliar es clara: “Per ipsas enim cotidianas sacras
actiones, sicut et per integrum suum ministerium, quod cum Episcopo et
Presbyteris communicantes exercent, ipsi ad vitae perfectionem ordinantur” (
Presbyterorum ordinis, n. 12).
(36) “La función única del ministerio –escribe Kasper– se desdobla en
numerosas funciones concretas. Estas funciones concretas se derivan
orgánicamente de la única misión fundamental: el servicio a la unidad de la
Iglesia (o la comunidad)” (W. Kasper, Nuevos matices en la concepción dogmática
del ministerio sacerdotal, “Concilium” 43 (1969), 385.
(37) “La comunión eclesial –decía el Cardenal Godfried Daneels– no puede
ser reducida a cualquier otra forma de comunidad: familia, cultura, nación o
simplemente comunidad humana (…) En la Escritura la expresión commmunio
sanctorum tiene un triple sentido. El primero es místico: es la comunión con
Dios; el segundo es sacramental y eucarístico: es la comunión con Cristo; el
tercer sentido es eclesiológico; es la comunión de las Iglesias” (G. Daneels,
Una eclesiología de comunión, en VV. AA., Iglesia universal, Iglesias
particulares, Pamplona 1990, 726).
(38) Cfr P. Rodríguez, La comunión dentro de la Iglesia local, en VV.
AA., Iglesia local, Iglesias particulares, cit., 469-495.
Lucas F. Mateo-Seco
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