Lo importante es no
usar nuestros bienes para servirnos a nosotros mismos y a nuestros caprichos
sino para ayudar a los demás.
Por: P. Sergio A. Córdova | Fuente: Catholic.net
Por: P. Sergio A. Córdova | Fuente: Catholic.net
Esta pregunta parece superflua o tonta, pero no
lo es tanto. Al menos, a juzgar por las palabras de nuestro Señor: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el
Reino de los cielos!". Los mismos discípulos se quedaron extrañados
al oírle expresarse así. Y Jesús, con su conducta habitual, en vez de apaciguar
el tono de sus sentencias, lo hace todavía más rotundo: "Sí, hijos, más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una
aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios". Los discípulos se
espantaron aún más -nos refiere san Marcos- y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?".
Hace no mucho tiempo algunos teólogos católicos,
así llamados de la "teología de la
liberación", trataron de manipular el mensaje de Cristo -sobre todo
en los países de América Latina- diciendo que la Iglesia debía ocuparse sólo de
los pobres y marginados; e, inspirándose en la filosofía marxista, preconizaban
la lucha de clases dentro de la misma Iglesia. ¡Qué aberración! Y, tristemente,
todavía hay muchos sectores eclesiásticos que siguen pensando y opinando lo
mismo...
Sin embargo, hay que hablar con la verdad del
Evangelio: nuestro Señor nunca condenó la riqueza ni los bienes terrenos por sí
mismos. Es más, entre sus amigos y discípulos se encontraban José de Arimatea y
Nicodemo, que eran hombres ricos; Jesús se hospedó en la casa de Zaqueo y de Simón
el fariseo, que también tenían grandes riquezas; entre sus apóstoles se contaba
uno que había sido publicano, o sea, recaudador de impuestos. Y además,
aceptaba en su compañía a “algunas mujeres que le
asistían y le ayudaban con sus bienes” –nos refiere san Lucas—. Lo que
nuestro Señor condena es, pues, el apego desordenado a las riquezas y a los
bienes terrenos, el "hacer depender de ellos
la propia vida" y el "acumular
tesoros sólo para sí mismos" (cfr. Lc 12, 13-21).
Y es que el apego desmedido al dinero lleva al
hombre a la avaricia y a la más completa ceguera hasta el punto de olvidar lo
más importante en la vida: "¡Necio! –llamó
nuestro Señor en una de sus parábolas a un avaro-; esta misma noche te van a
reclamar el alma. Todo lo que has acumulado, ¿para quién será?" (Lc
12, 20). La avaricia hace mucho más difícil la entrada al Reino de Dios no por
las riquezas en sí mismas, sino porque se convierten en una idolatría. Por eso
dijo Jesús que "no se puede servir a dos
señores, porque se ama a uno y desprecia al otro; no se puede amar a Dios y al
dinero" (Mt 6, 24). Y esto fue lo que le ocurrió al joven rico del
evangelio de hoy. Y eso fue también lo que le pasó a Judas Iscariote, que
entregó a Cristo por treinta miserables monedas de plata.
Pero está claro que tanto los ricos como los
pobres son hijos de Dios, y tanto unos como otros pueden ser no sólo buenos
cristianos, sino también santos. Ha habido muchos reyes y reinas, príncipes y
nobles que han sido ejemplos preclaros de virtud y de santidad, y sus riquezas
no les han impedido su camino hacia Dios. Allí están san Enrique, san Luis de
Francia, santa Isabel de Hungría, santa Brígida de Suecia, san Francisco de
Borja, santa Margarita de Escocia, san Wenceslao, san Casimiro y miles más.
Las riquezas son algo accidental, y deben ser un
medio más para vivir y para servir mejor a Dios y al prójimo. Cuando el dinero
no se usa para eso, es entonces cuando comienzan los problemas... y ahora sí
nuestro Señor condena. De aquí nace la prepotencia, la soberbia, la avaricia
desenfrenada, el maquiavelismo, la injusticia diabólica y la corrupción de
muchos ricos y poderosos de la tierra que sólo se sirven a sí mismos y a sus
propios intereses… Es entonces cuando la riqueza se convierte en un gravísimo
peligro y un obstáculo para la propia salvación. Y así se cumple la palabra del
Señor: "es más fácil a un camello entrar por
el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de los cielos".
Lo importante es, pues, cómo usamos de los
bienes: si le damos gracias a Dios porque nos da elementos para vivir y
descansar, y con ellos ayudamos a nuestros semejantes, o si sólo nos servimos a
nosotros mismos y a nuestros caprichos. Pero, ¡atención!, no hay que ayudar a
los demás sólo con las migajas que nos sobran y que caen de nuestra mesa, sino
con verdadera generosidad. Sólo así vamos por el recto camino.
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