martes, 1 de diciembre de 2015

REFLEXIÓN SOBRE LOS SENTIMIENTOS


El puesto de la afectividad y los sentimientos en la vida humana es muy central. Son ellos los que conforman la situación anímica interior e íntima, los que impulsan o retraen de la acción, y los que en definitiva juntan o separan a los hombres. Además, la posesión de los bienes más preciados y la presencia de los males más temidos significan eo ipso que nos embargan aquellos sentimientos que dan o quitan la felicidad. Es por eso necesario hacer algunas consideraciones más «vivenciales» acerca de los sentimientos, que pueden ayudar a entender este importante papel que desempeñan en la vida humana:

1) La idea fundamental que podemos obtener de lo dicho hasta ahora es una valoración muy positiva de los sentimientos: refuerzan las tendencias. Esta valoración positiva en modo alguno es irrelevante, pues hay una escuela racionalista de ética, representada por Kant y Hegel, que concede a los sentimientos individuales un valor negativo, como si fuesen algo propio de seres débiles. Esta actitud procede de un cierto dualismo, que ve en lo sensible un rebajamiento de lo humano y olvida que anima forma corpori. El racionalismo ético, y también el puritanismo religioso, es rigorista y poco comprensivo con los errores y debilidades humanas: pone el deber por encima de todo.

Actualmente tenemos una valoración de los sentimientos mucho más positiva y acorde con lo real, frente a mentalidades que los han reprimido, como si fueran una debilidad humana vergonzosa, que se debe extirpar. Los sentimientos son importantes, y muy humanos, porque intensifican las tendencias. El peligro que hoy tenemos respecto de ellos es más bien un exceso en esta valoración positiva de ellos, el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como criterio para la acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama sentimentalismo, y es hoy corrientísimo, sobre todo en lo referente al amor.

2) Sin embargo, el dominio de los sentimientos no está asegurado: es una parte del alma que no siempre es dócil a la voluntad y a la razón, como ya se ha dicho. Esto es una característica principalisima de la afectividad. Es como un gato doméstico, al que hay que amaestrar, pero que también puede volverse contra nosotros (el ejemplo es de Platónquién enseñó a Aristóteles a hablar de «dominio político» y gobierno de la razón sobre las demás partes del alma.

Los sentimientos pueden ir a favor o en contra de lo que uno quiere; no los podemos controlar completamente si no nos empeñamos en educarlos. Esta posible disarmonía puede producir patologías psíquicas, morales o del comportamiento. Por ejemplo: el miedo a equivocarse genera inhibición, uno acaba por no actuar; el miedo a engordar puede generar anorexia, y mezclarse con problemas de autoestima. La aparición o desaparición de los sentimientos, por tanto, no es totalmente voluntaria: enamorarse es un ejemplo típico, la «química». Cuando uno se enamora cambia todo, en especial el estado de ánimo; pero es algo que le sobreviene a uno. Lo mismo ocurre con un desengaño amoroso: uno quisiera olvidar, pero no puede, y sufre.

Una de las grandes enseñanzas de Platón, es mostrar cómo se consigue que los sentimientos colaboren con las tendencias y la voluntad: los sentimientos acompafian, son los grandes compañeros del hombre, aunque no tienen «la mayoría de edad»; cuando se les deja actuar sólos pueden crecer desmesuradamente y causar anomalías y patologías. La virtud que los domina se llama sofrosyne, que significa moderación, sosiego, armonía, autodominio, templanza.

Los sentimientos son irracionales en su origen, pero armonizables con la razón. No pueden ser conceptualizados más que en parte, pero de hecho acompañan a los pensamientos y los deseos racionales. Este carácter irracional de los sentimientos, claramente percibido por los pensadores clásicos, es el causante de que en la vida humana no todo sea exacto, matemático y coherente: hay un ancho margen para la fantasía y el misterio, e incluso para la irracionalidad.

3) Los sentimientos producen valoraciones inmediatas, sobre todo de las personas, pero también de situaciones que evocan determinados bienes, males, recuerdos: uno se emociona al volver a lugares donde fue feliz hace tiempo, se habla de «presentimientos», etc. Esta valoración espontánea que el sentimiento provoca predispone tremendamente la conducta en un sentido u otro.

4) Los sentimientos refuerzan las convicciones y les dan fuerza: cuando las cosas se sienten, son más nuestras. La diferencia entre un buen profesor y un mal profesor es si «está convencido» de lo que dice, es decir, si lo siente como suyo, o «recita» la lección como si no le importara. Los sentimientos convocan más fácilmente la atención de los demás, hacen que las cosas nos importen, suprime la indiferencia: quien pone pasión en lo que dice o hace, arrastra a otros a escuchar o a seguirle.

5) La variedad de sentimientos produce la variedad de caracteres, según predominen unos u otros. Así se conforma una parte importante de la personalidad de cada uno. La intensidad y forma de manifestarse de los sentimientos hacen que predominen en la conducta unas actitudes u otras:

a) el apasionado pone pasión e intensidad en lo que hace;

b) el sentimental se deja llevar por los sentimientos, no los domina;

c) el cerebral y frío es el racionalista inconmovible, inasequible al «lenguaje del corazón»;

d) el «sereno» es aquel cuyos sentimientos tardan en despertarse. Suele sentir entonces mucho más que los de «lágrima fácil», que suelen ser más volubles;

e) el apático (a-patheia signfica sin-pasiones) es el pasota: siente poco, porque conoce poco, no tiene tendencias ni apetencias, ni metas. Es amorfo o indiferente.

6) Lo decisivo es tener los sentimientos adecuados a la realidad: que haya proporción entre el desencadenante u objeto del sentimiento, y éste mismo, y su manifestación. Esto exige no engañarse en el conocimiento de la realidad, objeto o desencadenante que los provoca. Este es el origen de las frustraciones, p.e., acerca de la propia inteligencia, y en general, de la propia valía, cuando se piensa, por ejemplo, que uno está por debajo de donde realmente merece estar.

Los errores en la autoestima originan sentimientos falsos, de sobreestimación, prepotencia o frustración. Lograr una estimación correcta de la realidad y de uno mismo evita que los sentimientos hagan salidas en falso: poner mucha ilusión en una cosa o persona imposible para nosotros origina frustración, y que uno ya no intente nada, porque el sentimiento, por decirlo así, se ha desfondado: lo más difícil en la vida es saber asimilar los propios fracasos. Al paralizado sentimentalmente por un fracaso se le suele decir: «la vida sigue».

Los errores de apreciación del objeto de los sentimientos originan tragedias, disgustos y peleas: cuando uno descubre que se ha estado autoengañando, o que una persona no es tan digna de confianza como parecía, viene la ira, la venganza, el despecho, la depresión, etc., y quizá no hay motivo. Otras veces podemos amar apasionadamente realidades que quizá no lo merecen tanto, por ejemplo, un gato, que puede correspondemos sólo hasta cierto punto.

Para juzgar acerca de los propios sentimientos pueden servir estas reglas: 1) no todas las realidades merecen el elevado sentimiento que tenemos respecto de ellas, sea de temor, amor, aprecio, etc.; 2) muchas realidades merecen mejores sentimientos de los que tenemos respecto de ellas: no debemos despreciarlas o ignorarlas, porque no son tan malas, sino mejores de lo que pensamos; 3) en consecuencia, las valoraciones sentimentales hay que corregirlas y rectificarlas (no todo el mundo es capaz de rectificar sus propias valoraciones, sobre todo cuando son intensas). El mejor modo es tener dominio sobre ellas.

7) ¿Cómo se miden o valoran los sentimientos? La presencia o ausencia de ellos no se mide sólo por la emoción o perturbación psíquica o anímica, es decir, por un estado de ánimo interior, sino también por la conducta o manifestación externa de ese sentimiento, como se ha dicho.

La emoción es pasajera y volcánica, intensa, pero se suele pasar con cierta rapidez, porque es más superficial. En cambio, los sentimientos profundos no desaparecen tan fácilmente, pero tampoco se detectan tan fácilmente mediante estados emocionales: se puede sentir algo muy profundamente y durante mucho sin emocionarse por ello. Por tanto, los sentimientos más profundos son aquellos que se prolongan en el tiempo: por ejemplo, el amor a los padres. Si creemos «no sentir ya nada por esa persona» quizá tenemos un acceso de ira, y eso tapa nuestro verdadero sentimiento hacia ella. Los sentimientos se superponen unos a otros. Lo importante es saber que emoción interior y sentimiento no se identifican. La primera es sólo uno de sus elementos.

Por otra parte, la conducta es un modo, muchas veces involuntario, poco consciente o inadvertido, mediante el cual se manifiestan los sentimientos de modo más real que en los estados emocionales interiores. Lo que una persona siente por otra no es cuestión de sensaciones, emociones o palpitaciones del corazón, sino que se ve en la conducta, por ejemplo cuando alguien sinceramente afirma que nos aprecia de verdad, y luego actúa con indiferencia. Muchas veces el comportamiento delata los sentimientos de modo modo más directo, visible y auténtico que las palabras. Basta ser buen observador y mirar a la cara de la gente, o a los gestos, o a la manera de hablarnos: todo eso está ya diciendo lo que siente por nosotros mejor que sus palabras.

8) No todos los sentimientos tienen el mismo valor: hay una jerarquía. El aprendizaje de su dominio incluye saber jerarquizarlos: hay miedos tontos, fobias enfermizas e innecesarias, y temores realmente infundados; es decir, hay sentimientos cuya importancia objetiva es muy pequeña. Hay veces que estar triste o alegre es bastante poco relevante.

9) La conducta no mediada por la reflexión y la voluntad, es decir, la conducta apoyada únicamente de los sentimientos, el sentimentalismo, produce insatisfacción con uno mismo y baja autoestima: adoptar como criterio para una determinada conducta la presencia o ausencia de sentimientos que la justifican genera una vida dependiente de los estados de ánimo, que son cíclicos y terriblemente cambiantes: las euforias y los desánimos se van entonces sucediendo, sobre todo en los caracteres más sentimentales, ya la conducta no responde a un criterio racional, sino a como nos sintamos. El ejemplo más claro son «las ganas» (de estudiar, de trabajar, de discutir, de dar explicaciones, etc.). Las ganas como criterio de conducta no conducen a la excelencia, como se verá al hablar de la libertad de elección.

El estado de ánimo es importante, pero no lo más importante: de hecho se altera con los cambios del mundo circundante. Por ejemplo: la expresión y el hecho de «cambiar de aires». Exagerar la importancia del estado de ánimo conduce a poner como instancia hegemónica de la vida humana el cómo me encuentre, y esto indica ceder el dominio de uno mismo a un sentimiento u otro (así, en Heidegger, la angustia). En el terreno práctico esto puede producir inseguridad y disarmonías psíquicas, porque esa parte del alma «no sabe mandar» sobre las demás; no es la función que le corresponde, no es hegemónica, como enseguida se dirá.

10) Por último, ¿cómo se manifiestan los sentimientos? Es un tema muy amplio. Se dan sólo algunos criterios:

a) Los sentimientos hay que aprender a manifestarlos; es necesario hacerlo para tener una relación madura con el entorno y con uno mismo. Aunque muchas personas aprenden espontáneamente, no todas saben hacerlo.

b) Los sentimientos se manifiestan sobre todo con la conducta, como ya se ha dicho, aunque uno no quiera. Muchas veces, sin hablar, es posible saber qué siente una persona. Y más si la conocemos. También se manifiestan diciendo lo que uno siente, mediante el lenguaje.

c) La manifestación de los sentimientos debe ser armónica con el conjunto de la conducta, en la cual intervienen los fines elegidos, las convicciones, la voluntad, la razón, etc. Es decir, la manifestación de los sentimientos ha de guardar proporción o armonía con las restantes dimensiones humanas, y debe ser proporcionada también a la importancia que tengan y a su objeto: por ejemplo, a nadie se le ocurre hacer reverencias a una lámpara, pero sí a una reina.

d) Aquí interviene la importancia de los gestos.. Los gestos son, por así decir, el lenguaje de los sentimientos, un lenguaje específico del hombre, de enorme riqueza: hay gestos del rostro, como reír, llorar, sonreír, fruncir el ceño… Los hay del cuerpo, como ponerse en pie, inclinar la cabeza, postrarse… También hay gestos de la mano, de los hombros, etc. Normalmente, una persona rica en gestos es rica en sentimientos, salvo que sea un bufón… Una cultura rica en gestos tiene riqueza de sentimientos, porque los gestos se inventan para expresarlos: un apretón de manos, hacer un regalo, dar un abrazo, condecorar a alguien…

Vivimos en una civilización donde tiene primacía la funcionalidad, pero en el pasado los gestos, y los sentimientos consiguientes, se valoraban más que ahora: los castillos medievales eran incomodísimos, pero su arquitectura religiosa y civil expresa sentimientos solemnes… Por ejemplo, propiciaban el sentimiento de lo sublime, que hoy es raro encontrar, incluso en el arte religioso. Otro sentimiento hoy menos frecuente es el respeto: respetar es ya apreciar, manifestar que valoramos. La gente sencilla suele a veces mostrar mucho respeto a quienes no conoce. Es un sentimiento, valga la redundancia, muy respetable y serio, porque indica que se sabe apreciar lo que no se tiene, o lo que se recibe. El sentimiento de hospitalidad, por ejemplo, se ha perdido en buena parte en nuestra sociedad desarrollada, pero antaño era importantísimo: era el respeto al extranjero, al viajero, al que viene de lejos y ha estado en peligro…

e) El arte es quizá el modo más sublime de expresar los sentimientos, porque expresa en primer lugar una realidad, es decir, el objeto desencadenante, y además nuestro sentimiento hacia ella. El arte mismo es todo él una manifestación de los sentimientos y de la capacidad creadora del hombre.

f) Entre todas las artes, la música es un modo privilegiado de expresar, transmitir y suscitar sentimientos. La música ocupa en la vida humana un lugar más importante del que solemos atribuirle. La significación de los sonidos musicales es más indefinida que la de las imágenes visuales, pero no por ello menos intensa. La música tiene un enorme poder de evocar y despertar los sentimientos sin nombrarlos, y los potencia, acompaña y expresa. Cuando la música se interioriza personalmente, se transforma en canción), una expresión lingüísticomusical de sentimientos, que reproduce aquello que los suscita, y expresa lo que significa para nosotros. Cantar es, quizá, uno de los modos más bellos y sublimes de expresar lo que sentimos.

Se puede añadir aquí una consideración final: los sentimientos son como «los sonidos del alma». Cada uno la hace «sonar» de modo distinto; el conjunto de todos ellos forman «la música del alma», pues la música no es otra cosa que la sucesión rítmica de los sonidos, y el conjunto de los sentimientos, y su ritmo de sucesión, paralelo al ritmo de la vida humana, son como una «música»: la vida psíquica o armonía del alma, un encadenamiento de sentimientos que se suceden unos a otros de modo proporcionado. Armonía, ya se dijo, es proporción y equilibrio de las partes en la unidad del todo. En la buena música los sonidos y su ritmo son armónicos. Lo mismo sucede con el alma, y por eso los sentimientos y la música están tan cerca.

En conclusión, de todo esto se concluye la importancia de los sentimientos. Una parte no pequeña de nuestra conducta y de lo que sucede en nuestro interior está provocado por ellos: nunca terminan de ser conocidos, porque se reflexiona poco en esa peculiar presencia suya, que empapa toda el alma humana, hace la vida llevadera, atractiva o insoportable, y trae consigo lo terrible, apasionante, odioso, enervante, canallesco, fanático, trágico o maravilloso. Las palabras más cálidas, interesantes y bellas son siempre las que los nombran: la grandeza y la pequeñez humana se mide por ellos, y su ausencia convierte la vida en un desierto monótono. Al hablar de la armonía psíquica concluiremos acerca de lo que enseñaba Platón.

Fuente: Ricardo Yepes Stork, “Fundamentos de Antropología”, Eunsa, Pamplona 1996.

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