El
puesto de la afectividad y los sentimientos en la vida humana es muy central.
Son ellos los que conforman la situación anímica interior e íntima, los que
impulsan o retraen de la acción, y los que en definitiva juntan o separan a los
hombres. Además, la posesión de los bienes más preciados y la presencia de los
males más temidos significan eo ipso que nos embargan aquellos sentimientos que
dan o quitan la felicidad. Es por eso necesario hacer algunas consideraciones
más «vivenciales» acerca de los sentimientos, que pueden ayudar a entender este
importante papel que desempeñan en la vida humana:
1) La idea fundamental que podemos obtener de lo
dicho hasta ahora es una valoración muy positiva de los sentimientos: refuerzan las tendencias. Esta valoración positiva en
modo alguno es irrelevante, pues hay una escuela racionalista de ética,
representada por Kant y Hegel, que concede a los sentimientos individuales un
valor negativo, como si fuesen algo propio de seres débiles. Esta actitud
procede de un cierto dualismo, que ve en lo sensible un rebajamiento de lo
humano y olvida que anima forma corpori. El racionalismo ético, y también el
puritanismo religioso, es rigorista y poco comprensivo con los errores y
debilidades humanas: pone el deber por encima de todo.
Actualmente
tenemos una valoración de los sentimientos mucho más positiva y acorde con lo
real, frente a mentalidades que los han reprimido, como si fueran una debilidad
humana vergonzosa, que se debe extirpar. Los sentimientos son importantes, y
muy humanos, porque intensifican las tendencias. El peligro que hoy tenemos
respecto de ellos es más bien un exceso en esta valoración positiva de ellos,
el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como
criterio para la acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama
sentimentalismo, y es hoy corrientísimo, sobre todo en lo referente al amor.
2)
Sin embargo, el dominio de los
sentimientos no está asegurado: es una parte del alma que no siempre es dócil a
la voluntad y a la razón, como ya se ha dicho. Esto es una característica
principalisima de la afectividad. Es como un gato doméstico, al que hay que
amaestrar, pero que también puede volverse contra nosotros (el ejemplo es de
Platónquién enseñó a Aristóteles a hablar de «dominio político» y gobierno de
la razón sobre las demás partes del alma.
Los
sentimientos pueden ir a favor o en contra de lo que uno quiere; no los podemos
controlar completamente si no nos empeñamos en educarlos. Esta posible
disarmonía puede producir patologías psíquicas, morales o del comportamiento.
Por ejemplo: el miedo a equivocarse genera inhibición, uno acaba por no actuar;
el miedo a engordar puede generar anorexia, y mezclarse con problemas de
autoestima. La aparición o desaparición de los sentimientos, por tanto, no es
totalmente voluntaria: enamorarse es un ejemplo típico, la «química». Cuando
uno se enamora cambia todo, en especial el estado de ánimo; pero es algo que le
sobreviene a uno. Lo mismo ocurre con un desengaño amoroso: uno quisiera
olvidar, pero no puede, y sufre.
Una de
las grandes enseñanzas de Platón, es mostrar cómo se consigue que los
sentimientos colaboren con las tendencias y la voluntad: los sentimientos
acompafian, son los grandes compañeros del hombre, aunque no tienen «la mayoría
de edad»; cuando se les deja actuar sólos pueden crecer desmesuradamente y
causar anomalías y patologías. La virtud que los domina se llama sofrosyne, que
significa moderación, sosiego, armonía, autodominio, templanza.
Los
sentimientos son irracionales en su origen, pero armonizables con la razón. No
pueden ser conceptualizados más que en parte, pero de hecho acompañan a los
pensamientos y los deseos racionales. Este carácter irracional de los
sentimientos, claramente percibido por los pensadores clásicos, es el causante
de que en la vida humana no todo sea exacto, matemático y coherente: hay un
ancho margen para la fantasía y el misterio, e incluso para la irracionalidad.
3) Los
sentimientos producen valoraciones inmediatas, sobre todo de las personas, pero
también de situaciones que evocan determinados bienes, males, recuerdos: uno se
emociona al volver a lugares donde fue feliz hace tiempo, se habla de «presentimientos», etc. Esta valoración espontánea que
el sentimiento provoca predispone tremendamente la conducta en un sentido u
otro.
4) Los
sentimientos refuerzan las convicciones y les dan fuerza: cuando las cosas se
sienten, son más nuestras. La diferencia entre un buen profesor y un mal
profesor es si «está convencido» de lo que dice,
es decir, si lo siente como suyo, o «recita» la lección como si no le
importara. Los sentimientos convocan más fácilmente la atención de los demás,
hacen que las cosas nos importen, suprime la indiferencia: quien pone pasión en
lo que dice o hace, arrastra a otros a escuchar o a seguirle.
5) La variedad de sentimientos produce la variedad de
caracteres, según predominen unos u otros. Así se conforma una parte importante
de la personalidad de cada uno. La intensidad y forma de manifestarse de los
sentimientos hacen que predominen en la conducta unas actitudes u otras:
a) el apasionado pone pasión e intensidad en lo que
hace;
b) el sentimental se deja llevar por los
sentimientos, no los domina;
c) el cerebral y frío es el racionalista
inconmovible, inasequible al «lenguaje del corazón»;
d)
el «sereno»
es aquel cuyos sentimientos tardan en despertarse. Suele sentir entonces
mucho más que los de «lágrima fácil», que suelen ser más volubles;
e) el apático (a-patheia signfica sin-pasiones) es el
pasota: siente poco, porque conoce poco, no tiene tendencias ni apetencias, ni
metas. Es amorfo o indiferente.
6) Lo decisivo es tener los sentimientos adecuados a
la realidad: que haya proporción entre el desencadenante u objeto del
sentimiento, y éste mismo, y su manifestación. Esto exige no engañarse en el
conocimiento de la realidad, objeto o desencadenante que los provoca. Este es
el origen de las frustraciones, p.e., acerca de la propia inteligencia, y en general,
de la propia valía, cuando se piensa, por ejemplo, que uno está por debajo de
donde realmente merece estar.
Los
errores en la autoestima originan sentimientos falsos, de sobreestimación,
prepotencia o frustración. Lograr una estimación correcta de la realidad y de
uno mismo evita que los sentimientos hagan salidas en falso: poner mucha
ilusión en una cosa o persona imposible para nosotros origina frustración, y
que uno ya no intente nada, porque el sentimiento, por decirlo así, se ha
desfondado: lo más difícil en la vida es saber asimilar los propios fracasos.
Al paralizado sentimentalmente por un fracaso se le suele decir: «la vida
sigue».
Los
errores de apreciación del objeto de los sentimientos originan tragedias,
disgustos y peleas: cuando uno descubre que se ha estado autoengañando, o que
una persona no es tan digna de confianza como parecía, viene la ira, la
venganza, el despecho, la depresión, etc., y quizá no hay motivo. Otras veces
podemos amar apasionadamente realidades que quizá no lo merecen tanto, por
ejemplo, un gato, que puede correspondemos sólo hasta cierto punto.
Para
juzgar acerca de los propios sentimientos pueden servir estas reglas: 1) no todas las realidades merecen el elevado
sentimiento que tenemos respecto de ellas, sea de temor, amor, aprecio, etc.; 2) muchas realidades merecen mejores sentimientos
de los que tenemos respecto de ellas: no debemos despreciarlas o ignorarlas,
porque no son tan malas, sino mejores de lo que pensamos; 3) en consecuencia, las valoraciones sentimentales
hay que corregirlas y rectificarlas (no todo el mundo es capaz de rectificar
sus propias valoraciones, sobre todo cuando son intensas). El mejor modo es
tener dominio sobre ellas.
7) ¿Cómo se miden o valoran los sentimientos? La
presencia o ausencia de ellos no se mide sólo por la emoción o perturbación
psíquica o anímica, es decir, por un estado de ánimo interior, sino también por
la conducta o manifestación externa de ese sentimiento, como se ha dicho.
La
emoción es pasajera y volcánica, intensa, pero se suele pasar con cierta
rapidez, porque es más superficial. En cambio, los sentimientos profundos no
desaparecen tan fácilmente, pero tampoco se detectan tan fácilmente mediante
estados emocionales: se puede sentir algo muy profundamente y durante mucho sin
emocionarse por ello. Por tanto, los sentimientos más profundos son aquellos
que se prolongan en el tiempo: por ejemplo, el amor a los padres. Si creemos «no sentir ya nada por esa persona» quizá tenemos un
acceso de ira, y eso tapa nuestro verdadero sentimiento hacia ella. Los
sentimientos se superponen unos a otros. Lo importante es saber que emoción
interior y sentimiento no se identifican. La primera es sólo uno de sus
elementos.
Por otra
parte, la conducta es un modo, muchas veces involuntario, poco consciente o
inadvertido, mediante el cual se manifiestan los sentimientos de modo más real
que en los estados emocionales interiores. Lo que una persona siente por otra
no es cuestión de sensaciones, emociones o palpitaciones del corazón, sino que
se ve en la conducta, por ejemplo cuando alguien sinceramente afirma que nos
aprecia de verdad, y luego actúa con indiferencia. Muchas veces el
comportamiento delata los sentimientos de modo modo más directo, visible y
auténtico que las palabras. Basta ser buen observador y mirar a la cara de la
gente, o a los gestos, o a la manera de hablarnos: todo eso está ya diciendo lo
que siente por nosotros mejor que sus palabras.
8) No todos
los sentimientos tienen el mismo valor: hay una jerarquía. El aprendizaje de su
dominio incluye saber jerarquizarlos: hay miedos tontos, fobias enfermizas e
innecesarias, y temores realmente infundados; es decir, hay sentimientos cuya
importancia objetiva es muy pequeña. Hay veces que estar triste o alegre es
bastante poco relevante.
9) La conducta no mediada por la reflexión y la
voluntad, es decir, la conducta apoyada únicamente de los sentimientos, el
sentimentalismo, produce insatisfacción con uno mismo y baja autoestima:
adoptar como criterio para una determinada conducta la presencia o ausencia de
sentimientos que la justifican genera una vida dependiente de los estados de
ánimo, que son cíclicos y terriblemente cambiantes: las euforias y los
desánimos se van entonces sucediendo, sobre todo en los caracteres más
sentimentales, ya la conducta no responde a un criterio racional, sino a como
nos sintamos. El ejemplo más claro son «las ganas» (de
estudiar, de trabajar, de discutir, de dar explicaciones, etc.). Las ganas como
criterio de conducta no conducen a la excelencia, como se verá al hablar de la
libertad de elección.
El estado
de ánimo es importante, pero no lo más importante: de hecho se altera con los
cambios del mundo circundante. Por ejemplo: la expresión y el hecho de «cambiar de aires». Exagerar la importancia del estado
de ánimo conduce a poner como instancia hegemónica de la vida humana el cómo me
encuentre, y esto indica ceder el dominio de uno mismo a un sentimiento u otro
(así, en Heidegger, la angustia). En el terreno práctico esto puede producir
inseguridad y disarmonías psíquicas, porque esa parte del alma «no sabe mandar»
sobre las demás; no es la función que le corresponde, no es hegemónica, como
enseguida se dirá.
10) Por último, ¿cómo se manifiestan los sentimientos?
Es un tema muy amplio. Se dan sólo algunos criterios:
a)
Los sentimientos hay que aprender
a manifestarlos; es necesario hacerlo para tener una relación madura con el
entorno y con uno mismo. Aunque muchas personas aprenden espontáneamente, no
todas saben hacerlo.
b) Los sentimientos se manifiestan sobre todo con la
conducta, como ya se ha dicho, aunque uno no quiera. Muchas veces, sin hablar,
es posible saber qué siente una persona. Y más si la conocemos. También se
manifiestan diciendo lo que uno siente, mediante el lenguaje.
c) La manifestación de los sentimientos debe ser
armónica con el conjunto de la conducta, en la cual intervienen los fines
elegidos, las convicciones, la voluntad, la razón, etc. Es decir, la
manifestación de los sentimientos ha de guardar proporción o armonía con las
restantes dimensiones humanas, y debe ser proporcionada también a la
importancia que tengan y a su objeto: por ejemplo, a nadie se le ocurre hacer
reverencias a una lámpara, pero sí a una reina.
d) Aquí interviene la importancia de los gestos.. Los
gestos son, por así decir, el lenguaje de los sentimientos, un lenguaje
específico del hombre, de enorme riqueza: hay gestos del rostro, como reír,
llorar, sonreír, fruncir el ceño… Los hay del cuerpo, como ponerse en pie,
inclinar la cabeza, postrarse… También hay gestos de la mano, de los hombros,
etc. Normalmente, una persona rica en gestos es rica en sentimientos, salvo que
sea un bufón… Una cultura rica en gestos tiene riqueza de sentimientos, porque
los gestos se inventan para expresarlos: un apretón de manos, hacer un regalo,
dar un abrazo, condecorar a alguien…
Vivimos
en una civilización donde tiene primacía la funcionalidad, pero en el pasado
los gestos, y los sentimientos consiguientes, se valoraban más que ahora: los
castillos medievales eran incomodísimos, pero su arquitectura religiosa y civil
expresa sentimientos solemnes… Por ejemplo, propiciaban el sentimiento de lo
sublime, que hoy es raro encontrar, incluso en el arte religioso. Otro
sentimiento hoy menos frecuente es el respeto: respetar
es ya apreciar, manifestar que valoramos. La gente sencilla suele a
veces mostrar mucho respeto a quienes no conoce. Es un sentimiento, valga la
redundancia, muy respetable y serio, porque indica que se sabe apreciar lo que
no se tiene, o lo que se recibe. El sentimiento de hospitalidad, por ejemplo,
se ha perdido en buena parte en nuestra sociedad desarrollada, pero antaño era
importantísimo: era el respeto al extranjero, al viajero, al que viene de lejos
y ha estado en peligro…
e) El arte es quizá el modo más sublime de expresar
los sentimientos, porque expresa en primer lugar una realidad, es decir, el
objeto desencadenante, y además nuestro sentimiento hacia ella. El arte mismo
es todo él una manifestación de los sentimientos y de la capacidad creadora del
hombre.
f) Entre todas las artes, la música es un modo
privilegiado de expresar, transmitir y suscitar sentimientos. La música ocupa
en la vida humana un lugar más importante del que solemos atribuirle. La
significación de los sonidos musicales es más indefinida que la de las imágenes
visuales, pero no por ello menos intensa. La música tiene un enorme poder de
evocar y despertar los sentimientos sin nombrarlos, y los potencia, acompaña y
expresa. Cuando la música se interioriza personalmente, se transforma en
canción), una expresión lingüísticomusical de sentimientos, que reproduce
aquello que los suscita, y expresa lo que significa para nosotros. Cantar es,
quizá, uno de los modos más bellos y sublimes de expresar lo que sentimos.
Se puede
añadir aquí una consideración final: los sentimientos son como «los sonidos del alma». Cada uno la hace «sonar» de
modo distinto; el conjunto de todos ellos forman «la
música del alma», pues la música no es otra cosa que la sucesión rítmica
de los sonidos, y el conjunto de los sentimientos, y su ritmo de sucesión,
paralelo al ritmo de la vida humana, son como una «música»:
la vida psíquica o armonía del alma, un encadenamiento de sentimientos
que se suceden unos a otros de modo proporcionado. Armonía, ya se dijo, es
proporción y equilibrio de las partes en la unidad del todo. En la buena música
los sonidos y su ritmo son armónicos. Lo mismo sucede con el alma, y por eso
los sentimientos y la música están tan cerca.
En
conclusión, de todo esto se concluye la importancia de los sentimientos. Una
parte no pequeña de nuestra conducta y de lo que sucede en nuestro interior
está provocado por ellos: nunca terminan de ser conocidos, porque se reflexiona
poco en esa peculiar presencia suya, que empapa toda el alma humana, hace la
vida llevadera, atractiva o insoportable, y trae consigo lo terrible,
apasionante, odioso, enervante, canallesco, fanático, trágico o maravilloso.
Las palabras más cálidas, interesantes y bellas son siempre las que los
nombran: la grandeza y la pequeñez humana se mide por ellos, y su ausencia
convierte la vida en un desierto monótono. Al hablar de la armonía psíquica
concluiremos acerca de lo que enseñaba Platón.
Fuente: Ricardo Yepes Stork, “Fundamentos de Antropología”, Eunsa,
Pamplona 1996.
No hay comentarios:
Publicar un comentario