lunes, 17 de agosto de 2015

CRISTO NO DA EXPLICACIONES QUE HAGAN EL MISTERIO MÁS ACCESIBLE: QUIERE NUESTRA FE


Queridos amigos y hermanos de ReL: en este 20º Domingo del Tiempo Ordinario, del Ciclo B, seguimos desgranando el largo discurso del “Pan de Vida” de Jesús, que nos trae el Evangelio de San Juan en su capítulo 6, hoy nos detendremos en los versículos 51 al 59.

Al decir Jesús: “el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”, manifiesta su intención de llevar el don de sí a los hombres hasta dejarles como comida y bebida, su cuerpo y su sangre.

La Eucaristía se presenta así no sólo en relación estrecha con la muerte del Señor sino también con su Encarnación, como una prolongación mística de la misma. La carne tomada por el Verbo para hacer de ella una oblación al Padre en la cruz, continuará siendo sacrificada místicamente en el sacramento eucarístico y ofrecida a los creyentes como alimento.

A proposición tan inaudita los judíos se rebelaron vivamente: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Y la propuesta es justificable, pues, ¿puede un hombre normal no estremecerse ante la idea de tener que comer la carne de un semejante?

Jesús, con todo, no retracta ni atenúa lo dicho, antes lo recalca con énfasis, evidenciando además la necesidad de esa “comida”: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.

El Señor no da explicaciones que hagan el misterio más accesible: quien no cree en él no lo acepta. Cristo quiere nuestra fe. Pero muchos creyentes, que han recibido el don de la fe, ¿cómo y hasta qué punto creen en este admirable misterio de la Eucaristía? Tal vez el mundo moderno es tan escéptico frente a la Eucaristía, porque con demasiada frecuencia tratan este sacramento con una superficialidad y ligereza espantosas.

Hay que postrarse, suplicar perdón, pedir una fe viva, profundizar en la oración las palabras del Señor, adorar su presencia sacramental, comer de él con infinito amor. Sólo así comprenderemos sus palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come, vivirá por mí”.

La conducta de cada uno de nosotros debe demostrar que no vivimos encerrados en estrechos horizontes terrenos, sino para Cristo, abiertos a inmensos horizontes eternos, y que nuestras obras llevan ya la impronta de la vida eterna en la Eucaristía, que cada Domingo, es nuestro mejor alimento.

Con mi bendición.
Padre José Medina

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