Los que me leéis en este blog
desde hace años sabéis cuanto he meditado sobre la muerte, sabéis cuanto me he
esforzado por tenerla presente. Pues bien, es una divina casualidad que
justamente a mí me haya tocado trabajar con la muerte en mi trabajo diario de
capellán. No creo en las casualidades, le oí decir a un policía en una
serie de televisión, cuando yo tenía unos siete años. Después de tantos años no
se me ha olvidado la frase.
Trabajo en un hospital en cuyos
pasillos descansan más de cuatrocientos ingresados. Eso implica un número
respetable de muertes al cabo del mes. Nos llaman, vamos, oramos, consolamos.
Nos asomamos durante un momento a la muerte. El capellán realmente ve la
muerte. No es como el sacerdote que atiende a un condenado a la pena capital
como ahora que he acabado de leer El extranjero de Camús. El sacerdote
que se acerca al condenado se acerca a alguien perfectamente vivo.
Mientras que un capellán de un
gran hospital de seis plantas realmente ve la muerte haciendo presa, clavando
sus garras, avanzando. En los otros enfermos veo la enfermedad. Pero en
algunos, lo repito, se ve la muerte.
Eso conlleva una reflexión diaria, continua, metódica acerca de este
tema. Además, como es lógico, de la evaluación de los pasos, del proceso, de la
velocidad. El tema para nada me parece agobiante. Pero si algo he aprendido es
que los médicos deben entender que hay que dejar morir. Eso los familiares
nunca lo aceptarán. Pero los médicos deben hacerlo.
P.
FORTEA
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