La noción clave de todo el problema es la de integración. Y lo que más se opone a ella es, de nuevo, la búsqueda desamorada del placer.
Pero con
esto quedan señalados los requisitos que hacen del trato corporal una efectiva
entrega.
Nos falta
analizar las condiciones que convierten la donación del cuerpo en expresión de
la dádiva personal. Para ello es imprescindible que no se rompa, en la
práctica, la unidad del cuerpo y alma que constituye a la persona humana: sólo
si se mantiene la estrecha fusión de espíritu y de materia propia del ser
humano, podrán las relaciones físicas manifestar a la persona toda, en la que real
y vitalmente se hayan instaladas. En este sentido, la noción clave de todo el
problema es la de integración. Y lo que más se opone a ella es, de nuevo, la
búsqueda desamorada del placer.
En el
mismo escrito al que antes aludíamos, G. Grisez, J. Boyle, J. Finnis y W. E.
May recuerdan cómo los efectos de la desintegración se ponen más claramente de
manifiesto en la satisfacción solitaria del impulso sexual, conocida
normalmente como masturbación. Cuando alguien se masturba, al concentrar todo
su interés en la satisfacción del estímulo sexual, acaba casi por
transformarse, exclusivamente, en un «centro sensorio-emocional»: en «algo»
capaz de experimentar el estímulo del sexo y el deleite que se produce al
aplacarlo. En consecuencia, y con mayor intensidad conforme la excitación es
más vehemente, las dimensiones estricta y propiamente personales –la
inteligencia que razona y la voluntad que ama- resultan excluidas de la
actividad autogratificante, excepto en la medida en que se ponen al servicio de
esa misma satisfacción. El cuerpo, por su parte, se convierte en algo
extrínseco, en un «Objeto», en un «instrumento» para eliminar la excitación y
sustituirla por deleite. En tales circunstancias, la persona humana se
fracciona, se des-integra: queda rota la unidad del cuerpo, sensibilidad,
emociones, inteligencia y voluntad, que la constituye íntimamente. Y esto es lo
que explica, desde el punto de vista antropológico, la ilicitud moral de
semejante tipo de actividades: el hombre, la persona, se des-hace, actúa contra
si mismo.
¿Y en las
relaciones sexuales no solitarias? Si lo que las provoca es exclusivamente la
búsqueda de la satisfacción sexual, la des-integración personal de quienes en
ellas intervienen –o de uno solo, en su caso– presenta efectos devastadores. En
última y definitiva instancia, se torna imposible la donación personal en que
consiste, terminalmente, el amor. En efecto, y como decíamos, esa dádiva se
realiza mediante el mutuo obsequio de los cuerpos, en la exacta medida en que
éstos compendian o resumen a la persona toda: es decir, con la condición de que
entre el organismo físico y el alma, de la que dimana para el hombre su
dimensión estrictamente personal, no se introduzca ruptura alguna. Pero la
índole «instrumental» del cuerpo de quien sólo busca el placer lo «desliga» o
«separa» del núcleo constitutivo de la persona: más que medio de comunicación
entre personas, los cuerpos de quienes se comprometen en una actividad de estas
características se configuran como impedimento, como barrera, que impide la
común-unión personal. Quien persigue indiscriminadamente el aplacamiento de su
pulsión sexual, hace del propio cuerpo, y del que con él se relaciona, un
simple objeto, un instrumento de deleite, extraño a la propia intimidad
personal. En estas circunstancias, el organismo resulta alienado, enajenado -se
torna «ajeno»–, y bajo ningún punto de vista puede servir como intermediario en
la comunicación personal ni como medio expresivo de la donación amorosa.
PLACER Y CONTRACEPTIVOS
¿Estamos
sugiriendo, con las líneas que preceden, que la búsqueda del disfrute es el
único móvil que dirige las relaciones contraceptivas? Evidentemente, no. Pero
tampoco debemos pecar de ingenuos: en muchísimas ocasiones, la satisfacción del
estimulo sexual se configura como efectivo motor de la vida matrimonial de
quienes actúan contraceptivamente. Lo que sucede, de hecho, es que la cuestión
ni siquiera llega a plantearse de forma explícita. Hoy, recurrir a la
contracepción es, tantas veces, una «costumbre» adquirida culturalmente y no
cuestionada. Pero en el fondo de esa práctica late, justificada normalmente
bajo pretexto de «espontaneidad», la pretensión de no «interferir» en el curso
«normal» de las relaciones íntimas: lo que, traducido a términos más reales,
equivale a realizar la unión cuando se experimente la necesidad
«natural»–¡instintiva!– de llevarla a término.
Cuando
Juan Pablo II insiste en la enorme diferencia antropológica y moral que separa
las prácticas contraceptivas de la regulación natural de la fertilidad, apela,
entre otros elementos quizá más determinantes, a lo siguiente: quienes, con
grave causa, se ejercitan en la continencia periódica –con ayuda del método
Billings, por ejemplo–, han de abstenerse inicialmente, durante un periodo de
aproximadamente un mes, de todo tipo de relaciones íntimas; y, después, durante
bastantes días a lo largo de cada ciclo, de realizar la cópula. Con ello
demuestran en la práctica, con los hechos, que son capaces de doblegar el
propio impulso instintivo cuando existe un motivo suficiente para hacerlo;
aseguran de esta suerte el autodominio y, con él, la calidad de su entrega:
incrementan la categoría de su amor. De lo que quieren prescindir quienes
acuden a los medios anticonceptivos es, justamente, de la necesidad de la
abstención; pero, al obrar de este modo, se privan de la posibilidad de
ejercitar el propio imperio sobre el instinto y, con ello, de aquilatar su
querer: ya no hay propiamente amor, porque, en rigor, no hay entrega.
Resumiendo:
cuantos se acogen a los métodos contraceptivos, habiendo prescindido de la
motivación cardinal de los hijos –que frontalmente rechazan–, sólo pueden
realizar la unión física por una de estas dos razones: satisfacer una pulsión
psicofísica o «expresar» su amor. Hemos visto cómo quienes lo hacen por el
primer motivo –el instinto– ponen en peligro el amor mutuo. ¿Qué decir a los
que sinceramente justifican la contracepción como una necesidad para mantener,
con las relaciones matrimoniales frecuentes, el mutuo afecto? Algo muy sencillo
y radical: que el trato corporal contraceptivo, considerado en sí mismo, con
independencia de las intenciones subjetivas, resulta inadecuado para
exteriorizar el amor conyugal; y que, en consecuencia, en lugar de
incrementarlo, lo lesiona gravemente, pudiendo llegar a hacerlo desaparecer.
Con el
fin de demostrar esta última tesis, capital para nuestro intento, hemos de dar
un pequeño rodeo, analizando en qué sentido los gestos corporales son
manifestativos de la interioridad personal.
Tomás
Melendo Granados
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