El otro día
hablaba con una amiga que es psicoterapeuta, y me decía, debido a sus
experiencias, que es muy importante el cuidado emocional de los sacerdotes,
puesto que, me decía ella, el celibato es "antinatural". Yo le
corregí diciéndole que el celibato no es antinatural, sino sobrenatural.
Presupone un don de Dios que la Iglesia pide a los que se sienten llamados al
sacerdocio; sólo aquellos que han recibido el carisma del celibato pueden ser llamados
al sacerdocio. Este es un punto que levanta no pocas ampollas todavía. La
crisis sacerdotal que llevó a no pocas secularizaciones tras el Concilio sigue
aún batiendo contra la Iglesia. Y no digo crisis vocacional, sino crisis
sacerdotal. Y prueba de ello son los dolorosamente numerosos escándalos que han
acusado y siguen azotando a Nuestra Madre, la Iglesia. Algunos aseguran que la
crisis sacerdotal se solucionaría con la abolición del celibato. Pero decir eso
es desconocer el origen del problema. En cierto sentido, mi amiga tenía razón.
El celibato es un modo muy concreto de vivir la afectividad que requiere una
honda preparación, ya que, si no se vive humanamente como un don sobrenatural,
corre el riesgo de convertirse en algo antinatural, que puede hacer que quien
no lo vive bien se convierta en un alguien raro; o peor aún, que viva una doble
vida con una apariencia de celibato, y otra vida en la que puede cometer
terribles abominaciones. Ciertamente, el problema de los abusos implica una
patología psíquica, no es cuestión de desliz. Tampoco podemos obviar que la gran
mayoría de los abusos que se han perpetrado en nuestros días son abusos
homosexuales, por lo que interesaría ver la relación entre pederastia y
homosexualidad. Pero en este artículo no quiero centrarme en esos temas que
dejo apuntados, sino en la cuestión de la afectividad célibe. Porque el célibe
no es una persona que tiene castrada la afectividad; no es un ser asexuado; no
tiene por qué ser alguien con una doble vida, ni tampoco alguien extraño que no
sabe amar; no es un hombre que no sabe tratar a las mujeres ni un frustrado que
no encontró a nadie que le quisiera; no tendría que ser alguien cuyos gestos de
cariño resultaran forzados, ni tampoco alguien cuyas manifestaciones afectivas
resultaran demasiado excesivas y llamativas. El célibe, como cualquier ser
humano, está llamado a ser una persona normal. En la facultad de teología nos
decían que la gracia presupone la naturaleza; eso quiere decir que si un célibe
quiere llegar a ser alguien sobrenatural, primero debe ser alguien natural. La
afectividad célibe es muy peculiar. Supone una renuncia a la manifestación
natural del amor, que se da dentro del matrimonio, y en consecuencia, una
renuncia a la expresión genital del amor. Mis palabras están cuidadosamente
escogidas. No he dicho "una renuncia a la expresión sexual del amor",
sino "una renuncia a la expresión genital del amor". Porque el
sacerdote es un varón, sexuado, que siempre amará como hombre que es, y cuyos
gestos y manifestaciones serán siempre los de un hombre. Pero que ha renunciado
a manifestar ese amor de una forma genital, renunciando así a una paternidad
biológica. Es importante no obviar esta parte del celibato. Como renuncia,
significa sacrificio, dificultad, esfuerzo; significa dudas, crisis y
sentimiento de pérdida; significa, en ocasiones, dolor. Como por otra parte
también el casado renuncia a una vida en solitario y al resto de mujeres,
renuncia que también significa sacrificio, dificultad, esfuerzo; significa
dudas, crisis y sentimiento de pérdida; significa, en ocasiones, dolor. No
quiero ni quitarle hierro a la dificultad del celibato, ni tampoco añadírsela
como su fuera una vida horrible e imposible de vivir. En quien ha recibido el
don del celibato, su vivencia no supone más dificultades que la del casado; es
más, según San Pablo, supone menos dificultades. Pero la renuncia no es
represión. La represión supone rechazar algo a cambio de nada; la renuncia es
dejar algo a cambio de algo mejor. El célibe renuncia a vivir una vida marital
y una paternidad biológica para poder vivir una vida de entrega a la Iglesia y
a los hombres, y una paternidad espiritual; y no lo hace por misoginia o
incapacidad afectiva, sino porque ha descubierto que esa es su vocación: lo
hace por amor. El celibato da al hombre un corazón grande, como el de Cristo,
en el que entran todos los hombres sin preferencias; un corazón capaz de
entregarse todos los días y a todas horas; un corazón capaz de amar a las
mujeres como mujeres, con una mirada pura y desinteresada como la de Jesús. El
celibato da al hombre la libertad para entregarse sin restricciones ni
divisiones, sin límites de tiempo o condicionamientos afectivos, sin estar
atado a nada ni a nadie. El celibato da al hombre la capacidad de despojamiento
necesaria para vivir la pobreza, y recordarse y recordar a los demás que
estamos de paso, que esto no es el cielo, que lo mejor está aún por llegar.
Pero sobre todo, el celibato es un desposorio místico con Jesucristo, en el que
Él es quien colma el corazón del consagrado, dándole la gracia de adelantar el
cielo y poder vivir la pertenencia a Cristo ya en esta tierra. El celibato es
uno de los mayores regalos que Dios puede hacer a un hombre y a la Iglesia.
Pero todas estas realidades sobrenaturales han de ser vividas de un modo
natural, normal, porque Dios no hace del célibe un ángel. Para poder vivir bien
el celibato es necesario sanar las heridas afectivas que todos los seres
humanos nos hemos hecho en el camino de la vida. Las heridas causadas por
nuestro padre, por nuestra madre y nuestros hermanos; las heridas a la
autoestima causadas por nuestro físico, por las comparaciones, por las burlas
de los compañeros; las frustraciones causadas por desengaños amorosos o por
manipulaciones afectivas; la heridas de rencor o rechazo contra otros o contra
nosotros mismos; etc. Si no sanamos esas heridas, indefectiblemente alterarán
nuestra capacidad de amar y nos llevarán a nuevas heridas que pueden acabar
haciendo insana nuestra afectividad. ¿Y cómo se sanan esas heridas? Muchas
veces a través de una buena terapia; otras veces puede bastar con la ayuda de
un buen director espiritual, que trabaje también los aspectos humanos de la
personalidad; y en todo caso con oración, amistad y sinceridad. Si bien es
cierto que elegir el celibato supone elegir una forma de soledad, no es menos
cierto que eso no significa que el célibe deba ser un hombre solitario. Jesús
no era un hombre solitario, a pesar de buscar abundantes momentos de soledad.
Esa soledad era para el descanso y la oración; pero no se debía a una fobia
social o a una incapacidad relacional. El célibe debe saber relacionarse con
normalidad; ni huir de la soledad llenando su agenda de actividades y citas; ni
buscar cualquier ocasión para escabullirse huraño por el primer hueco que
encuentre. Porque en un corazón sano habita el amor, que sabe disfrutar del
encuentro, tratar con naturalidad a los hombres y las mujeres, y expresar sus
emociones de un modo sincero y natural. Un célibe puede manifestar cariño. Un
célibe puede sentir tristeza y miedo, y puede expresarlo. Un célibe puede tener
un momento de dificultad y pedir ayuda. Un célibe no es perfecto; no es Dios.
Como ser humano, necesita a los demás, su cariño, su comprensión. Una excesiva
dureza, y también una excesiva sensibilidad, pueden ser signos de heridas sin sanar
que condicionan la afectividad del célibe. En ocasiones los célibes nos
convertimos en solterones. Por eso una vida comunitaria, aunque sea mínima, es
muy importante, y puede garantizar que el célibe siga siendo una persona
normal, conectada con sus emociones, sin represiones ni permisivismos. A veces
los célibes tenemos miedo a la espontaneidad porque nos parece peligrosa, como
una especie de fuente de pecado o algo así. Pero si en el corazón reina Cristo,
y uno es consciente de sus debilidades e inclinaciones, esa espontaneidad no
tiene por qué ser peligrosa; es más, puede ser fuente de vida y libertad, y un
poderoso medio de evangelización. ¿No se hace uno célibe por amor? Atrevámonos
q amar, sin límites, sin condiciones, con un corazón esponjado y libre. Y en la
lucha por amar bien, en la cual siempre es difícil acertar con la distancia
adecuada, trabajemos por sanar todo aquello que nos dificulta amar como Cristo.
Él dijo que nos daría pastores "según su Corazón". Que aprendamos del
Corazón de Cristo, tan humano como divino, a amar con naturalidad y
sobrenaturalidad.
Jesús
María Silva Castignani
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