ORACIONES Y LETANÍA
Las oraciones que conforman al Santo Rosario y la Letanía Lauretana de alabanza a:
- La
Virgen
- La
Señal de la Cruz
- En el
nombre del Padre, + y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
EL
CREDO
Creo en
Dios, Padre todopoderoso, creador del Cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo
su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu
Santo; nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día
resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está a la diestra de Dios
Padre; desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el
Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el
perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. Amén.
EL
PADRE NUESTRO
Padre
Nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Venga tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada
día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
AVE
MARÍA
Dios te
salve, María. Llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tu eres entre
todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María,
Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte. Amén.
GLORIA
Gloria al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
MADRE
DE GRACIA
V. María,
Madre de Gracia, Madre de Misericordia.
R.
En la
vida y en la muerte ampáranos Gran Señora.
LETANÍA
LAURETANA
V. Señor,
ten misericordia de nosotros
R. Señor,
ten misericordia de nosotros
V. Cristo,
ten misericordia de nosotros
R. Cristo,
ten misericordia de nosotros
V. Señor, ten misericordia de nosotros
R. Señor,
ten misericordia de nosotros
V. Cristo, óyenos
R. Cristo,
óyenos
V. Cristo, escúchanos
R. Cristo,
escúchanos
V. Dios,
Padre celestial
R. Ten
misericordia de nosotros
V. Dios Hijo, Redentor del mundo
R. Ten
misericordia de nosotros
V. Dios Espíritu Santo
R. Ten
misericordia de nosotros
V. Trinidad Santa, un solo Dios
R. Ten
misericordia de nosotros
::::::::::::::::::::::::::::
Santa
María
……………………………………ruega
por nosotros
Santa
Madre de Dios
Santa
Virgen de las vírgenes
Madre de
Cristo
Madre de
la Iglesia
Madre de
la divina gracia
Madre
purísima
Madre
castísima
Madre
virginal
Madre sin
mancha
Madre
inmaculada
Madre
amable
Madre
admirable
Madre del
Buen Consejo
Madre del
Creador
Madre del
Salvador
Virgen
prudentísima
Virgen
digna de veneración
Virgen
digna de alabanza
Virgen
poderosa
Virgen
clemente
Virgen
fiel
Espejo de
justicia
Trono de
sabiduría
Causa de
nuestra alegría
Vaso
espiritual
Vaso
digno de honor
Vaso
insigne de devoción
Rosa
mística
Torre de
David
Torre de
marfil
Casa de
oro
Arca de
la alianza
Puerta
del cielo
Estrella
de la mañana
Salud de
los enfermos
Refugio
de los pecadores
Consuelo
de los afligidos
Auxilio
de los cristianos
Reina de
los Ángeles
Reina de
los Patriarcas
Reina de
los Profetas
Reina de
los Apóstoles
Reina de
los Mártires
Reina de
los Confesores
Reina de
las Vírgenes
Reina de
todos los Santos
Reina
concebida sin pecado original
Reina
elevada al cielo
Reina del
Santísimo Rosario
Reina de
la Familia
Reina de
la paz
:::::::::::::::::::::::::::::::::
V. Cordero
de Dios, que quitas los pecados del mundo
R.
Perdónanos, Señor
V. Cordero
de Dios, que quitas los pecados del mundo
R. Escúchanos, Señor
V. Cordero
de Dios, que quitas los pecados del mundo
R. Ten
misericordia de nosotros
V.
Ruega por
nosotros, Santa Madre de Dios
R. Para que
seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.
OREMOS,
Te
suplicamos, Señor, que derrames tu gracia en nuestras almas para que los que,
por el anuncio del Ángel, hemos conocido la Encarnación de tu Hijo Jesucristo,
por su Pasión y Cruz, seamos llevados a la gloria de su Resurrección. Por el
mismo Jesucristo nuestro Señor
R. Amén.
MISTERIOS DE LUZ
Un
interesante análisis para comprender y profundizar el sentido de los nuevos
"Misterios Luminosos" que añade S.S. Juan Pablo II al rezo del Santo
Rosario.
En Belén
vino la Luz vino al mundo. Estuvo oculta a muchos, luciente para María Y José.
Escondida en Belén y luminosa en los cielos que se abren. Hasta que la Luz de
Cristo empezó a iluminar a los hombres. El primero en ser iluminado fue Juan el
Bautista en el Jordán al bautizar a Jesús habló el Padre y su Espíritu. El
Bautista transmite esa luz a algunos que serán los primeros: Juan, Andrés,
Simón Pedro, Santiago y Felipe son los que conocemos. Éstos junto a Bartolomé y
María acuden a Caná y allí Jesús les ilumina con el primer milagro, el signo
mesiánico de la transformación de agua en vino en la alegría de una boda. Ya
creían, pero allí creen más, pues la Luz es más intensa.
María les
introduce en misterio de Cristo, el Hijo. En el Tabor están tres de ellos
–Pedro, Juan y Santiago- y allí la luz fue deslumbrante, toda su humanidad
irradia luminosidad divina. A su lado la luz de la Ley con Moisés y la luz de
los profetas con Elías, pero les parece breve pues es un instante dichoso
preludio de la eternidad. Convenía que esa Luz llegase a todos y Jesús predica
del Reino de Dios, Reino de Amor, justicia, verdad y libertad. Pero sólo
entenderán los que se conviertan arrepintiéndose de sus pecados y creyendo,
hasta lo increíble, y les habla con parábolas, con muchos argumentos. Hasta que
les descubre el misterio de amor máximo: la Eucaristía. Jesús estará presente
por amor en el pan, el alimento de los pobres, el alimento preferido de los
niños. El amor llega a la locura de esa entrega plena. Con María es posible
aprender a caminar hacia la Luz que será creciente en la Cruz, en la
Resurrección, en la Ascensión y en Pentecostés.
Juan
Pablo II propone a los cristianos añadir los misterios luminosos en el rezo del
Santo rosario para poder contemplar los tres años de vida pública de Jesús en
su comienzo de la Revelación a los hombres de la Luz que ilumina al mundo. Así
lo expresa en su carta apostólica “Pasando de la infancia y de la vida de
Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios
que se pueden llamar de manera especial « misterios de luz ». En realidad, todo
el misterio de Cristo es luz. Él es « la luz del mundo » (Jn 8, 12). Pero esta
dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando
anuncia el evangelio del Reino.
Deseando
indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos –misterios «
luminosos »– de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar:
1. su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bodas de Caná; 3. su
anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su Transfiguración; 5.
institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno
de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús.
Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo,
como inocente que se hace "pecado" por nosotros (cf. 2 Co 5, 21),
entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo
predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para
investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los
signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino,
abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María,
la primera creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús
anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15),
perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13;
Lc 47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará
ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la
Reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la
Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria
de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo
acredita ante los apóstoles extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35
par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de
llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el
Espíritu Santo. Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía,
en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies
del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta el
extremo » (Jn13, 1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto
en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo.
Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento
de la predicación de Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada dicen sobre su
presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía.
Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión
de Cristo. La revelación, que en el Bautismo en el Jordán proviene directamente
del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en
Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de
todos los tiempos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Es una exhortación
que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública,
siendo como el telón de fondo mariano de todos los « misterios de luz »” (Juan
Pablo II Carta Rosarium Virginis Mariae)
1º
EL BAUTISMO DE JESÚS
Jesús
avanza decidido entre el grupo de peregrinos que viene de Galilea. Se coloca
ante Juan, que lo reconoce, y comienza un breve diálogo. Jesús ha llegado al
Jordán para ser bautizado por Juan. Pero éste se resiste diciendo: “Soy yo
quien necesita ser bautizado por ti. ¿Cómo vienes tú a mí?” El bautista dirá
más tarde que no le conocía. No le conocía como Mesías y portador del bautismo
de fuego y del Espíritu Santo, pero le conoce como pariente, al menos de oídas,
por las palabras de su madre Isabel y de su padre Zacarías. Sabe que Jesús es
justo, que no hay pecado en él, que reza, que ama a Dios, que ama a sus padres.
Quizá sabe más cosas, pero no lo sabe todo, pues el silencio de la vida oculta
se extiende también a los cercanos en los lazos de sangre. Respondiendo Jesús
le dijo: “Déjame ahora; así es como debemos nosotros cumplir toda justicia. Entonces
Juan se lo permitió” (Mt).
Y cumple
Jesús toda justicia. Desciende a las aguas ante Juan. En aquellos momentos el
inocente de todo pecado asume todos los pecados de los hombres. Los miles de
millones de pecados de los hombres caen sobre sus espaldas, y los asume
haciéndose pecado, como si fuesen suyos, sin serlo. Esta decisión libre le
costará sangre y sudor: amor difícil, amor total que llegará a estar
crucificado, hasta dar la vida por todos.
Cuando
Jesús entra en las aguas y Juan baña su cabeza, son sumergidos todos los
pecados de los hombres. Las aguas limpian el cuerpo, y por eso son tomadas como
símbolo de la limpieza de las almas que se arrepienten ante Dios. Más no pueden
hacer. Pero al sumergirse Jesús en las aguas, las santifica, les da una fuerza
nueva. Más adelante, el bautismo lavará, como las aguas, los pecados hasta la
raíz, y dará la nueva vida que Cristo conquistará en su resurrección. Serán,
efectivamente, aguas vivas que saltan hasta la vida eterna.
Al salir
Jesús del agua sucede el gran acontecimiento: Dios se manifiesta.
“Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y he aquí que
se le abrieron los Cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de
paloma y venía sobre él. Y una voz del Cielo que decía: Este es mi Hijo, el
amado, en quien me he complacido” (Mt). La voz es la del Padre, eterno Amante,
el que engendra al Hijo en un acto de conocimiento y amor eterno, dándole toda
su vida. El Hijo es el Amado, igual al Padre según su divinidad, imagen perfecta
del Padre, su Palabra eterna, el Verbo de Dios. Es tan Hijo que es
consustancial con el Padre, los dos son uno en unión de amor y de verdad. El
Padre le dio toda su vida, y el Hijo ama al Padre con ese amor obediente que
vemos en Jesús cuando desciende a las aguas como hombre que se sabe Dios, desde
una libertad humana con la que se entrega por los hombres y ama al Padre. Y el
Padre se complace en ese hombre que le ama con amor total, y mira a los demás
hombres saliendo del pecado, y les ama en el Hijo.
La paloma
simboliza el Espíritu. Anunció la nueva tierra y la paz de Dios después del
diluvio a los hombres, castigados por sus pecados. Anuncia el amor a los que
quieren vivir de amor. Anuncia junto a Jesús la nueva Alianza, por la que, de
nuevo, el Espíritu de Dios volará sobre las aguas del mundo. Limpiará los
corazones con el fuego de su amor, purificará las intenciones, llenará de Dios
a todos los que crean y esperen, inflamará de amor a los amantes que desean el
amor total, tan lejano al amor propio. Jesús es ungido por el Espíritu. Jesús
es así el Cristo, el nuevo rey del Reino del Padre. Antes, los reyes y los
sacerdotes eran ungidos con aceite, y la gracia de Dios les daba fuerzas. Ahora
el Espíritu mismo invade a Jesús. Podrá actuar con plena libertad en su alma
dócil, le impulsará, le encenderá en fuego divino. Por eso “Jesús, lleno del
Espíritu Santo, regresó del Jordán y fue conducido por el Espíritu al
desierto”. Comienza su vida de Ungido por el Espíritu, que le lleva a lo más
alejado del paraíso, al desierto, donde se mortifica, reza y sufre la tentación
de Satanás.
2.
LA BODA DE CANÁ
Después
de ese primer encuentro Jesús acudió con los discípulos y María a Caná, donde
realiza el primer milagro. La importancia de María, la Madre de Jesús, en este
encuentro es muy grande. Los discípulos dejan todo para seguir a Jesús. Pero
saben poco de Él. Es lógico que les agrade conocer a su Madre, aunque
desconozcan las maravillas que Dios ha hecho en ella. La ven amable y muy
compenetrada con su Hijo. Todos van a Caná a unas bodas. Jesús les está
enseñando que no rechaza el matrimonio como malo, ni siquiera como algo
permitido, pero negativo, sino que se alegra con los novios, como lo hacen
todos. Es más, Cristo bendice con su presencia la unión matrimonial con
bendiciones del cielo para que pueda cumplir su función original de ser
comunión de amor y de vida. Allí Jesús “manifestó su gloria” y “los discípulos
creyeron en él”. La intervención de María en estas dos realidades es decisiva.
María
está con Jesús en la fiesta de la boda, se fija en todo, y en un momento
determinado dice a su Hijo: “No tienen vino” (Jn). Es una petición doble, pues
de una parte le pide ayuda en una pequeña dificultad doméstica; y de otra
parece que le propone que se manifieste como Mesías mediante un milagro.
La
primera reacción de Jesús parece negativa: “¿Qué nos va a ti y a mí? Aún no ha
llegado mi hora”. Se cruzan las miradas. María amablemente compenetrada con su
Hijo dice en voz baja a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” (Jn).
Entonces Jesús se levanta, se dirige a los sirvientes y les indica que llenen
las hidrias de agua, unos seiscientos litros, trabajo pesado. Obedecen. Y se
realiza el milagro de convertir el agua en vino de gran calidad, lo que
sorprende al maestresala, que así se lo comenta a los novios. Se debió levantar
un cierto revuelo. Jesús se retira. Acaba de comenzar la ola de milagros,
signos de los tiempos mesiánicos, tiempos de abundancia, de alegría, de
curación. Entonces, los discípulos se dan cuenta de lo que ha pasado. Están
ante alguien más grande de lo que en un principio pensaban. Un milagro sólo se
puede hacer con el poder de Dios, y ellos han visto con sus propios ojos lo que
ha sucedido. “Y creyeron en él” como Mesías (Jn). El papel de María es fundamental
en este inicio. Después tendrán ocasión de conocer a esta mujer tan sencilla
que es, nada más y nada menos, que la Madre de Dios.
3.
EL ANUNCIO DEL REINO DE DIOS
En los
primeros meses de su vida pública, Jesús tiene una gran aceptación entre los
que le oyen, y en otros a los que llega el mensaje. Es constante en los
evangelistas señalar que “creyeron en él” y era alabado por muchos. ¿Qué era lo
que Jesús predicaba para ser tan aceptado? Nada más y nada menos que el Reino
de Dios: “Llegó Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo: el
tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed
en el Evangelio” (Mc). Juan había preparado el camino predicando que el Reino
de Dios estaba al llegar, y así se levantaron grandes expectativas. Pero ahora
el Reino de Dios está a las puertas y es Jesús quien lo trae. Todas las miradas
se dirigen hacia Él y las esperanzas se despiertan.
La
esperanza en el Reino de Dios no era cosa de unos días, ni de una generación,
sino que se remontaba a siglos –más de un milenio– en la conciencia histórica
de Israel. En todos los hombres y en todos los pueblos ha existido la esperanza
de una organización donde reine la paz y la justicia y donde los hombres puedan
relacionarse con Dios con libertad, a pesar de que los continuos fracasos
lleven a considerar este Reino de paz, amor, justicia y libertad como una
utopía. Pero en Israel esta esperanza tiene una fuerza especial porque conecta
con la promesa histórica hecha por Dios mismo.
En
Israel, el poder tuvo siempre una dimensión religiosa. Así se aprecia ya en
Abraham y en Jacob. Pero donde aparece con más claridad es en la monarquía
davídica, en la que se cumplen las promesas hechas a los padres en la fe. La
dinastía de David subsistirá por siempre (2 Sam) porque Dios le ha hecho una
promesa. A partir de ese momento la esperanza de Israel irá unida a la realeza
de la estirpe de David (Sal 2 y 110). El rey es “ungido” (mesías) y subordinado
a Dios. Isaías anuncia ante el calculador rey Ajaz que de una virgen nacerá un
hijo de rey con características extraordinarias: “Un niño nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado; sobre sus hombros el imperio, y su nombre será: Consejero
admirable, Dios potente, Padre eterno, Príncipe de la paz, para ensanchar el imperio,
para una paz sin fin, en el trono de David y en su Reino, para sentarlo y
afirmarlo en el derecho y la justicia desde ahora hasta siempre” (Is); con él
vendrá una paz insospechada y una reconciliación grande, nacerá en Belén de
Efratá y será pastor del pueblo con un poder que llegará a los confines de la
tierra con paz (Miq); reinará con justicia y con sabiduría, ejercerá el derecho
(Jer). Con el destierro de Israel a Babilonia creció de un modo espiritual esta
esperanza, y se une al Templo y a un culto renovado a Dios (Ez). Esta espera se
hace exultante e inminente en los tiempos anteriores a Cristo: “Salta de
júbilo, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén. He aquí que tu rey viene a
ti; él es justo y victorioso, humilde y montado en un asno, joven cría de asna.
Y hará que desaparezcan los carros de guerra de Efraím y los caballos de
Jerusalén, y desaparecerá el arco de guerra. Él anunciará la paz a las naciones
y dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra” (Zac).
Esta
esperanza del Reino de Dios se revistió en la secta de los esenios de Qumram de
un carácter político y nacionalista, y en los celotes de violenta índole.
También era muy fuerte entre los fariseos; todo el pueblo estaba a la espera
del Reino de Dios. En este contexto llega Jesús, avalado por el testimonio del
Bautista, y dice que ha llegado el Reino de Dios; por fin la esperanza se está
cumpliendo. Si se cree, el entusiasmo es lógico.
Jesús lo
anuncia como un evangelio, como una buena nueva, como una novedad. El componente
religioso es claro: deben convertirse, cambiar de mente, depurarse de las
deformaciones y estar dispuestos a ver y aceptar en qué modo se manifiesta el
cumplimiento de las promesas y la plenitud del Reino. Después se irá aclarando
en qué consiste el Reino de Dios; pero, de momento, el anuncio está hecho. La
primera aceptación de la mayoría es una buena señal para ese nuevo Reino de
Dios en la tierra y en Israel.
4.
LA TRANSFIGURACIÓN EN EL MONTE TABOR
A los
pocos días ocurrió la Transfiguración. Desde que Jesús comenzó su vida pública
sus triunfos y gloria han ido en aumento. Tras el discurso del Pan de vida se
ha producido un giro notable; los milagros serán menos frecuentes, su
predicación menos popular, y las cosas que se dicen tendrán un mayor contenido.
Jesús hablará varias veces de su muerte y vivirá, de ordinario, retirado con
los suyos. La transfiguración se realiza sólo ante los más íntimos: Juan, Pedro
y Santiago, pero tiene un gran valor de revelación en muchos aspectos.
“Sucedió
unos ocho días después de estas palabras, que tomó consigo a Pedro, a Juan y a
Santiago, y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de
sus rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente. Y he aquí que dos
hombres estaban conversando con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en
forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que había de cumplirse en
Jerusalén. Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño.
Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que con él estaban. Cuando
éstos se apartaron de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, qué bien estamos aquí,
hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías; no
sabiendo lo que decía. Mientras decía esto, se formó una nube y los cubrió con su
sombra. Al entrar ellos en la nube, se atemorizaron. Y salió una voz desde la
nube, que decía: este es mi Hijo, el elegido, escuchadle. Cuando sonó la voz,
se quedó Jesús solo. Ellos guardaron silencio, y a nadie dijeron por entonces
nada de lo que habían visto” (Lc). El monte estaba lejos de Cesarea de Filipo,
y van caminando a ese lugar de gran belleza con las vistas a la llanura de
Esdrelón.
La
oración de Jesús era siempre intensa y, muchas veces, en silencio. Esta oración
llevaba a Jesús a una unión con el Padre especial. Era hablar y escuchar. Darse
y recibir. Amar y ser amado, unión total en todos los niveles del ser de
Cristo. Jesús adora con toda su humanidad. Pero pocas veces se manifiesta esa
unión al exterior. Ahora, cuando las batallas más duras están a punto de
empezar, conviene que lo interno se manifieste exteriormente. Y la gloria de la
divinidad se manifiesta en su rostro: “brillante como el sol”, y en los mismos
vestidos, “resplandecientes de luz”. No parece que se trate de una visión espiritual,
sino de una realidad palpable en el cuerpo de Jesús. Los apóstoles ven a Cristo
glorioso como nunca le habían visto. Es un preludio del Reino que ha venido a
traer, de la resurrección que ya ha anunciado, de la gloria del cielo para los
que crean en él y sean fieles. La reacción es de estupor: se despiertan
sorprendidos de lo que están viendo. Un gozo inexplicable, como un reflejo del
de Jesús, les invade. “Qué bien se está aquí” es el comentario, como intentando
detener el tiempo en situación tan feliz.
Pero hay
más; junto a Jesús aparecen Moisés y Elías. Ambos habían tenido una especial
revelación de Dios en el monte Sinaí. Moisés recibe la revelación de Dios, de
su nombre y de su Ley y con ella el mandato de liberar y formar un pueblo según
la alianza de los padres; y lo hizo. Elías, mucho más tarde, recibe la misión
de recuperar la fidelidad del pueblo a esa Alianza. Moisés, al final de su
vida, pide a Dios ver su rostro, y ahora le es manifiesto su rostro humano, en
Jesucristo. Elías busca a Dios, y le encuentra en una suave brisa; ahora está
ante Él de un modo humano, humilde y real. Sorprende el tema de su
conversación: la muerte de Jesús en Jerusalén. La antigua Alianza alcanzará su
plenitud en la Pasión de Jesús. Las profecías del Mesías como Siervo doliente
son certeras. El amor llegará al límite de no detenerse ante nada. Todo lo
anterior era figura de lo que había de suceder. Sin embargo, no deja de ser
sorprendente la mezcla de cruz y muerte con la gloria de Jesús en esta
Transfiguración. Una lógica nueva se está desarrollando. Entenderla requerirá
una fe espiritual, una fe que permita conocer al mismo Dios que manifiesta su
gloria en la humildad. Y la máxima humildad es ser humillado, poder defenderse
y, aún más, vencer, pero aceptar la derrota para triunfar de un modo superior a
un enemigo como el pecado, que tiene su raíz en el orgullo y la rebeldía.
La voz
del Padre resuena en la Transfiguración, como se oyó en el Jordán: “Este es mi
Hijo el predilecto, escuchadle”. El Amado que va a demostrar que el hombre
puede también amar al máximo, y les pide fe. Una fe que deberá actualizarse
también cuando no entiendan su conducta y que deberá agudizarse cuando le vean
derrotado.
Y pasó la
Transfiguración. Breve, como todo lo dichoso, menos en el cielo que será para
siempre. La referencia de Pedro a las tres tiendas quizá tiene que ver con la
próxima fiesta de los Tabernáculos, o, sencillamente, con querer prolongar la
dicha que experimenta. Pero deben atender a lo que se les revela pues Cristo es
el nuevo legislador. Al oír la voz “los discípulos cayeron sobre su rostro
presos de un gran temor. Se acercó Jesús a ellos y tocándoles, dijo: Levantaos,
no tengáis miedo. Y cuando se levantaron no vieron a nadie, sino a Jesús solo”
(Mt).
“Mientras
bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto, hasta
que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas
palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos. Y
le hacían esta pregunta: ¿Por qué dicen los fariseos y los escribas que Elías
ha de venir primero? El les respondió: Elías vendrá antes y restablecerá todas
las cosas; pero, ¿cómo está escrito del Hijo del Hombre que padecerá mucho y
será despreciado? Sin embargo, yo os digo que Elías ya ha venido e hicieron con
él lo que quisieron, según está escrito de él” (Mc).
Explica
el Señor más a fondo su muerte y su resurrección. El Mesías ha de padecer mucho
y ser despreciado; pero vencerá incluso a la muerte, cosa que ningún hombre
puede hacer. Ésta es la lucha. Es como una decisión irrevocable del Padre y del
Hijo. Ya se ha cumplido el tiempo de la misericordia, ahora será el tiempo de
la justicia, pero de un modo sorprendente: el Justo llevará sobre sí los
pecados de todos, pagando por ellos. Y ante la pregunta sobre Elías les dice
que el Bautista era el Elías que había de venir, el profeta de fuego que
anuncia la nueva Alianza.
El Reino
de Dios se ha hecho transparente por unos momentos, el monte Tabor es como un
nuevo Sinaí; pero conviene bajar al valle donde están todos ajenos a lo
sucedido en las alturas. Pedro, Juan y Santiago callan y reflexionan por el
nuevo curso de los acontecimientos.
5º
LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA Y EL DISCURSO DEL PAN DE VIDA
En la
sinagoga de Cafarnaún se van a producir unos hechos de capital importancia.
Jesús ha predicado con profundidad y abundancia. Ha llegado a muchas gentes de
las más variadas procedencias. Ha realizado multitud de milagros con un claro
contenido simbólico, especialmente los de la multiplicación de panes y peces.
El mensaje estaba lo suficientemente claro para tener fe en él. Pero los hechos
muestran que, salvo un pequeño grupo que cree sin condiciones, se da una gran
variedad de respuestas. La mayoría del pueblo quiere hacerle rey, lo que
significa que le quieren; pero no le comprenden. Quieren un reinado material,
con contenido religioso. Les mueven sus intereses inmediatos. Ocurre como en la
primera tentación del desierto. Jesús ya ha vencido esta tentación, pero ellos
no; quieren un mesianismo deficiente. Por otra parte, están los que se oponen a
Jesús y a su mensaje. Es una oposición cerrada, agravada porque tienen más
cultura teológica, pero no tienen fe. Buscarán todos los razonamientos posibles
para rechazarle; no quieren saber nada de Él y su enseñanza de un amor total a
Dios y a los demás. Viendo no ven, porque no quieren ver, son guías ciegos.
En este
contexto, después de la vuelta por Tiro y Sidón y la Decápolis, regresa a
Cafarnaún. Acude a la sinagoga, y allí van todos: los que creen en él hasta el
punto de entregarse y seguirle, los que creen con imperfecciones, los que no
creen. Todos ponen atención en este discurso que tiene una gran importancia en
la vida de Jesús. El momento es solemne, la expectación máxima.
Jesús
comienza con un reproche sobre la rectitud de intención de los que le quieren
escuchar: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber
visto los milagros, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado.
Obrad no por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida
eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre
con su sello” (Jn). Los que le escuchan aceptan la suave reprensión con
mansedumbre, por lo que preguntan cómo rectificar: “¿Qué haremos para realizar
las obras de Dios?” Parece que las cosas van por buen camino, y hay
entendimiento entre Jesús y los oyentes. Jesús les respondió: “Ésta es la obra
de Dios, que creáis en quien El ha enviado”. Una vez más es la fe lo que se les
pide. Una fe que vaya más allá de la repetición de unos conocimientos teóricos,
más o menos alejados de la vida. Una fe que sea, al mismo tiempo, amor y
entrega; fe en el que sabe más y todo lo hace por amor.
Pero no
todos le oyen con tan buenas disposiciones. Se puede ver que en la sinagoga
están todos: los que le quieren y los que le rechazan. Y fariseos, saduceos y
escribas insisten en exigir el signo del cielo, la prueba evidente del
mesianismo que esperan, por lo que “le dijeron: ¿Pues qué milagro haces tú,
para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres
comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del
Cielo”. El maná caído del cielo al pedirlo Moisés en el desierto era considerado
el mayor milagro en aquellos tiempos cruciales de la vida del Pueblo de Dios.
Manifiesta el poder de Dios, que calmó el hambre del cuerpo y del alma. Jesús
entra ya en el tema del signo del cielo y “les respondió: En verdad, en verdad
os digo que no os dio Moisés el pan del Cielo, sino que mi Padre os da el
verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da
la vida al mundo”. El pan del cielo es la doctrina de Dios y él mismo; sólo con
esto superarán todas las hambres del espíritu. Los demás, los de buenas
disposiciones, dejan oír su voz y le dicen: “Señor, danos siempre de este pan”.
Están dispuestos a rectificar sus motivaciones egoístas y materialistas y,
después, a vivir una vida religiosa y espiritual, según Jesús enseña. Las cosas
transcurren por buenos cauces.
Jesús lo
ve y abre su alma diciéndoles: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no
tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed” (Jn). Él mismo es el
pan de vida que puede saciar todas las hambres de felicidad, eternidad, verdad,
amor, y es el agua viva, como ya dijo a la samaritana. Más no se puede pedir.
Pero deben tener fe en él para poder acceder al alimento nuevo. Es posible
deducir que algunos reaccionaron mal ante estas palabras, que tampoco estaban
dispuestos a doblegarse. Ellos creen en Dios y han conseguido que Dios se
pliegue a sus deseos humanos a base de interpretaciones eruditas, pero
desamoradas. Son los dueños de Dios, lo usan a su capricho y no pueden entender
un amor y una entrega tan totales. No pueden creer en Jesús, que es un hombre
como ellos, y, además, no pertenece a ninguna de las escuelas del momento.
Jesús lo ve, y vuelve a insistir en la falta de fe de algunos. “Pero os lo he
dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y
al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del Cielo no para hacer
mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Esta es la voluntad
del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que El me ha dado, sino que lo
resucite en el último día. Esta es, pues, la voluntad de mi Padre: que todo el
que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día” (Jn). Y vuelve el gran tema de la paternidad de Dios, origen de la
filiación de Jesús, superior a la de los demás hombres, filiación que permite
alcanzar la vida eterna y la resurrección a los que crean.
Es lógico
que, si había saduceos, reaccionasen mal ante la palabra resurrección. Pero
otros también se molestan. Los fieles no saben qué decir y callan. “Los judíos,
entonces, murmuraban de Él porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del
Cielo. Y decían: ¿No es éste Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su
padre y a su madre? ¿Cómo ahora dice: He bajado del Cielo? Respondió Jesús y
les dijo: No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el
Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en
los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que
viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al
Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en
verdad os digo que el que cree tiene vida eterna”. El discurso, o mejor la
conversación a varias bandas, se va centrando en lo central: quién es Jesús.
“Yo soy
el pan de vida”. Dice Jesús con fuerza y solemnidad. “Vuestros padres comieron
el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo, para que
si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si
alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo” (Jn). Palabras sorprendentes, pues el alimento de vida
es la misma vida. ¿Qué quieren decir exactamente pan de vida y pan vivo?
“Discutían,
pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?” ¿Se trata de algo espiritual o de algo material, que parece imposible e
inaceptable? Jesús aclara en el sentido real la afirmación, e insiste en que
deben comerlo, masticarlo, beberlo: “En verdad, en verdad os digo que si no
coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le
resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquél que me
come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del Cielo, no como el que
comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente” (Jn).
Ahora las
cosas están más claras. Se trata de una entrega de él mismo como alimento.
Evidentemente no puede tratarse de una acción caníbal, pero sí de algo real. Ya
les había demostrado su poder sobre el pan y sobre su cuerpo. Ahora les anuncia
que también a través del pan se va a producir un milagro mayor que el del maná
en el desierto. Se trata de una verdadera comunión con Dios a través de la
humanidad de Jesús. El que tenga fe podrá, de un modo que expondrá más tarde,
entrar en comunión de alma y de cuerpo con Dios. Y las hambres del alma estarán
saciadas. La gran aspiración de la comunión con Dios llega más lejos que la del
puro espíritu y alcanza el mismo cuerpo. Jesús se convierte en el pan que dará
vida eterna y resurrección. “Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en
Cafarnaún” (Jn).
En la
noche del Jueves Santo se cumple la promesa. Al marcharse Judas se calma el
ambiente en el Cenáculo. Jesús recupera la serenidad al superar la turbación
que le produce la presencia del traidor. Todos participan de ese nuevo clima
apenas perceptible, pero real. Como en un respiro interior y externo dice:
“Hijitos”. Nunca les había llamado así. Eran discípulos, e incluso amigos, pero
ahora les llama hijitos. No es sólo un desbordarse de ternura: es una
identificación tan grande con el Padre que siente su misma paternidad en el
alma. Él es el Hijo que viene a hacer nuevos hijos de Dios, es el primogénito
entre muchos hermanos. Pero ahora, además de hermano mayor, siente la
paternidad del Padre, y les ama con un doble amor: fraternal y paterno.
Luego
añade el mandamiento nuevo. “Todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y
como dije a los judíos: a donde yo voy, vosotros no podéis venir; lo mismo os
digo ahora a vosotros. Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros;
como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que
sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros” (Jn). Parece extraño que
les diga que es nuevo el mandamiento del amor cuando ha sido tantas veces
repetido en la Ley antigua, pero hay una novedad: entregarse como Dios se
entrega. Sólo cuando se entiende este mandamiento se puede entender a Cristo y
al mismo Dios. Dios se da, y Cristo, como hombre, también se da en amor total.
Sigue la
cena pascual y toman el cordero como lo han hecho otras muchas veces. Hay
oraciones, y, sobre todo, silencios. Jesús no dice nada. Cuando, de pronto, se
levanta, toma el pan, lo parte, haciendo que llegue a todos un trozo, y dice:
“Tomad y comed. Esto es mi cuerpo” (Mt). Ha llegado el momento de la gran
entrega. No se trata sólo de dar un beneficio, una nutrición necesaria para la
vida, sino que es el amor mismo que se da. Aquel pan es él mismo oculto en las
apariencias del pan. Jesús había dicho que era el pan de vida, y que les daría
ese pan; ahora lo está haciendo. Ante sus ojos se acaba de dar un cambio
sustancial. Allí, ante ellos, en sus manos, está el mismo Jesús oculto por amor
para ser alimento de sus almas y de sus cuerpos, para entrar en comunión con
ellos. Lo íntimo del pan experimenta una conversión causada por la omnipotencia
divina y por el amor que se da. Ya no es pan, sino que es el cuerpo de Cristo.
La Vida se hizo carne en la encarnación, ahora la vida se oculta y se
manifiesta en un alimento. Junto al cuerpo está el alma y la divinidad. Es la
máxima presencia de Dios que se esconde entre los hombres sin alterar el modo
humano de existir.
Es un
verdadero sacrificio sacramental. En la antigua ley se realizaban sacrificios
sangrientos, pero también sacrificios de comunión. El de Jesús es de comunión
de la nueva Alianza. La causa es un amor de locura. No es sólo el amor que da,
es el amor que se da. Dios se da en un acto humilde y omnipotente al tiempo. El
amor lo exige porque anhela la comunión. El que coma de ese pan vivirá para
siempre y resucitará glorioso. Este pan es vida del mundo, vida de la nueva
Iglesia que se reunirá para administrar este don de Dios a los hombres.
Jesús
toma el tercer cáliz de bendición y, habiendo dado gracias, se lo da a ellos
diciendo: “Bebed todos de él; porque esto es la sangre mía, de la alianza”
(Mt). De nuevo la conmoción recorre la sala. En los antiguos sacrificios de
Abraham, de Isaac, de Jacob, de Moisés y Josué la sangre había sellando la
sorprendente alianza de Dios con los hombres. Ahora esa alianza se realiza en
una sangre más preciosa: la de Jesús. Es el precio de la nueva alianza. Cristo,
Dios y hombre en única persona, representa a Dios y también representa a la
humanidad. Es una alianza verdadera y definitiva en Jesús.
La unión
de Dios y el hombre en Jesús es total y perfecta. Pero los hombres seguían
estando en pecado. Era necesaria una reconciliación, que iba a realizarse con
sangre. Esta sangre que se entrega con amor generoso para la salvación de la
multitud, es “derramada por muchos” (Mc), para la “remisión de los pecados”
(Mt) es la del Hijo de Dios. Ya había anunciado Jesús que “el Hijo del hombre
no ha venido para que le sirvan sino para servir y dar la vida en rescate por
muchos” (Mc). Se hace realidad esa promesa.
Esa
alianza es “nueva”. Todas las alianzas anteriores se habían hecho en vistas a
la de Cristo. El perdón concedido entonces era dado en función del sacrificio
de Jesucristo. Ahora el perdón tiene una prenda externa.
Por
último, Jesús añade tras la comida del pan y del vino: “Haced esto en memoria
mía”. Es el mandato del nuevo sacerdocio. El único sacerdote es Cristo, la
víctima ofrecida es él mismo. Los nuevos sacerdotes participarán en ese
sacerdocio con el gesto de repetir esa consagración del pan y del vino, de “la
fracción del pan”. Por esto Pablo recuerda que “cuantas veces comáis este pan y
bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga”.
Este es
el momento central de la Cena: ha sido instituido el sacramento de la
Eucaristía y del sacerdocio. Ha comenzado una nueva alianza entre el amor de
Dios que se da y el de los hombres que pueden entrar en comunión con Dios de un
modo humilde y grandioso.
“Como yo
os he amado”, les había dicho. Es la medida del amor entre los discípulos.
Jesús vive un amor que no se detiene ante nada. Es entrega total. Antes de
Cristo todos los amores humanos estaban limitados por diversas formas de amor
propio, ahora se revela un amor de verdad, un amor total, un amor que es don de
sí, hasta el extremo que parece locura a los que mueven en los estrechos
horizontes del amor interesado.
Después
llevan el pan y el vino consagrados a María y las mujeres. Ellas también pueden
comulgar el cuerpo de Cristo transfigurado, presente y oculto. María vuelve a
vivir la comunión como cuando el Verbo se hizo carne en sus entrañas
virginales. Ahora conoce mucho más a Jesús y le ama más aún. La unión y la
comunión es más intensa que entonces. Y María renueva su entrega a la manera
que ve hacer en su Hijo. Ella sí que sabe lo que va suceder. Ella comprende el
amor de Dios; por eso ama con todas sus fuerzas, con todo su alma y con todo su
corazón, con un amor en el que cuenta poco el estado de ánimo.
Los
discípulos serán reconocidos por el amor que se tienen, un amor como el de
Jesús, en el que cada uno, en cierta manera, es pan para ser comido por los
otros. La omnipotencia de Dios ha permitido que ese darse se materialice en la
conversión eucarística –la transubstanciación–. Ellos sólo pueden dar su
tiempo, sus conocimientos, su afecto, su fe, su fortaleza. No pueden tanto como
Jesús, que se da a sí mismo; no pueden convertirse en pan; pero sí conseguirán
que su sangre se convierta en semilla para nuevos cristianos. Un camino nuevo
en la tierra.
(Textos
tomados del libro “Tres años con Jesús” Enrique Cases Ed Ediciones
internacionales universitarias)
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ALGUNAS
ORACIONES POÉTICAS A MARÍA SANTÍSIMA
NO ME CANSO DE MIRARTE
No me
canso de mirarte. ¡Virgen mía! Esposa del Esposo de mi alma. Tus ojos son de
cielo, el sol ante Ti se torna luna, los ángeles cantan a su reina, los niños
se acogen en tu seno, las mujeres son benditas en tu nombre, los hombres ante
Ti se tornan hijos.
No me
canso de mirarte ¡Madre mía! Sólo pido que me mires y digas con sosiego: ¡éste
es mi hijo!
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NO
TIENEN VINO
No tienen
vino, dice María a Jesús con mirada azul de cielo. Jesús responde: No, aún no… lo
que tú quieras. Venid. Yo tampoco tengo vino, ni pincel, ni caballete, ni ideas
luminosas, ni manos, ni pies, ni nada. No tengo nada, soy la nada. Mírame… María
mira a Jesús. Jesús se gira hacia mí, y dice que sí: él también. Y aparecen
arcos iris, revestidos de cristal, ojos, manos, fondos, escorzos, luces, arte, belleza
de manantial con mano que pinta en santo desde el origen al fin.
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MUJER
VESTIDA DE SOL
Mujer
vestida de sol la luz en su rostro, la luna a sus pies, coronada de estrellas. Y
en la tierra se abren los caminos, las casas son hogares, los libros, poesía, los
montes, atalayas, el desierto se convierte en un jardín porque tú estás encinta
y das un Hijo, un Rey poderoso, dulce y tierno. Ilumina el fondo de mi alma, que
brote de allí el agua viva que todo en mí se haga fuente, de sol, de luna y de
estrellas.
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ESTRELLA
DE LA MAÑANA
Estrella
de la mañana, anuncio del nuevo sol, tras noche oscura del alma, consuelo en
frío y en cierzo. Permaneces en el cielo al llegar el nuevo día, como diciendo
a la noche ya se acabó la negrura. Más poco a poco te ocultas porque brilla sol
intenso. sólo queda tu recuerdo cuando esa noche vuelva y necesite tu aliento.
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MAMÁ
Estás tan
alta ¡Mamá! que casi te deshumanizan. Trasunto de lo divino y vértice de lo
humano. Eres mujer, Virgen, Madre. Eres criatura nueva desde el inicio hasta el
fin Tu mente es luz sobre luz, luz sin oscuridad, tiniebla de triste pecado, luz
de fe, don luminoso, luz que crece semilla, pero fuerte y poderosa, luz del don
del Poderoso, luz quizá única, tuya. Pero, aún así, el día de la Anunciación tiemblas
porque desconoces. Cuando el Niño no aparece no sabes dónde está Jesús y le
buscas día a día, hasta que de lo más hondo le dices sin poder más ¿por qué? y
piensas lo que te revela. Miras la vida diaria, y ahí entiendes algo más, pues
se santifica lo más y más esencial. Pero cuando ves a Jesús en la Pasión
dolorosa un velo cubre tu mente, pues no es fácil comprender pero como mujer
fuerte, crees y quieres creer. Tu corazón es humano como lo fue el de Jesús. El
lloró y tú ¿por qué no? El rió y tu sonríes, El cantó contigo un dúo El habla,
es uno más, cada pasión es la suya, el pobre, el rico y el sabio, el leproso y
hasta el ebrio. Con todos se identifica y les sube poco a poco. Tú también
quieres así, con amor muy humanado. Tu querer es querer querer, quieres lo que
Dios quiere, pero también es tu querer, desear aquella rosa, y la sonrisa de un
niño y el saludo del rey mago, las gracias del ciego pobre y los ayes de las
madres. Quieres como todos quieren, pero no un querer porque sí, ni querer por
egoísmo, ni querer por poseer, quieres como quiere Dios, pero al modo femenino.
Así lo humano se conforma y se transforma en divino; sin dejar de ser, ni un
poco, de aquí y muy humanado. Sufres al ver la Cruz, sufres y amas mejor, con
un amor aún mayor que cuando te habló Gabriel. Así, luz, querer, dolor, son
humanos y divinos de una mujer, la Mujer que siempre dijo que Sí.
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TERCERA
PALABRA
Mujer,
María, Mamá Engendra de nuevo hijos. Creíste y descendió el Verbo, sin dolor la
Luz se hizo luz, tu regazo fue mi trono, tu pecho fuente de amor, tus miradas y
tus manos, caricias de enamorada, tu ternura, un consuelo. Hoy te pido cosa
nueva, que des a luz con dolor, que creas que en esta noche formada en el
mediodía, nacerán muchos, muchos, hijos y los tendrás que engendrar. De ti
ellos necesitarán tus cuidados y tus mimos tu regazo, tu mirada, tu ternura, y
además con perdón y comprensión. Gracias por decir que sí. ¡Ahí tienes al buen
Juan! ¡ahí está el primer hijo!
EnriqueCases
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