Ángel de mi guarda...
Desde niños, rezando a nuestro ángel de la guarda
Hoy, a Manuela la hemos dejado en su cuna a las nueve de la noche. Aún
es de día, y con sus ojos enormes, escondida detrás de su chupete, nos mira con
el asombro de quien ha comenzado a ver la vida y hace del rostro de su madre y
de su padre su primer paisaje. Entonces, comenzamos a decir despacio: Ángel
de mi guarda, dulce compañía..., y pasea la mirada de uno a otro, hasta que
ladea la cabeza y se queda dormida. No hay niño en España a quien sus padres
hayan comenzado a transmitirle la fe y que no haya oído estas palabras de sus
labios antes de irse a dormir.
La devoción a los ángeles, en especial al ángel custodio, no es una
práctica de piedad infantil, un residuo de una espiritualidad inocente y
descarnada que convendría dejar atrás a medida que, con el paso de los años,
nuestra fe se hace más madura. Porque también los gigantes de la
espiritualidad rezan a su ángel custodio. Juan Pablo II, en su libro ¡Levantaos!
¡Vamos!, reconocía: «Tengo una devoción especial al ángel de la guarda.
Desde niño, probablemente como todos los niños, repetí tantas veces esta
plegaria: Ángel de Dios, custodio mío, ilumíname, custódiame, dirígeme y
gobiérname... Mi ángel de la guarda sabe lo que estoy haciendo. Mi
confianza en él, en su presencia protectora, crece en mí continuamente».
AYUDA Y GUÍA DE LOS HOMBRES
En una sociedad de estertores neopaganos, los ángeles han vuelto
con fuerza. Aparecen decorando los lugares de moda y las casas de los famosos,
y sirven de inspiración a los anuncios más dispares. Niños y adultos llevan en
el cuello unos colgantes denominados llamadores de ángeles -La
leyenda les otorga la facultad de proteger a quien los posee y de favorecer su
bienestar, dice el anuncio de una empresa que los comercializa-. No es más
que una expresión de la nostalgia de Dios, una necesidad de llamar a Quien no
se conoce pero que, en realidad, se atisba con el corazón.
No hace falta llamarlos; Dios nos los envía. Gratuitamente, como todo lo
que hace Él. La misma palabra ángel significa enviado, y toda la Biblia
da testimonio de su misión.
El mismo Benedicto XVI explica que, a lo largo del Antiguo Testamento,
«encontramos estas figuras que, en el nombre de Dios, ayudan y guían a los
hombres. La presencia reafirmante del ángel del Señor acompaña al pueblo de
Israel en todas sus circunstancias. Ya en el umbral del Nuevo Testamento,
Gabriel fue enviado a anunciar a Zacarías y a María los alegres acontecimientos
que están al comienzo de nuestra salvación; y un ángel advierte a José,
orientándolo en aquel momento de inseguridad. Un coro de ángeles trajo a los
pastores la buena noticia del nacimiento del Salvador; como también fueron los
ángeles quienes anunciaron a las mujeres la noticia gozosa de su resurrección».
María, José, los pastores, las mujeres, el mismo Cristo... Todos los que
están cerca de Dios, los pequeños y los humildes, los pobres y sencillos,
reconocen a los ángeles porque saben que Dios está con ellos, que les ayuda y
les guía. No están ahí sólo para ayudarnos a aparcar el coche, o para evitar
que un niño se caiga por un barranco.
Su misión principal es llevarnos a Dios, asegurar que la labor de la
Iglesia sigue en marcha: anunciar que Dios está con nosotros, que el autor de
la vida está vivo, que nos escucha y nos ama.
Y tú, Manuela, pide a tu ángel que te acompañe en el camino de la vida,
que te sostenga en las tentaciones, que te haga poner tus pecados en manos de
la misericordia de Dios, que te ayude a permanecer en la Iglesia, que te enseñe
a rezar, y que te lleve, al final de tus días, a la Casa del Padre.
J.L.V.D-M.
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