“La acedia es una tristeza del bien espiritual, y su efecto propio es el
quitar el gusto de la acción sobrenatural. Es una desazón de las cosas espirituales
que prueban a veces a los fieles e incluso a las personas adentradas en los
caminos de la perfección. Es una flacidez que les empuja a abandonar toda
actividad de la vida espiritual a causa de la dificultad de esta vida”. Santo Tomás de Aquino - Summa Teológica (II-II 35)
ETIMOLOGIA Y DEFINICION
La palabra griega aukdhi o aukhdei aparece tres veces en
la versión de los XXL, y significaba básicamente descuido, negligencia o
falta de interés. En la Vulgata esta palabra griega se tradujo por taedium
(tedio) y maeror (tristeza profunda). El término griego, con el sentido
de tedio, tristeza y pereza espiritual, se latinizó como acedia, acidia o
accidia, aunque el más usado es el término acedia, que significa pereza,
negligencia o falta de interés, en el plano espiritual y religioso.
Muchos de los Santos Padres y varios autores eclesiásticos dieron gran
importancia al término acedia en la lucha espiritual. Algunos de ellos y su
definición del término son los siguientes: Guigues el Cartujo decía que la
dulzura que ayer y antes de ayer sentías en ti se ha cambiado ya en grande
amargura.
Ignacio de Loyola definía la acedia como una desolación y oscuridad del
alma que hace sentirse a la persona perezosa, tibia, triste, y como separada de
su Creador y Señor.
Evagrio Póntico la describía como la debilidad del alma que irrumpe
cuando no se vive según la naturaleza ni se enfrenta noblemente la tentación.
En definitiva, la acedia es un pensamiento apasionado complejo: se nutre
de la efectividad irascible y concupiscente al mismo tiempo, lo que suele
despertar todos los otros vicios. Esto explica que sus manifestaciones puedan
parecer contradictorias al extremo: indolencia y activismo, parálisis y
frenesí, frustración y agresividad, huida del bien y entrega al mal. Se explica
entonces que la acedia produzca una especia de desintegración interior.
La tristeza es hermana gemela de la acedia, aunque no se identifican
entre sí. El triste encuentra con más facilidad su remedio a su mal, pero el
acedioso está totalmente asediado. La tristeza es una experiencia pasajera y
parcial; la acedia es vivencia permanente, contraria a la naturaleza humana, es
ociosidad y pereza; un desaliento generalizado muy cercano a la depresión. La
acedia ataca el deseo de Dios y, sobre todo, el gozo que proviene de la unión
con Él.
Según el Catecismo Católico, la acedia o pereza espiritual llega a
rechazar el gozo que proviene de Dios y a sentir horror por el bien divino (Numeral
2094). La acedia es una aspereza o desabrimiento debidos a la pereza, el
relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia y de la negligencia (Numeral
2733).
EL PECADO DE ACEDIA
La acedia no es sólo pecado, sino pecado capital que, etimológicamente,
significa el pecado que es principio o cabeza de otros pecados. Dicho de otra
forma, el pecado capital es aquel del cual nacen otros vicios en razón de causa
final, lo cual quiere decir que el vicio capital tiene un fin intrínseco para
cuya consecución engendra otros pecados.
La acedia es mala en sí misma cuando la tristeza es causada por un bien
verdadero, pues el bien espiritual sólo debería alegrar. Es mala en sus efectos
cuando la acedia es causada por algo que verdaderamente es un mal y, por lo
tanto, tendría razón de entristecer, pero en realidad entristece al punto de
abatir el ánimo y alejar a la persona de toda obra buena.
La acedia es vicio especial cuando se opone al gozo que debería procurar
el bien espiritual en cuanto a que es bien divino. Este gozo es un efecto de la
caridad; por eso entristecerse del bien divino es un pecado contra la virtud
teologal de la caridad. Este entristecerse ha de entenderse como pereza,
aburrimiento, desgana, apatía o displicencia, que son los efectos propios de la
acedia espiritual, lo cual afecta a la devoción y al fervor hacia Dios y a su
gozo.
En definitiva, la acedia es una desazón de las cosas espirituales que
sufren en ocasiones los fieles, e incluso las personas adentradas en los
caminos de Dios. Es una flacidez que les empuja a abandonar toda actividad de
la vida espiritual, generalmente a causa de las dificultades de esta vida.
Puede decirse que la acedia en sí misma consiste en la oposición misma a la
felicidad de la persona y es el rechazo directo y hostil de la comunión con
Dios.
REMEDIOS CONTRA LA ACEDIA
“Cuanto más pensamos en los bienes espirituales, tanto más placenteros
se nos vuelven, y con eso cesa la acedia”, decía Santo Tomás de Aquino. Definitivamente, verse objeto del amor de
Dios enciende nuestro amor por Él. Por otra parte, la tentación de la acedia
puede ser parte de las desolaciones con que Dios purifica el alma por nuestros
pecados y para hacernos crecer en humildad.
La acedia es también un modo de pereza, y por ello valen para combatirla
los remedios generales para este defecto: la firmeza de propósitos, el combate
decidido contra el ocio por medio de una lectura espiritual, la oración y toda
clase de buenas obras. Decía Alcunio que el diablo tienta más difícilmente a
quien nunca está ocioso, y Casiano dijo que la acedia no se la combate huyendo
de ella, sino resistiéndola. Pero fundamentalmente la acedia se purifica en la
noche pasiva del sentido, es decir, en las purificaciones a las que Dios sujeta
el alma.
Pero el mejor remedio para la acedia espiritual es el de cultivar el
celo verdadero y propagarlo alrededor nuestro. Para amar al Señor con fuerza,
primero hay que conocerle. Y si nos cuesta tanto orar y hacer el bien es, en
primer lugar, porque no conocemos al Señor Jesús. Para conocerle íntimamente
hay que empezar por leer y comprender los Evangelios. Y esto es espíritu de
penitencia, como lo recordó el Papa Juan Pablo II en su obra Verbum Domini, al
decir: “Se concede indulgencia plenaria a los fieles cristianos que lean al
menos media hora diaria la Sagrada Escritura, según los textos aprobados por la
autoridad competente, y con la veneración debida a la Palabra de Dios y con un
fin espiritual”.
La civilización de la acedia es la que teme. Teme al Espíritu Santo, a
los creyentes y a la comunión de Dios con los seres humanos. Sus raíces se
nutren de profundos terrores; es una civilización profundamente infeliz y
enemiga de la felicidad. Es ceguera ante el bien de Dios y confusión espiritual
del mal por bien y del bien por mal. Santo Tomás de Aquino dijo que de la
tristeza nace necesariamente un doble movimiento: huida de lo que entristece, y
búsqueda de lo que da placer.
La acedia es pecado contra la caridad y se vence haciendo crecer la
caridad hacia Dios y los dones por los que Dios se nos participa: la gracia,
los dones del Espíritu Santo, los Mandamientos divinos y los consejos
evangélicos. La paciencia, el hacer todo con mucha constancia y el temor de
Dios curan la acedia.
CONCLUSION: LA ACEDIA ACTUAL
Seguidamente transcribimos el texto de un discurso que pronunció William
Bennett, doctor en Filosofía, Ministro de Educación en el gobierno de Ronald
Reagan y autor de la obra El libro de las virtudes. En este discurso William
Bennett explicó cuál es el mal de la sociedad actual y la influencia de la
acedia en la sociedad.
“Les propongo mi tesis de que la crisis de nuestra época es de orden
espiritual. Específicamente, nuestro mal es lo que los antiguos denominaban
acedia. Acedia es el pecado de la pereza. Pero lo que los santos entienden por acedia
no es la pereza en que pensamos nosotros habitualmente, que consiste en la
dejadez para los deberes cotidianos. La acedia es otra cosa. Bien entendida, la
acedia es una aversión y una negación ante lo espiritual. La acedia se pone de
manifiesto en una ansiosa e indebida preocupación por lo exterior y lo mundano.
Consiste en una ausencia de interés por las cosas divinas. Trae aparejada,
según los antiguos. Una cierta tristeza y dolor por todo.
La acedia se pone de manifiesto en un rechazo carente de alegría,
malhumorado y egoísta, de la vocación de ser hijos de Dios. La persona acediosa
odia todo lo espiritual y quiere verse exento de sus exigencias. Según los
antiguos teólogos, la acedia produce odio contra todo lo bueno. Y este odio
realimenta el rechazo, el mal humor, la tristeza y el dolor.
La acedia no es un mal espiritual nuevo, por supuesto. Pero hoy en día
viene en aumento. El mal que nos aflige es la corrupción del corazón y la
deserción del alma. Nuestras aspiraciones y nuestros deseos se orientan hacia
las metas que no corresponden. Y solamente cuando nos orientamos hacia los
fines correctos, hacia la fortaleza, lo noble y lo espiritual, mejorarán las
cosas.
Se oye decir a menudo que las creencias religiosas son un asunto privado
que no corresponde tratar públicamente. Este es un criterio insostenible, por
lo menos en algunos aspectos. Sea cual fuere la fe que uno tenga, e incluso en
el caso de que no se tenga ninguna fe, lo cierto es que cuando millones de
personas dejan de creer en Dios, o cuando su fe es tan débil que sólo se cree
de palabra, provienen de este hecho enormes consecuencias públicas. Y cuando a
esto se le agrega una extendida aversión al lenguaje espiritual en la clase
política e intelectual, las consecuencias públicas son aún mayores.
¿Cómo podría ser de otra manera? En la modernidad nada ha tenido tan
vastas consecuencias o tan manifiestas como el hecho de que grandes sectores de
la sociedad se hayan apartado de Dios o le hayan empezado a considerar
irrelevante, o incluso piensan que Dios ha muerto. Y dicen: si Dios no existe,
entonces ¡todo está permitido!. Nosotros estamos ahora mismo presenciando ese
todo. Y no es bueno acostumbrarse a la mayor parte de todo esto.
Ahora bien, ¿por qué los cristianos comprometidos no pueden escapar de
la acedia que impone el mundo actual? Porque los signos y las formas del amor
creyente son atacados desde distintos ángulos: por los rutinarios, distraídos y
aburridos, por los repetidores irreverentes e incluso por los profanadores
intencionados. Los signos y las formas sagradas sufren el manoseo, la
banalización, la broma hostil o despectiva, la descalificación por el ridículo,
y hasta la blasfemia. Debajo del rechazo de los signos y las formas del amor se
oculta un síndrome espiritual: el miedo, y hasta el odio. Los signos y las
formas sagradas, explícitos o implícitos, sacramentales o creaturales, han de
seguir siendo tomados con toda seriedad porque siguen siendo eficaces para
expresar y alimentar el amor a Dios”.
“Deseamos, no obstante, que cada
uno de ustedes manifieste hasta el fin la misma diligencia para la plena
realización de la esperanza, de forma que no se hagan indolentes, sino más bien
imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas”.
Hebreos 6:11-12
Agustín Fabra
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