Ya no se trata de preparar la tierra para acoger la buena semilla, sino de preparar un camino para que pueda, llegar a nuestra alma Jesús.
Por: P. Luis María Etcheverry Boneo | Fuente:
Catholic.net
En el Adviento, la Iglesia nos pone la figura de
san Juan Bautista, y con él otra nueva imagen. Ya no se trata de preparar una
tierra capaz de acoger adecuadamente la buena semilla: se trata de preparar un
camino para que pueda, por él, llegar a nuestra alma la Persona adorable del
Señor.
Son cuatro las
órdenes, los consejos o las consignas que san Juan Bautista -y la Iglesia con
él- nos da:
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La primera consigna de san Juan
el Bautista es bajar
los montes: todo monte y toda colina sea
humillada, sea volteada, bajada, desmoronada. Y cada uno tiene que tomar
esto con mucha seriedad y ver de qué manera y en qué forma ese orgullo -que
todos tenemos- está en la propia alma y está con mayor prestancia, para tratar
en el Adviento -con la ayuda de la gracia que hemos de pedir-, de reducirlo,
moderarlo, vencerlo, ojalá suprimirlo en cuanto sea posible, a ese orgullo que
obstaculizaría el descenso fructífero del Señor a nosotros.
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En segundo lugar, Juan el Bautista nos habla de enderezar los senderos. Es la consigna
más importante: Yo soy una voz que grita en el
desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos 3. Y aquí
tenemos, entonces, el llamado también obligatorio a la rectitud, es decir, a
querer sincera y prácticamente sólo el bien, sólo lo que está bien, lo que es
bueno, lo que quiere Dios, lo que es conforme con la ley de Dios o con la
voluntad de Dios según nos conste de cualquier manera, lo que significa
imitarlo a Jesús y darle gusto a Él, aquello que se hace escuchando la voz
interior del Espíritu Santo y de nuestra conciencia manejada por Él.
A cada uno corresponde en este momento ver qué es lo que hay que enderezar en
la propia conducta, pero sobre todo en la propia actitud interior para que
Jesucristo Nuestro Señor, viendo claramente nuestra buena voluntad y viéndonos
humildes, esté dispuesto a venir a nuestro interior con plenitud, o por lo
menos con abundancia de gracias.
·
El tercer aspecto del mensaje de
san Juan el Bautista se refiere a hacer planos los caminos abruptos, los que tienen piedras o espinas, los que
punzan los pies de los caminantes, los que impiden el camino tranquilo, sin
dificultad. Y ese llamado hace referencia a la necesidad de ser para nuestro
prójimo, precisamente, camino fácil y no obstáculo para su virtud y para su
progreso espiritual: quitar de nosotros todo aquello que molesta al prójimo,
que lo escandaliza, que lo irrita o que le dificulta de cualquier manera el
poder marchar, directa o indirectamente, hacia el cielo.
·
El cuarto elemento del mensaje de
san Juan Bautista es el de llenar toda hondonada, todo abismo, todo vacío. Los caminos no sólo se construyen bajando
los montes excesivos, ni sólo enderezando los senderos torcidos, o allanando
los caminos que tengan piedras: también llenando las hondonadas o cubriendo las
ausencias. Este mensaje se refiere a la necesidad de llenar nuestras manos y
nuestra conciencia con méritos, con oraciones, con obras buenas -como hicieron
los Reyes Magos y los pastores- para poder acoger a Jesucristo con algo que le
dé gusto; no sólo con la ausencia de obstáculos o de cosas que lo molesten, no
sólo con ausencia de orgullo o con ausencia de falta de rectitud o de
dificultades en nuestra conducta para con el prójimo, sino también
positivamente con la construcción: con nuestras
oraciones y con nuestras buenas obras y un pequeño -al menos- caudal, capital
de méritos, que dé gusto al Señor cuando venga y que podamos depositar a sus
pies.
El Adviento, además de la conmemoración y el sentido del Antiguo Testamento -de
la tierra que espera la buena semilla-, además de la figura límite entre el
Antiguo Testamento y el Nuevo -san Juan Bautista-, este Tiempo nos acerca más
al Señor por aquélla que, en definitiva, fue quien nos entregó a Jesucristo: la Virgen. No sólo en el hemisferio sur entramos
al Adviento por la puerta del Mes de María, sino que en toda la Iglesia se
entra al Adviento por la fiesta de la Inmaculada Concepción.
Y la Inmaculada
Concepción significa dos cosas: por una parte, ausencia de pecado original y, por otra,
ausencia de pecado para y por la plenitud de la gracia. La Virgen fue
eximida del pecado original y de las consecuencias del pecado original que en
el orden moral fundamentalmente es la concupiscencia, es decir, la rebelión de
las pasiones, la falta de orden dentro de nuestra persona, el rechazo que
nuestra materia y nuestros apetitos indómitos oponen a la reyecía de la
voluntad y de la razón iluminadas por la fe, por la esperanza y por la caridad;
iluminadas y encendidas y sostenidas por la gracia. La Virgen, preservada del
pecado original en el momento mismo de su concepción y liberada de todo
obstáculo, tuvo el alma plenamente capacitada desde el primer instante para
recibir la plenitud de la gracia de Jesucristo.
Por lo tanto su fiesta de la Inmaculada Concepción, con ese carácter
sacramental que tienen todas las fiestas de la Iglesia, ese carácter de signo
que enseña y de signo eficaz que produce lo que enseña, nos trae la gracia de
liberarnos del pecado y de vencer, de moderar, de sujetar en nosotros las
pasiones sueltas por la concupiscencia, a los efectos de que nos pueda llegar
plenamente la gracia; y naturalmente, si estamos en Adviento, para que pueda
venir la gracia del nacimiento de Jesucristo místicamente a nuestra alma, el
día de Navidad.
Por lo tanto, unamos a toda la ayuda que nos pueden prestar los patriarcas del
Antiguo Testamento que desde el cielo ruegan por nosotros (ellos que tanto
pidieron la venida del Mesías), unamos a la intercesión y a la figura
sacramental de san Juan Bautista, unamos por encima de ellos la presencia de la
Santísima Virgen en su fiesta el 8 de diciembre y en todo este tiempo, pidiendo
bien concretamente el poder liberarnos del pecado, de todo lo que en nosotros
haya de orgullo, de falta de rectitud, de falta de caridad con el prójimo, de
ausencia de virtud; liberarnos de todo ello para que, cuando venga Jesucristo
el día de Navidad, no encuentre en nosotros ningún obstáculo a sus intenciones
de llenar nuestra alma con su gracia.
La perspectiva de un nuevo nacimiento del Señor, en nosotros y en el mundo tan
necesitado de Él, tiene que ser objeto de una preocupación, de todo un conjunto
de sentimientos y de actos de voluntad que estén polarizados por el deseo de
poner de nuestra parte todo lo que podamos, para que el Señor venga lo más
plenamente posible sobre cada uno y sobre el mundo.
Y si esto vale siempre, se hace más exigente en las circunstancias del mundo
presente que desvirtúa precisamente lo que Jesucristo trajo con su nacimiento. ¡Qué necesario es que pongamos todo de nuestra parte para
que Jesús venga a nosotros con renovada fuerza el día de Navidad y, a través
nuestro, sobre las personas que están cerca, sobre la Iglesia y sobre el mundo!
Quedémonos en espíritu de oración, fomentando en nuestro interior el deseo de
que las cosas ocurran según las intenciones y los deseos del mismo Señor.
El Adviento es una época muy linda del año. Después de las fiestas de Navidad y
de Pascua, quizá es la más linda, porque es una época de total esperanza, de
seguridad alegre y confiada. En ese sentido nuestro Adviento es más lindo que
el del Antiguo Testamento: se esperaba lo que
todavía no había venido, en cambio nosotros sabemos que el Señor ya ha venido
sobre el mundo, sobre la Iglesia, sobre cada uno y entonces tenemos mucho más
apoyo para nuestra seguridad de que ha de venir nuevamente, a perfeccionar lo
ya iniciado.
Por otra parte, esa presencia del Señor en la Iglesia y en nosotros nos ha
hecho ir conociendo a Jesús, amándolo y tratándolo con confianza; por tanto,
este esperar su nuevo nacimiento tiene que ser mucho más dulce, mucho más
suave, mucho más seguro, mucho más esperanzado (con el doble elemento de
seguridad y alegría de la esperanza) que lo que fue la espera de los hombres y
mujeres del Antiguo Testamento.
Quedémonos, pues, unidos con Jesús, conversemos sobre estos temas,
preguntémosle qué nos sugiere a cada uno en particular para que podamos, desde
el comienzo, vivir el Adviento del modo más conducente para obtener la plenitud
de Navidad que Él sin duda quiere darnos.
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