Es el juicio de la conciencia por el cual juzgamos como ofensa a Dios.
Por: P. Dr. Miguel Ángel Fuentes | Fuente: I.V.E.
«Al dirigir nuestra mirada
ahora al mundo contemporáneo, debemos constatar que en él la conciencia del
pecado se ha debilitado notablemente... Es preciso hacer que la conciencia
recupere el sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad de sus dones,
para que pueda reconocer la gravedad del pecado, que pone al hombre contra su
Creador...
A mediados del siglo pasado, Manzoni nos dejó una fina descripción psicológica
del problema del pecado en su caracterización del Ignominato, el "Caballero sin Nombre" de I promessi sposi, esa hermosa novela en que el
gran autor italiano recrea una vieja historia del siglo XVI: "Hacía ya algún tiempo que sus fechorías le
causaban, si no remordimientos, al menos cierta desazón importuna. Las
muchas que conservaba aglomeradas en su memoria, más bien que en su conciencia,
se le presentaban vivamente al cometer una nueva maldad, pareciéndole harto
incómodo su recuerdo, y abrumándolo su excesivo número, como si cada una
agravase sobre su corazón el peso de las anteriores.
Empezaba ya a sentir otra vez aquella repugnancia que experimentó al cometer
los primeros delitos, y que vencida después, había dejado de importunarlo por
espacio de muchos años. Pero si en los primeros tiempos la idea de un porvenir
indefinido y de una vida larga y vigorosa llenaban su ánimo de una confianza
irreflexiva, ahora por el contrario, la consideración de lo futuro era la que
le presentaba más desagradable lo pasado. ¡Envejecer!...
¡Morir!... ¿Y luego? ¡Cosa admirable! La imagen de la muerte, que en un
peligro inmediato, delante de un enemigo, aumentaba el ánimo de aquel hombre,
añadiendo el valor a la ira, la misma imagen ofreciéndosele durante el silencio
de la noche, en la seguridad de su castillo, le causaba una extraordinaria
consternación, porque no era un riesgo que provenía de otro hombre también
mortal, ni una muerte que pudiera repelerse con mejores armas y brazos más
vigorosos, sino que venía por sí sola, estaba dentro de sí mismo, y aun cuando
tal vez se hallase lejana, se acercaba por momentos paso a paso: y cuanto más
se esforzaba la imaginación por alejarla, se aproximaba más y más cada día. En
los primeros años, los ejemplares sobrado frecuentes, y el espectáculo
incesante, digámoslo así, de violencias, venganzas y asesinatos, inspirándole
una atroz emulación, le servían al mismo tiempo de disculpa, y aun de autoridad
para adormecer los clamores de su conciencia; pero ahora se despertaba en él de cuando en
cuando la idea confusa, aunque terrible, de un juicio individual y de una razón
independiente del ejemplo.
Por otra parte, el haberse distinguido de la turba de los malhechores, siendo
solo en su especie, excitaba en su espíritu la idea de un espantoso aislamiento.
Representábase también la idea de Dios, aquel
Dios de quien desde tiempo muy antiguo no pensaba ni en negar ni en reconocer,
ocupado únicamente en vivir como si no existiera. Y ahora en ciertas ocasiones de abatimiento, sin
causa de terror conocido, sin fundamento, le parecía que en su interior le
gritaba: Yo existo.
En el fervor juvenil de sus pasiones, la ley que había oído anunciar a nombre
de ese mismo Dios, la hubiera juzgado aborrecible; pero ahora, cuando la
memoria se la recordaba, su razón la admitía, a pesar suyo, como cosa
practicable y aun obligatoria. Sin embargo, lejos de traslucir ni en obras ni
en palabras algo de esta nueva inquietud, la
ocultaba cuidadosamente, y disfrazándola con las apariencias de una más intensa
y profunda ferocidad, trataba por este medio de ocultársela a sí mismo o de
disiparla. Envidiando (ya que no le era dado aniquilarlos ni
olvidarlos) aquellos tiempos en que solía
cometer maldades sin remordimientos, y
sin más cuidado que el de su feliz éxito, hacía los mayores esfuerzos a fin de
que volviesen, y de robustecer de nuevo aquella antigua voluntad resuelta,
orgullosa, imperturbable, persuadiéndose a sí mismo que era todavía el hombre
de entonces" .
Encontramos en este relato lo que llamamos sentido del pecado, conciencia
obtusa, remordimiento de las faltas pasadas, angustia moral, etc. Quiero
considerar algunos aspectos de estos temas.
El sentido del pecado es el juicio de la conciencia por el cual juzgamos como
ofensa a Dios los actos que se oponen a la ley moral; el sentimiento de
culpabilidad es el pesar por ser los autores de tal transgresión; se presenta a
menudo como remordimiento de conciencia.
La conciencia es un juicio de la razón por el que aplicamos nuestro
conocimiento moral a los actos particulares; nos acompaña a lo largo de todo
nuestro obrar propiamente humano. Ordinariamente actúa antes de que obremos
(conciencia "antecedente")
mostrándonos la bondad o malicia de los actos que se nos presentan como
posibles de realizar (es decir, la moralidad de nuestros planes, proyectos,
tentaciones, deseos) y consecuentemente juzga que debemos realizar tal o cual
porque es obligatorio para nosotros, o que debemos abstenernos de tal otro
porque pesa una prohibición sobre él, etc. Luego sigue actuando mientras
obramos (conciencia "concomitante");
aquí actúa como testigo de nuestro buen o mal proceder según que estemos
actuando a favor o en contra de nuestros juicios de conciencia.
Finalmente la conciencia sigue actuando después de realizados los actos
(conciencia "consiguiente")
tranquilizándonos y aprobándonos si hemos obrado bien; reprendiéndonos si hemos
actuado mal.
1. EL SENTIDO DEL PECADO
El "sentido del pecado" es la
sensibilidad ante el pecado, es decir, la adecuada y delicada percepción del
pecado y se sitúa en los tres momentos de la conciencia. El sentimiento de
culpabilidad se sitúa en la conciencia concomitante (cuando la conciencia nos
reprocha lo que estamos realizando) y sobre todo en la conciencia consiguiente
(como tormento por el mal que hemos cometido); en menor grado se verifica en la
conciencia antecedente, mientras estamos analizando la posibilidad de realizar
acciones que nuestra conciencia nos reprocha.
TANTO EL SENTIDO DEL PECADO COMO EL SENTIDO DE LA
CULPABILIDAD ADMITEN DIVERSOS GRADOS, SEGÚN EL TIPO DE CONCIENCIA:
1º Hay personas que tienen una percepción clara
del pecado, de su gravedad, de sus consecuencias; y, consecuentemente, tienen
un sentimiento normal, realista, de su responsabilidad y culpabilidad.
2º Otros parecen ciegos ante la realidad del
pecado; consecuentemente parecen insensibles ante sus faltas y crímenes. Se
habla generalmente de conciencia "cauterizada",
y suele darse en quienes se han habituado y se aferran pertinazmente a
sus pecados.
3º Algunos, por el contrario, sufren con una
conciencia escrupulosa y angustiada, tal vez por faltas que no existen o al
menos por pecados que no tienen la gravedad que ellos les asignan.
4º Finalmente, otros tienen lo que se llama una
conciencia "farisaica", que se
turba ante actos objetivamente insignificantes, pero se hacen los ciegos ante
sus propios grandes crímenes. Así los fariseos del Evangelio que se escandalizaron
porque Jesucristo transgredía el descanso sabático para curar enfermos, pero
fueron insensibles al juicio inicuo y cargado de injusticias al que ellos
mismos sometieron al Señor.
En la génesis de las diversas modalidades de conciencia y de sentido de
culpabilidad, juegan como importantes factores (aunque no sean totalmente
condicionantes) la civilización en que se vive, la educación recibida, la
religión que se profesa, los hábitos buenos o malos contraídos voluntariamente.
El sentido del pecado manifiesta en cierta medida nuestro "sentido de la realidad", porque expresa
que vemos las cosas tal como son, y en este caso, los actos deformes como
deformes. Guarda cierta analogía con el sentido del humor; nos causa hilaridad
lo que resulta extravagante o fuera de lugar, lo ridículo; esto supone que
tenemos ciertos parámetros de la realidad, comparados con los cuales tal o cual
cosa resulta desproporcionada; una nariz demasiado grande o demasiado chica nos
causa gracia, porque al mirar el tamaño de una cara, espontáneamente nos damos
cuenta de las dimensiones que tendría que tener una nariz para que resulte
armónica en ella. Análogamente, el sentido del pecado se da en quien es capaz
de percibir que una acción desfigura la norma moral (no ya estética, como en el
caso del humor) a cuya medida debería corresponder. Así, cuando una persona
normal percibe la "injusticia" con
la que está tratando a un inocente al que le castiga sin que haya cometido
delito alguno, percibe antes cómo y cuál debería ser el acto con que debería
realmente tratarlo.
Se dice, incluso, que esta conciencia moral tiene una base fisiológica (hablan
por eso de "conciencia biológica").
Según esto, nuestro cuerpo responde con cierto "bienestar"
cuando es usado según sus fines propios, mientras que produce una
depresión incluso biológica cuando es usado contra su propia naturaleza; por
ejemplo, cuando se practica la anticoncepción, o en los intentos de suicidio, y
especialmente en el aborto.
Ahora bien, como la conciencia moral se limita a manifestar una norma moral que
es superior a ella (por lo que se trata de algo subordinado y relativo) resulta
ser el portavoz de esa norma (la ley natural y la ley positiva conocida por
nosotros) y de su autor. Como el autor de la ley natural y de la ley divina
positiva es Dios, la conciencia es la voz de Dios: "La
conciencia, dice el Concilio Vaticano II, es el núcleo más secreto y el
sagrario del hombre, en el que éste está solo con Dios, cuya voz resuena en lo
más íntimo de ella". John Henry Newman, escribía al Duque de
Norfolk en una célebre carta: "La conciencia
es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la
gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La
conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo".
Sin embargo, lo que caracteriza al hombre moderno es la pérdida del sentido del
pecado, como decía el Papa Pío XII: "El pecado
del siglo es la pérdida del sentido del pecado". Juan Pablo II ha
escrito en la Exhortación Reconciliatio et poenitentia que el hombre
contemporáneo vive "bajo la amenaza de un
eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un
entorpecimiento o de una anestesia de la conciencia". ¿Cuál es la causa? Esta
hay que buscarla en la pérdida del sentido
de Dios, es decir, "la progresiva
ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de
Dios". Perdido el sentido de Dios, la sensibilidad ante la ofensa
de Dios se amortigua y pierde –valga la redundancia del término– "sentido". Las responsabilidades de este
oscurecimiento pesan tanto sobre las ideologías reinantes en el mundo
intelectual de los últimos siglos (psicologismo, sociologismo, historicismo
ético, antropologismo cultural, etc.) cuanto a verdaderas desviaciones dentro del
campo eclesial como ha sido, dice el Papa Juan Pablo II, el combatir la
exageración de ver pecado en todo con la exageración de no verlo en ninguna
parte, el predicar un amor de Dios incompatible con el castigo por el pecado,
el hablar de un respeto por la conciencia que suprimiría el deber de decir la
verdad, el ofuscar el sentido y el valor del sacramento de la confesión o darle
sólo un significado comunitario, el negar que cada uno pueda conocer en el
fondo su realidad pecadora, como afirma, por ejemplo, Rahner: "Jamás sabemos con última seguridad si somos
realmente pecadores".
Hay que ver en todo esto una auténtica cadena que amenaza con atenazar al
hombre: la violación sistemática de la ley moral amortigua la percepción de
Dios (autor de la ley moral); la disminución del sentido de Dios apaga el
sentido del pecado y por causa de esto las violaciones se hacen cada vez más
crueles e insensibles. "Cuando se pierde el
sentido de Dios, dice el Papa, también el sentido del hombre queda amenazado y
contaminado... La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido
de Dios la propia criatura queda oscurecida". Y más adelante: "Una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende
que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado... En
realidad, viviendo ‘como si Dios no existiera’, el hombre pierde no sólo el
misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser".
Explica el Papa: "El eclipse del sentido de
Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que
proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo... La sexualidad
se despersonaliza e instrumentaliza... La procreación se convierte en el
enemigo a evitar en la práctica de la sexualidad... Las relaciones
interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren
sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y
el anciano... Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil". Por eso
el Papa ha advertido seriamente contra esta tendencia: "El hombre puede
construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el
hombre".
Esta pérdida del sentido del pecado engendra lo que hoy se denomina "cultura de la muerte". "Lamentablemente,
dice el Papa con palabras duras, una gran parte de la sociedad actual se
asemeja a la que Pablo describe en la carta a los Romanos; está formada de
hombres que aprisionan la verdad en la injusticia (Ro 1,18): habiendo
renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de
Él, se ofuscaron en sus razonamientos de modo que su insensato
corazón se entenebreció (1,21); jactándose de sabios se volvieron
estúpidos (1,22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y no
solamente las practican sino que aprueban a los que las cometen (1,32).
Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6,22-23), llama al
mal bien y al bien mal (Is 5,20), camina ya hacia su degradación más
inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral".
En otro documento ha escrito: "La pérdida del
sentido del pecado es una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la
atea, sino además de la secularista... Pecar no es solamente negar a Dios;
pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia
existencia diaria".
Sin embargo, "no se puede eliminar
complemente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, [así] tampoco se borra
jamás completamente el sentido del pecado". Si no se puede borrar
totalmente el sentido de Dios, entonces éste se hace presente de otra manera:
el hombre puede sentirse huérfano de un Dios que no percibe por sus pecados; o bien
mirará a Dios como el enemigo de su conciencia pecadora, es decir, pasa a
tener un "sentido amenazador" de
la Justicia divina.
2. EL SENTIMIENTO DE
CULPABILIDAD Y EL REMORDIMIENTO DE LA CONCIENCIA
El sentimiento de culpabilidad consiste en la conciencia de que ha sido
quebrado el orden moral y de que nosotros somos los responsables de tal
quebrantamiento; el remordimiento es el pesar y la angustia que acompañan
ordinariamente tal conciencia y recuerdo. A él se refiere el torturado Macbeth
de Shakespeare, cuando dice que "nuestros
actos son lecciones sanguinarias que, una vez aprendidas, vuelven a atormentar
a quien las ha inventado. Y una justicia imperturbable acerca a nuestros
labios, una vez y otra, la mezcla emponzoñada de nuestro propio cáliz". Puede
presentarse como dolor, como intranquilidad o como angustia por lo sucedido; no
tanto por las consecuencias que pueden seguirse sino por el hecho mismo de
cuanto ha sucedido y que no debía suceder y no hubiera sucedido a no ser porque
con nuestros actos libres lo hemos realizado. El remordimiento o sentimiento de
culpabilidad es una realidad a la que toda persona se enfrenta. El signo más
claro de esta verdad es el hecho de que han tenido que buscarle una explicación
incluso quienes no creen en el pecado, ni en la validez de las normas morales,
ni en Dios; como Freud, Marx, todas las escuelas filosóficas y psicoanalistas
ateas, etc.
Si hemos dicho antes que la conciencia es la voz de Dios, entonces debemos
añadir que también el remordimiento es, de algún modo, un llamamiento de Dios
al pecador, una gracia iluminativa; cuya privación en las conciencias, que se
llaman cauterizadas (las que dicen no sentir remordimiento) es ya un temible
castigo. "En las personas que van de pecado
mortal en pecado mortal –enseñaba San Ignacio en el Libro de sus Ejercicios–
... el buen espíritu usa... punzándoles y remordiéndoles las conciencias por la
sindéresis de la razón". Este llamamiento de Dios tiene algo de
trágico pero también mucho de misericordioso, como se manifiesta en algunos
episodios bíblicos. Caín después de matar a Abel exclama: Grande e insoportable es mi pecado (Gn 4,3-16); Judas
grita su pecado diciendo: Pequé entregando sangre inocente (Mt 27,3-10).
"No hay cosa que más apesgue [agobie] el alma –predica San Juan de Ávila–
que tener un pecado en el ánima, agravada la conciencia con remordimiento, y
con sentimiento, que te digas tú a ti mismo, viéndote perdido por el pecado: ¡Oh pecador! Malo vas, infierno tienes, perdido te
has; justicia tiene Dios, que te condenará por lo que has hecho contra Él. ¿Cómo te puedes sufrir a ti mismo? ¿Cómo cabes en ti?
¿Cómo no revientas?".
Sin embargo, no en todos los que son agitados por el remordimiento éste se
desarrolla de la misma manera. En algunos es el primer paso para el
arrepentimiento que concluye en la conversión. Tal es el remordimiento
fructuoso que Jesús nos describe en la parábola del "hijo
pródigo" (Lc 15,11-32). Para otros es motivo de desesperación que
puede terminar incluso en el suicidio; ya señalaba Newman: "El remordimiento no es arrepentimiento". El
remordimiento no acompañado de la humildad afirma la voluntad del pecador en el
orgullo del pecado, por lo que resulta estéril, más aún, agrava la situación.
Pero en quien reconoce humildemente su propia responsabilidad, el remordimiento
es el primer paso para la contrición.
El sentimiento de culpabilidad puede ser, pues, proporcionado al acto del
pecado (sentimiento "justo") o
desproporcionado al acto. El sentimiento normal de culpabilidad brota
únicamente del pecado personal y ayuda al sujeto a ser perfectamente consciente
de su pecado y a dolerse de su acción; de modo consecuente, le ayuda a
arrepentirse (pasado), purificarse mediante la confesión (presente) y
enmendarse y cambiar de vida si es necesario (futuro). Al ser normal desaparece
de suyo al extinguirse la culpa con el perdón sacramental, aunque puede
perdurar el dolor intenso de la ofensa hecha a Dios. Puede sentirse la culpa
real y normal, aun angustiosamente, cuando el amor a Dios es grande y lo fue
también la falta; pero, obtenido el perdón, la posible angustia de la culpa
tiende a desaparecer.
El segundo caso es un sentimiento anormal. Como anormal admite dos variantes.
La primera es el sentimiento exagerado de culpabilidad;
éste puede proceder de una falta real cuyo remordimiento perdura largamente
después de haber sido perdonado el pecado, o también de faltas inexistentes. Se
trata de un remordimiento amargo, que hunde muchas veces a la persona en
estados auténticamente depresivos. En realidad, podemos encontrar aquí lo que
algunos llaman "hipermoralismo", es decir, la exacerbación de los sentimientos
morales del deber, de la culpabilidad y del remordimiento; y el "dismoralismo", o sea, la exacerbación más aguda que la anterior
pero transportada a una zona no ética (es una conciencia de la culpabilidad o
del deber con ocasión de hechos que de suyo carecen de carácter moral; es el
caso típico de los escrúpulos enfermizos).
Encontramos rasgos de sentimientos enfermizos en gran parte de la literatura
contemporánea afectada de cierto morbo existencialista. Ejemplos tenemos en
Kafka para quien el hombre es prisionero de sus pecados, o en Graham Green
quien, dominado por una verdadera obsesión por el mal, hace proclamar a uno de
sus personajes que no hay inocentes ni siquiera entre los niños. Jean Guitton
ha hecho notar a este respecto que así como hacia 1880 una encuesta sobre este
tema entre los literatos podría haberse resumido en la fórmula "incluso
los culpables son inocentes", en torno a la mitad del siglo XX, en cambio,
el resultado sería: "hasta los inocentes son
culpables". Este sentimiento, especialmente si se trata de pecados
no perdonados por la confesión sacramental, si no procede de un natural
enfermizo, al menos puede causar un estado enfermizo. Estas personas se sienten
perseguidas por la ansiedad, viven en constante tensión y pueden llegar a
experimentar una especie de locura persecutoria. Shakespear bosquejó la silueta
de este sentimiento en la figura de Lady Macbeth
atormentada en sueños por sus crímenes y por sus manos ensangrentadas: "La
mancha sigue aquí –exclama entre sueños y sonambulismo mirando sus
manos–. ¡Aléjate, mancha maldita! ¡Fuera, he dicho!...
¡Cómo! ¿Es que nunca van a estar limpias estas manos?... ¡Hasta aquí llega el
hedor de sangre! ¡Todos los aromas de Arabia no podrían perfumar mis
manos!". El gran dramaturgo pone en boca de su galeno: "Más que de médico, de sacerdote está
necesitada". El mismo Macbeth, viendo la turbación que va llevando
a su esposa a la locura, increpa al médico: "¡Cúrala
[de sus visiones nocturnas]! ¿Es que no puedes aliviar a un espíritu enfermo,
arrancar los pesares arraigados en la memoria, borrar las inquietudes grabadas
en el cerebro y, con dulce antídoto de olvido, vaciar el pecho de materia
peligrosa que pesa sobre el corazón?".
A veces toma la forma patológica de angustia existencial. Un ejemplo de esta
personalidad la hallamos en las descripciones que de Lutero dan algunos de sus
íntimos. Melanchton, por ejemplo, cuenta que el Reformador frecuentemente era
víctima de "ataques angustiosos".
"Él mismo –dice su compañero de la Protesta– me ha contado, y muchas personas saben, que estos
terrores le sobrecogían muy a menudo, cuando pensaba en la cólera de Dios o
cuando recordaba ejemplos patentes de su justicia vengadora y ello con tal
violencia que poníase a punto de morir". Una vez, al oír en el coro
del convento la lectura del evangelio del poseso, cayó convulsivamente
gritando: "¡Yo no soy! ¡Yo no soy
[poseso]!". Parece que tuvo frecuentes angustias por causa de la
predestinación y una verdadera "manía del
diablo" u obsesión diabólica.
El segundo caso es el del sentimiento de culpabilidad
demasiado débil, el que se
encuentra en personas de espíritu obtuso; y como tal puede considerarse, dice
Bless, "como fenómeno de degeneración" (de
hecho se verifica en muchos psicópatas criminales que toman una actitud de
indiferencia cínica ante sus actos). Esta actitud se relaciona mucho con las
personalidades psicóticas que presentan precisamente una frialdad afectiva muy
típica. Son más o menos insensibles al dolor ajeno y aun al propio. El caso
extremo es el perverso, quien carece de conmiseración y puede llegar a causar daño
sólo para divertirse. "Hay personas que sin
salirse de los parámetros de la normalidad, acusan una estructura de la
personalidad en la que despuntan tendencias psicóticas, por ejemplo, ésta de la
insensibilidad. Gente dura, sin vibración afectiva social (subrayamos
‘afectiva’ porque pueden ser superficialmente extrovertidos, sociables y
divertidos). Dicho déficit afectivo influye, por supuesto, en la esfera
moral".
En este campo podemos encontrarnos con diversas desviaciones éticas como el "amoralismo", que consiste en la carencia de sentimientos
morales de culpabilidad, deber y remordimiento; el "hipomoralismo", que es algo semejante al amoralismo, pero en
tono rebajado; y el "inmoralismo", que añade al amoralismo cierto egocentrismo
exacerbado que puede conducir a acciones delictivas e incluso al crimen.
Este sentimiento es hoy "culturalmente
masivo", propio de una "cultura de
la muerte". Ésta, por lógica interna y para mantenerse, necesita
crear una conciencia común que se ajuste a sus principios, y tal es la
conciencia "cauterizada". Esta
conciencia se manifiesta y se alimenta en la sistemática violación de la ley
moral respecto de los valores más fundamentales y sagrados, como, por ejemplo,
la vida humana en sus estadios más inocentes y desamparados. Hay que tener en
cuenta que se da una interacción entre factores psicológicos y morales: "lo que debe haberse producido en la generalidad de
los casos de cegueras y sorderas [morales] es un proceso interactivo de
factores psicológicos y morales. Una conciencia encallecida en el mal ya no
percibe el bien".
Aquí puede verificarse el efecto feed-back o "rulos de
retro-alimentación", es decir: ante el
horror natural que causa el cometer un grave delito, la conciencia trata de
buscar justificativos o atenuantes para realizarlo; esta amortiguación del
sentido moral que es resultado del esfuerzo psicológico por silenciar la voz de
la conciencia va creando una psicología dura, que va progresivamente
insensibilizándose, la cual va tornando al sujeto potencialmente capaz de
cometer delitos cada vez más graves. Tiene mucho que iluminar aquí la
doctrina de los hábitos, aplicada al terreno del hábito malo o vicio: los vicios corrompen en cierta medida la disposición de
la voluntad respecto de su fin, haciéndole tender connaturalmente a los fines
malos; esta tendencia hacia los fines viciosos es la base a partir de la cual
el sujeto elabora sus juicios electivos, proponiendo como máximamente elegible
(es decir, bueno y conveniente para él) tal fin que, en realidad, es un mal con
apariencias de bien. Los vicios, por tanto, terminan "condicionando" en cierta medida
nuestros juicios apreciativos sobre la realidad. Esto no es más que la
confirmación del dicho popular: "vive como
piensas o terminarás pensando como vives".
Así como, según dijimos antes, no puede perderse totalmente el sentido de Dios,
tampoco se borra totalmente el sentimiento de culpabilidad. Pero surgirán
inevitablemente quienes traten de explicarlo de alguna manera que permita
eludir la responsabilidad de los actos realizados.
Freud, por ejemplo, lo reduce a un impulso interior inconsciente, puramente
natural, cuyo origen confiesa desconocer; para él se trata de un miedo, una
simple fobia sin contenido moral alguno y sin fundamento bien conocido. Para
Sartre, el sentido de culpa es efecto de la mirada reprochadora de los demás
sobre nuestros actos, confundiendo así el sentimiento de culpa con la vergüenza
de verse descubiertos por el prójimo. Lutero consideraba que era una mala
pasada de esa "mala bestia" que es
nuestra conciencia, enemiga implacable que se esfuerza por convencernos de
pecado; para Marx es una alienación de la sociedad capitalista y para Nietzsche
se trata de una enfermedad que nos contagia la sociedad por lo cual exige del "superhombre" creado por su imaginación
el mantenerse al margen de toda moral, de toda regla, de todo escrúpulo y de
toda sensibilidad ante el mal causado por sus propias acciones. Podríamos
seguir la lista. Todos ellos tienen en común el querer diluir la realidad del
pecado y solucionar los remordimientos con una "explicación-terapéutica"
ya apelen al historicismo, a la sociología, al psicoanálisis o al
antropocentrismo cultural. A la postre obtienen idénticos resultados: sólo han conseguido crear un monstruo insensible ante el
dolor ajeno, resentido y endurecido en sus vicios, apático ante su destino
eterno, explotador de la debilidad ajena... en fin, creaturas de barro a las
que han convencido de ser "semidioses paganos" y que, como tales
hacen su historia marcados por la tragedia de la profunda amargura y
desesperación causada por el fracaso de los principios amorales que profesan...
¡Y pensar que una lágrima bien derramada puede purificar tanta miseria!
3. EL SENTIDO DEL PERDÓN
La sana conciencia de la transgresión y el remordimiento posterior no serían
una gracia de Dios si no llevaran a experimentar el misterio del perdón divino.
Sin duda... es grande el misterio de la piedad, dice San Pablo (1 Tim 3,15). Hay dos expresiones
de San Juan que deben complementarse entre sí para que nuestra visión del
pecado no reste tullida. La primera dice: Si
decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no
está en nosotros (1 Jn 1,8); la
segunda es cuanto el mismo Apóstol añade a continuación: Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para
perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad
(1 Jn 1,9). Más adelante él mismo dice: Si nuestro corazón nos reprocha
algo, Dios es más grande que nuestro corazón (1 Jn 3,20).
El verdadero sentido del pecado, así como el sano remordimiento, deben
llevarnos a reconocer nuestro pecado y a reconocernos pecadores (responsables
de nuestros delitos); como exclama David: Reconozco
mi culpa, mi pecado está siempre ante mí; cometí la maldad que aborreces (Sl 51,5ss). Jesús hace decir al hijo pródigo
arrepentido: Padre, he pecado contra el cielo y
contra ti (Lc 15,18.21).
Cuando el remordimiento viene de Dios, junto con él, Dios muestra el remedio,
es decir la vía para borrar el pecado que lo causa. El remordimiento sano, aun pudiendo
llegar a la angustia, no va contra la esperanza (esperanza informe); el pecador
sabe qué tiene que hacer para acabar con su estado y tormento. Sólo cuando
rechaza esta luz sobrenatural se cierra totalmente sobre sí mismo. Pero Dios es
infinitamente poderoso para borrar todos los pecados de los hombres y ofrece su
perdón: Así fueren vuestros pecados como la
grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la
lana quedarán (Is 1,18). Por boca
de Ezequiel dice Dios: ¿Acaso me complazco yo en
la muerte del malvado –oráculo del Señor Yahveh– y no más bien en que se
convierta de su conducta y viva? (Ez
18,23). Y más adelante lo repite nuevamente: Diles:
Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del
malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva. Convertíos,
convertíos de vuestra mala conducta. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?
(Ez 33,11).
El sentimiento de culpa equilibrado es el que pasa de la autocondenación por el
mal cometido al arrepentimiento y del arrepentimiento al pedido sincero de
perdón; es decir, el remordimiento auténtico es el que termina destruyendo el
pecado y salvando al pecador.
En definitiva, podemos redondear lo dicho con las palabras del Santo Padre: "Restablecer el sentido justo del pecado, ha dicho
Juan Pablo II, es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que
afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece
únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de la razón y de
la fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre".
No hay comentarios:
Publicar un comentario