DICE EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA:
“1033 Salvo que
elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos
amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra
nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a
su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna
permanente en él” (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que
estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los
pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25,
31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por
nuestra propia y libre elección. Este
estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.”
Este texto del Catecismo es interpretado por
algunos en el sentido de la siguiente tesis:
“La condenación eterna
depende exclusivamente de la decisión del pecador de cerrarse definitivamente
al perdón divino”.
Esta tesis es la que queremos analizar en este “post”.
Entendemos que así formulada la tesis no es conforme con la fe católica.
Suele ir acompañada de expresiones tales como “Dios no envía a nadie al infierno”, “Dios no quiere la
condenación del pecador impenitente, en todo caso la permite”,
etc.
Intentaremos exponer en lo que sigue lo que se debe pensar de
ellas.
Todos los resaltados en negrita
son nuestros.
Ante todo, así entendidas las cosas, no se ve porqué sería necesario que figurase la palabra “pecador” en la tesis. Porque la tesis presenta
la condenación eterna como un
resultado, una consecuencia natural, de la opción del pecador, sin más.
Es decir, algo semejante al hecho de que si se pasa mucho tiempo al sol, la piel adquiere un tono más oscuro.
Para enunciar semejante hecho no
hace falta ninguna consideración de orden moral.
Mucho más lógicamente, las presentaciones tradicionales de la fe vinculan el pecado con el castigo o pena por
el pecado, que es justamente la condenación eterna.
VEAMOS POR EJEMPLO EL CATECISMO ROMANO:
“123. Volviéndose después a los
réprobos que estarán a su izquierda, mostrará contra ellos su justicia,
diciendo: “Apartaos de mí malditos al fuego eterno, que está preparado para el
diablo y sus ángeles”. En aquellas primeras palabras, apartaos de mí, se
declara la gravísima pena con que serán castigados los malos cuando serán
arrojados de la vista de Dios, y no les quedará para su consuelo esperanza
alguna de poder jamás gozar de un bien tan grande.”
————————————————-
Se dice muchas veces que Dios
no quiere la condenación eterna de nadie. Pero ahí hay que distinguir,
una vez más, la Voluntad divina antecedente y la Voluntad divina consecuente.
El siguiente texto de Santo
Tomás de Aquino (Ia, q. 19, a. 6, ad 1um) lo aclara bien:
“(…) hay que tener presente que cada cosa, en cuanto que es buena, es
querida por Dios. Puede haber algo que en la primera consideración, es
decir, absolutamente, sea bueno o malo, y que, sin embargo, considerado con
algo adicional, que es la segunda consideración, sea lo contrario. Por
ejemplo, considerado absolutamente que el hombre viva, es bueno;
matarlo, es malo. En cambio, si algún hombre es un homicida o un peligro
social, es bueno que muera, es malo que viva. Por eso puede decirse que un
juez justo con voluntad antecedente quiere que el hombre viva; con voluntad
consecuente quiere colgar al homicida. De modo parecido, Dios quiere con
voluntad antecedente salvar a todo hombre; con voluntad consecuente, y por su
justicia, quiere castigar a algunos.
Tampoco lo que queremos con voluntad antecedente lo queremos
absolutamente, sino en cierto modo. Porque la voluntad se relaciona con
las cosas por lo que son en sí mismas. Y en sí mismas son algo en particular.
Por lo tanto, queremos algo en cuanto que lo queremos después de haber
considerado todas las circunstancias particulares. Y esto es querer con
voluntad consecuente. Por eso puede decirse que un juez justo quiere
absolutamente colgar al homicida, pero en cierto modo quiere que viva, es
decir, en cuanto que es hombre. De ahí que tal acción pueda ser llamada
veleidad más que absoluta voluntad.
Resulta evidente, así, que lo que Dios quiere absolutamente, lo hace;
aun cuando lo que quiere con voluntad antecedente no lo haga.”
————————————————-
La tesis así entendida, además, supone una especie de autonomía absoluta de la creatura racional, que por sí y ante sí decide su destino
eterno, sin que nadie más (¿Dios, por ejemplo?) tenga nada que decir al
respecto.
Pero de nuevo ¿para qué poner entonces la palabra “pecador” en la tesis? ¿No es el pecado, ante todo y
esencialmente, ofensa a Dios?
La idea de fondo detrás de la tesis que discutimos, es que la única “reacción” de Dios ante el pecado
del hombre es ofrecer su perdón,
que si es aceptado, lleva a la salvación. Si no es aceptado por la creatura,
entonces ella sola “se condena” al
Infierno.
En ese contexto, la condenación podría entenderse de dos modos: o bien
como algo que Dios quisiera impedir
sin poder hacerlo, o bien como algo
que Dios simplemente permite, pudiendo impedirlo.
Lo primero es la negación de la
Omnipotencia divina, que tiene en sus manos aún las mismas voluntades
libres de los hombres.
Lo segundo ya basta para
declarar falsa la tesis que estamos discutiendo, porque entonces la
condenación eterna no depende
exclusivamente de la decisión del pecador de cerrarse al perdón de
Dios.
Porque depende también de la
libre decisión divina de permitir esa cerrazón de la libertad creada y
el posterior estado de eterno alejamiento de Dios en que consiste la “pena de
daño”.
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¿Se dirá que una vez que Dios permite
la impenitencia final, cosa que entra dentro del modo “normal”,
digamos, de tratar Dios con las libertades creadas, ya no puede impedir la condenación eterna del que muere
impenitente?
Supongamos, nada más, que es así. ¿Cómo
se encuentra entonces la Voluntad divina respecto de esa condenación eterna
del que muere en la impenitencia final? ¿La
quiere o no la quiere? Más precisamente: ¿quiere que esa
condenación eterna tenga lugar, o quiere que
no tenga lugar?
De nuevo, decir, sin más, que Dios quiere que la condenación eterna no tenga lugar, y que sin embargo, ésta ocurre, es negar la Omnipotencia divina.
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Se puede querer apelar a la ya mencionada distinción entre la Voluntad divina antecedente y la Voluntad divina consecuente. La primera es condicional, Dios quiere que suceda A, si no sucede B. La segunda es absoluta: Dios quiere simplemente
que suceda A.
Se sobreentiende, además, que
también B depende, a su vez, de la Voluntad divina, que en última instancia no puede estar condicionada por nada
creado.
Se podría decir entonces que Dios quiere
que la condenación eterna no tenga lugar con Voluntad antecedente, no con
Voluntad consecuente. Es decir, Dios querría que la condenación eterna
del impenitente no tuviese lugar, en
el caso de que no se hubiese dado, precisamente, la impenitencia final.
Pero eso, que sin duda es verdad, como ya se dijo, no sirve para decir que Dios solamente
permite la condenación eterna del pecador finalmente impenitente,
porque entonces la pregunta es: ¿qué
pasa con la Voluntad divina consecuente, aquella que es absoluta, y que
al no depender de ninguna condición, se cumple siempre e infaliblemente?
Con esta Voluntad suya consecuente ¿quiere Dios que tenga lugar la condenación eterna del pecador
finalmente impenitente, o quiere que
no tenga lugar?
Es obvio que lo segundo no
puede ser, porque en ese caso, la condenación del pecador simplemente no ocurriría.
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¿Se dirá que Dios, con su Voluntad consecuente, ni quiere ni no quiere que la condenación del pecador
finalmente impenitente, sino que simplemente la permite?
Dejemos por ahora de lado la primera
parte de la frase, y veamos la segunda.
Hemos venido a aceptar, entonces, que finalmente Dios permite la condenación eterna del pecador impenitente, y eso quiere decir, que no la impide, pudiendo impedirla.
Porque eso quiere decir “permitir”.
No se permite lo inevitable, por ejemplo, nadie permite que dos más
dos sean cuatro, y nadie permite que el triángulo tenga tres lados, o que el
ser humano muera si carece de oxígeno el tiempo suficiente. Se podrá permitir
que carezca de oxígeno, pero no que muera si carece de él por el tiempo
suficiente.
No se
permite, entonces, lo que no se puede impedir, porque lo
que alguien no puede impedir, es para él inevitable.
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Pero entonces, estamos de nuevo en la cuestión: ¿por qué permite Dios la condenación eterna del pecador
finalmente impenitente, pudiendo impedirla?
Sin duda que muchos responderían: por
respeto a la libertad de la creatura racional.
¿Y qué sucedería, entonces, si
el pecador impenitente quisiese ir al cielo sin arrepentirse de su pecado?
¿No estaría ahí también haciendo un ejercicio de su libertad que también
debería ser entonces respetado por el Creador, abriéndole la puerta del
Reino de los Cielos, para que pudiese entrar en él con su pecado impenitente a
cuestas?
Obviamente, se nos responderá que no, porque el pecado es incompatible con la vida eterna, y sólo por el
arrepentimiento sincero se borra el pecado.
¿No se debe decir entonces que Dios no quiere, simplemente hablando, o sea, con Voluntad consecuente, que el pecador
finalmente impenitente entre en el Reino de Dios, es decir, más precisamente,
no se debe decir que con su Voluntad consecuente Dios quiere que el pecador finalmente impenitente quede excluido de la Vida
Eterna?
¿Cómo no habría Dios de
querer algo así? ¿Cómo podría querer que el
pecado sin arrepentimiento coexistiese con la bienaventuranza eterna, o cómo podría no querer que no fuese así?
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Se nos dirá que es simplemente imposible
que el pecador impenitente esté en el Cielo, y que por tanto, no viene
a cuento plantearse cómo se encuentra la Voluntad divina ante ello.
Pero no es buena respuesta, porque la Voluntad divina también quiere cosas que son absolutamente
necesarias y cuyo contrario es absolutamente imposible, por ejemplo, que Dios exista, que sea
Dios, que sea Bueno, Santo, Justo, infinito, Eterno, etc. etc.
Por tanto, ante algo absolutamente monstruoso como sería que el pecado del que no ha habido
arrepentimiento esté en el Cielo, es lógico que la única hipótesis posible es
que la Voluntad divina quiera que eso
no tenga lugar.
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“No querer”, en
efecto, puede tener en nuestro idioma al menos dos sentidos distintos: la mera carencia de acto de la voluntad
respecto de algo, o la presencia de un
acto de la voluntad contrario a esa cosa. El primer “no querer” no implica “querer que no”, el segundo, sí.
En el caso de la creatura racional, además, tenemos libertad no solamente de querer esto
o aquello (libertad de especificación) sino también de querer o no querer (libertad
de ejercicio). Curiosamente, está en la potestad de nuestra voluntad el no tener un acto de esa misma
voluntad.
Pero incluso si esto último
sucediese, que no
sucede, en Dios (porque la Voluntad divina se identifica
realmente con el Acto Puro e Infinito, y no puede faltarle nunca, por tanto,
actualidad alguna) el hecho es que tampoco
podría Dios elegir libremente no tener acto alguno en su Voluntad respecto de
la exclusión del pecador finalmente impenitente de la Vida Eterna, en
el sentido de que su Voluntad no se
inclinase ni por la exclusión ni por la no exclusión.
Porque la Voluntad divina no
puede no ser totalmente opuesta a que el pecado impenitente coexista con la
bienaventuranza, y por tanto, totalmente
favorable a esa exclusión.
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Pero esto es ya decir que no es
que solamente permita Dios la exclusión de la vida eterna del pecador
impenitente, sino que la quiere positivamente. Y por tanto, quiere positivamente la condenación eterna
del pecador finalmente impenitente.
Y si esa condenación eterna es, como dice el Catecismo, la autoexclusión definitiva del pecador
respecto de la sociedad de los bienaventurados, entonces Dios quiere positivamente esa autoexclusión
del pecador finalmente impenitente.
El error de muchos al
interpretar ese pasaje del Catecismo de la Iglesia Católica es pensar que con la autoexclusión del pecador
ya quedaba excluida, también, la exclusión por parte de Dios.
Pero una Voluntad consecuente en Dios de que el pecador finalmente
impenitente quede excluido de la Vida Eterna es obviamente, y sobre todo
tratándose de la Voluntad Omnipotente, una
exclusión divina del pecador impenitente respecto de la Vida Eterna.
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Lo dice con toda precisión el Señor en la parábola del juicio final: “Apártense de mí, malditos”. El “apártense” es justamente el gesto de la exclusión definitiva, por
parte de Dios, de aquel que
se ha autoexcluido por su pecado y su impenitencia final.
El Señor no dice, en efecto “Veo
cómo se apartan”, o “Qué pena
que se han apartado”, sino “Apártense”.
Es el grito, como está de moda decir hoy, de la Santidad divina absolutamente incompatible con el pecado, de
la Voluntad divina totalmente volcada,
por así decir, a la exclusión de una unión tan monstruosa.
De modo análogo, podemos decir que el delincuente que infringe la ley humana se precipita a sí mismo en la
cárcel, sino que ello quite la existencia de una sentencia judicial que envía al reo a la cárcel.
Y aún en lo humano, de otra forma no podría ser: que el delincuente por sí y ante sí se juzgase, se condenase y se
recluyese en prisión, sin intervención de nadie más.
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¿Se dirá que en todo caso la
exclusión por parte de Dios del pecador finalmente impenitente es posterior a la autoexclusión del mismo,
de modo que en la línea del mal y del pecado, al revés de lo que sucede en la
línea del bien y de la gracia, la iniciativa sea de la creatura, no del
Creador?
Pero ahí se debe distinguir dos
aspectos en la autoexclusión del pecador: el pecado mismo, con la impenitencia final, y la sentencia condenatoria por el
pecado.
El primero, que es el que transcurre en la línea del mal, es sin duda anterior a la exclusión del pecador por
parte de Dios. Pero el segundo ya no ocupa la línea del mal,
sino la del bien, porque la
sentencia en ese caso es justa,
y por tanto, buena.
Y por tanto, como sucede con todas las cosas buenas, aquí Dios es Causa Primera y anterior,
y la creatura, en todo caso, solamente causa segunda y posterior.
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Por tanto, si por “autoexclusión” del pecador se entiende la sentencia que el mismo pecador se aplica
a sí mismo de condenación eterna, hay que entenderla, en todo caso, como posterior a
la sentencia condenatoria de Dios mismo, y dependiente de ella.
Resumiendo: o la
Voluntad divina quiere la condenación eterna del pecador
finalmente impenitente, o no la quiere.
Si no la quiere, o bien la permite,
o bien no la permite. Lo
último es falso: el pecador finalmente impenitente se condena . Si la permite
sin quererla, entonces no quiere
excluir de la Vida Eterna al pecador finalmente impenitente, lo cual es absurdo,
dada la incompatibilidad absoluta
entre la Santidad divina y el pecado.
Por tanto, Dios quiere la condenación eterna del pecador
finalmente impenitente.
Pero cuando Dios quiere algo
distinto de Él mismo, con Voluntad consecuente, lo causa por ese mismo
hecho. Por tanto, resulta finalmente falsa la tesis que estamos analizando: la
condenación eterna del pecador finalmente impenitente no depende exclusivamente de él mismo, sino que, en tanto es un bien de justicia, tiene a Dios como Causa Primera.
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Se nos puede todavía objetar, que con esto hemos probado, sí, que la
Voluntad divina quiere la exclusión
definitiva del pecador finalmente impenitente, pero no que la quiera a modo de castigo por el pecado,
sobre todo por el pecado de la impenitencia final.
Aquí debemos volver al comienzo, y preguntarnos si la condenación eterna es o no es, finalmente, un castigo.
En caso de respuesta negativa, tendríamos que es algo así como una enfermedad o un accidente, es decir, una mera consecuencia de las acciones de alguien, como si dijésemos
que si voy al cine, entonces no voy a poder ver la tele.
Pero entonces vuelve la misma pregunta ¿por qué aparece la palabra “pecador” en la tesis que
discutimos?
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El pecado
merece castigo. Si no lo mereciera, tampoco se lo podría perdonar, porque perdonar es renunciar a castigar.
Al recibir a su hijo de vuelta en su casa, el padre del hijo pródigo renunció a mantenerlo fuera de la misma, o a
recibirlo sólo como jornalero,
todo lo cual hubiese sido justa pena
por su falta, que con todo derecho
podría haber aplicado.
Lo dice claramente texto sagrado:
“Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no soy digno
de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.”
Sin eso no
tiene sentido decir que lo perdonó. Si el
padre no tenía derecho a
expulsar a su hijo del hogar por las faltas cometidas, o a recibirlo al menos
en calidad de simple trabajador, entonces no tenía más remedio que admitirlo de vuelta como hijo, y en esa hipótesis, hablar de “perdón” sería algo sin sentido.
Dios tiene
absoluto derecho a ser obedecido por sus creaturas racionales, y por tanto, tiene absoluto
derecho a castigar la desobediencia de esas mismas creaturas, y sólo
por eso es que puede también perdonar
el pecado de esas mismas creaturas, en el sentido de renunciar a ejercer el derecho de
castigarlas.
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Porque en efecto, Dios tiene
derecho de castigar al pecador, pero no está obligado a hacerlo.
Dice Santo Tomás en Ia, q. 21, a. 1, ad 3um:
“A cada uno se le debe lo que es suyo. Se dice que es de alguien
aquello que se ordena a él, por ejemplo, el siervo al señor. Pero no a
la inversa; ya que libre es aquel que dispone de sí mismo. Y lo debido conlleva
una cierta exigencia o necesidad de algo respecto de aquello a que se
ordena. En las cosas hay que tener presente, en este sentido, dos clases de
orden. Por una parte, algo creado está ordenado a algo creado, como
las partes al todo, los accidentes a las sustancias, y cada cosa a su fin. Por
otra parte, todo lo creado está ordenado a Dios. Por consiguiente, la
palabra “deuda”, respecto de la operación divina, se puede tomar en dos
acepciones: por lo que se debe a Dios y por lo que se debe a lo creado.
Y en ambos aspectos satisfice Dios. Pues a Dios se debe el que se cumpla
en las cosas lo que determina su sabiduría y su voluntad y manifiesta su
bondad. En este sentido, la justicia de Dios mira su propio decoro, pues se
da lo que a sí mismo se debe. Y a lo creado se le debe que posea lo
que le corresponde, por ejemplo, que el hombre tenga manos, y que le estén
sometidos los animales. En este sentido también Dios hace justicia dando a cada
uno lo que le corresponde a su naturaleza y condición. El segundo sentido
expuesto depende del primero, ya que a cada uno se le debe lo que se ordena
a él según lo establecido por la sabiduría divina. Y aunque Dios dé, en
este sentido, lo debido a alguien, sin embargo El no es deudor; porque Él no
está ordenado a nadie, sino, por el contrario, los demás lo están a Él.
Por eso, en Dios la justicia es llamada a veces expresión de su bondad; otras
veces, retribución de méritos. A todo esto se refiere Anselmo cuando
dice: “Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al
perdonarlos, eres justo, porque así es tu bondad.”
Es decir, la justicia es dar a
cada uno lo suyo. Pero cuando Dios da a las creaturas lo que le
corresponde a cada una, en realidad se
está dando ante todo a Sí mismo lo
que corresponde a su Sabiduría y su Bondad, porque son ellas las que
determinan lo que corresponde y lo que no corresponde a las creaturas.
Ahora bien, del mismo modo que no
se es libre de hacer lo que se quiere con lo que es de otro, sí se es
libre de hacer lo que se quiera con lo
que es propio de uno mismo.
Por eso, si bien al pecador le
es debido el castigo por parte de Dios, no le es debido como una deuda que se tiene con otro, sino en definitiva como algo que Dios debe a su propia Sabiduría, Santidad y
Bondad.
Y entonces, Dios puede
simplemente renunciar a eso que es en definitiva suyo, a saber, el castigo del pecador en cumplimiento de la justicia divina.
Es decir, Dios puede perdonar
el pecado.
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Así dice en la parábola de los trabajadores de la última hora, en Mt.
20, 8 - 15:
“Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su
mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los
postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la
hora undécima, recibieron cada uno un denario. Al venir también los
primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron
cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de
familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has
hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del
día. Él, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no
conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero
quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que
quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?”
La parábola muestra bien los dos aspectos de la cuestión: “lo que es tuyo” es lo que
corresponde dar en justicia, como deuda,
con “lo que es mío”, el dueño
de la viña hace lo que quiere.
En el caso de un dueño humano, no todas las cosas son suyas,
por eso, respecto de algunas es deudor,
sujeto a una obligación estricta.
Pero en el caso de Dios, todo es suyo,
por eso, como dice Santo Tomás
en el texto citado, no es deudor de
nadie.
Tampoco, por tanto, por lo que toca a su derecho de castigar a los pecadores.
Y ése es el fundamento de la divina Misericordia.
Cuando Dios quiere, entonces, manifestar su Bondad mediante su Justicia, castiga, y cuando quiere manifestarla mediante su Misericordia, perdona, como dice la cita de San Anselmo al final del
texto citado de Santo Tomás:
“Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al perdonarlos,
eres justo, porque así es tu bondad.”
————————————————-
Eso mismo dice Billuart en Summa Sancti Thomae, vol. I, Tractatus de Deo et divinis attributis, dissert. VIII, art. VI, pp. 366 – 367:
“Por lo que tiene que ver con la justicia vindicativa,
pertenece ciertamente a la conmutativa en cuanto está en el paciente,
que sufriendo da lo mismo que ha tomado, y en el superior que castiga, el cual
por su oficio y como por un contrato oneroso, está obligado en estricto derecho
a reparar mediante el castigo del reo el daño infligido a un tercero o a la
sociedad. En Dios, en cambio, no se encuentra esta deuda estricta como
por contrato oneroso con la sociedad, de la cual nada recibe. Y por tanto, la
justicia vindicativa, en tanto está en Dios, no pertenece a la
justicia conmutativa, sino en cuanto al modo, como se ha dicho; en cuanto
al débito, parece más bien pertenecer a la justicia legal o a la distributiva.
(…)
Dices: la justicia distributiva implica algo debido, pero
Dios no debe nada. Respondo distinguiendo la Mayor: la justicia distributiva
implica algo debido en las cosas acerca de las cuales se ejerce:
Concedo. En el mismo distribuyente, siempre: Niego. Porque cuando el
distribuyente distribuye sus propios bienes, no debe nada a los otros por
razón de algo que ellos hayan dado o por algún derecho que tengan sobre él,
sino por su sola voluntad y promesa, no simplemente, cierto, porque
entonces sería solamente una obligación de fidelidad, sino como quien ordena
esto por razón de aquello: este premio por esta obra; y así tal premio se
da ciertamente a esta obra, no por algún derecho del que obra, sino por la
ordenación propia del que distribuye; consecuentemente, no es deudor al
que obra, sino a sí mismo. Dice Santo Tomás en Ia IIae, q. 114, a. 1, ad
3um: “Como nuestra acción no tiene razón de mérito sino supuesta la divina
ordenación, no se sigue que Dios se vuelva deudor nuestro simplemente
hablando, sino de Sí mismo, en cuanto es debido que su ordenación se
cumpla”.
En efecto, es la justicia conmutativa,
la que se da por ejemplo en los contratos,
la que exige algo rigurosamente, con deuda
y obligación de por
medio. La justicia distributiva, por el contrario, que es la que reside
en el gobernante que da a cada miembro de la sociedad lo que le corresponde, no
lo hace sino del modo dicho en el
texto.
————————————————-
Pero, dirá alguno, si
la condenación eterna es castigo por el pecado, entonces ese castigo se lo aplica solamente el
pecador a sí mismo, no lo aplica Dios al pecador.
Contra eso, ese castigo del pecador finalmente impenitente es justo, y por tanto, bueno. Entonces no puede no tener a Dios como Causa Primera, y ello no puede
ser sin una libre decisión divina
de aplicar ese castigo.
————————————————-
No solamente, entonces, es cierto que la Voluntad divina quiere
positivamente la condenación eterna del pecador finalmente impenitente,
entendida como exclusión definitiva de la Vida Eterna, sino además es cierto que la quiere como castigo por su pecado, y
sobre todo, por su impenitencia final.
Y eso es, justamente, lo que dice el Señor en la parábola previamente
citada:
“Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado
para el diablo y sus ángeles (…) E irán éstos al castigo eterno, y los
justos a la vida eterna”.
————————————————-
Por otra parte, el texto del
Catecismo de la Iglesia Católica tiene muchas indicaciones de que ése
es verdaderamente su significado:
“1034 Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se
apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a
los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede
perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en
términos graves que “enviará a sus ángeles […] que recogerán a
todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo”
(Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:” ¡Alejaos de mí
malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41).”
Nótense los verbos activos: “enviará”,
“recogerán”, “arrojarán”, que implica acciones de Dios o de los ángeles que obedecen al mandato
divino. Véase también que el “pronunciará
la sentencia” anula la tesis de los que dicen que Dios no juzga ni condena, sino que en
todo caso es lo hace solamente el pecador.
“1035 La enseñanza de la
Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que
mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente
después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego
eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo
de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación
eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad
para las que ha sido creado y a las que aspira.”
La “pena” aquí debe
entenderse, efectivamente, en el sentido del castigo por el pecado.
“1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a
propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la
que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno.
Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la
conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta
y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por
ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida
!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo
del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única
carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y
ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y
perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde “habrá llanto
y rechinar de dientes"» (LG 48).”
Dice “y no nos manden ir”, indicando así que no es simplemente que el pecador finalmente
impenitente se arroja a sí mismo a la condenación eterna, sino que es enviado a ella por Dios, en justa pena por sus pecados y por
su impenitencia final.
————————————————-
Por eso mismo, los siguientes pasajes del Catecismo, que hablan del Juicio Final, no
deben entenderse en un sentido meramente cognoscitivo,
intelectualista o cuasi gnóstico:
“1039 Frente a
Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la
verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El
Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno
haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena (….)”
“1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre
conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento.
Entonces Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra
definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido
último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos
los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las
cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios
triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es
más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).”
Sino que esa revelación
de que se habla en estos pasajes se
cumplirá precisamente mediante la sentencia que Jesucristo, el Juez,
dará sobre todos los hombres según sus
obras, y la consiguiente ejecución de esa misma sentencia.
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