Kyrie
Iesu, eleison me!
Señor Jesús, ten
piedad de mí.
La oración es para el hombre
el más grande de los bienes, decía Dom Prospero Gueranger, fundador y Abad de
Solesmes. Todos aquellos que buscamos la unión con Dios como fin único de
nuestra vida, estamos implicados en este camino grandioso y por momentos, terrible.
En cierto sentido, la oración es el alma de
nuestra vida, de nuestra existencia. Si el Vat. II en SC define la
Sagrada Liturgia como la cima y la fuente de
toda la vida de la Iglesia…, la
Santa Misa, la renovación incruenta del único Sacrificio de Cristo en el
Calvario, el memorial de su Pasión, muerte y resurrección, debe ser vivido en
un clima de oración contemplativa que nace y conduce a la unión con Dios.
En la Orden cartujana se tenía
conciencia viva que había que iniciar al novicio en el arte de la oración. No
era sólo cuestión de lanzarse al agua y rezar, sin tener conocimiento del
camino a realizar. Hay múltiples peligros en este camino de misterio, tal vez
el único que vale la pena ser recorrido en esta vida. De aquí la necesidad de
un padre espiritual que pueda alentar, corregir, guiar.
Las almas son como las flores
de los campos, de una variedad asombrosa. Cada una con su belleza. Cada una
lavada por la Sangre del Cordero. Cada una con su pecado y su camino de
purificación y expiación. Por tanto, el camino de la oración de cada una es,
tal vez, único. Pero eso no obsta que existan elementos comunes a todos los
caminos, así como espiritualidades más específicas por donde adentrarse en este
camino de “oscuridad luminosa” de las
virtudes teologales.
Los métodos tiene su valor muy
relativo. Los verdaderos maestros espirituales lo saben. Lo verdaderamente
importante es entrar en la Escuela del Espíritu Santo. Aprender a dejarse guiar
por Él, entrando de lleno en el camino de los dones del mismo Santo Espíritu
(cf. Iraburu, Por obra del Espíritu Santo).
Eso requiere una purificación profunda del alma, en la cual la acción de la
gracia tiene la primacía absoluta, y con ella el sufrimiento unido a la Cruz de
Cristo.
Paso a citar un texto de un
autor que es un verdadero maestro espiritual, Teófano el Recluso, como sabemos,
obispo que vivió entre los años 1815-1894 y luego a partir de 1867, siguiendo
un llamado se hizo recluso, desde donde despliega una paternidad espiritual
admirable y fecunda. Él tuvo numerosos dirigidos. El texto va dirigido a una
monja, pero es válido para cualquier persona que
esté implicada en un camino de santidad.
“A menudo os
hablé, mi querida hermana, del recuerdo de Dios, y os lo repito todavía una
vez: si no trabajáis con todas vuestras fuerzas para imprimir en vuestro
corazón y en vuestro pensamiento ese nombre temible (el nombre de Jesús),
vuestro callar es vano, vana vuestra salmodia, inútiles vuestro ayuno y
vuestras vigilias. En una palabra, toda la vida de una monja es inútil sin el
recogimiento en Dios, que es el comienzo del silencio mantenido por amor a
Dios, y es también el fin. Ese nombre muy deseable, es el alma de la quietud y
del silencio. Su recuerdo nos da alegría y felicidad, por él obtenemos el
perdón de nuestros pecados y la abundancia de virtudes. Sólo se puede encontrar
ese nombre muy glorioso en el silencio y la calma. No se puede llegar a él de
ninguna otra manera, ni siquiera mediante un gran sufrimiento. Es por ello que,
conociendo el poder de este consejo, yo os pido insistentemente, por el amor de
Dios, que estéis siempre en paz y silencio, pues esas virtudes alimentan en
nosotros el recuerdo de Dios” Arte de la oración, p 104,Ed. Lumen.
La oración es don y misterio.
Todo lo que nosotros hagamos, igual que en nuestra vida espiritual, siempre
bajo el imperio o la moción de la gracia, es la parte activa. Con ello no
lograremos alcanzar la oración propiamente dicha contemplativa. Pero nos
predispone al don. Es un anuncio que Dios quiere dárnosla.
Sin silencio interior, sin
paz, sin unidad de la mente y la voluntad o el corazón, no habrá verdadera
oración contemplativa. San Benito lo resume citando el salmo 33: busca la paz y síguela.
Mater
mea, totus tuus semper!
Madre mía, tuyo por
siempre.
Schola Veritatis
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