viernes, 24 de abril de 2020

LA CONDENACIÓN ETERNA COMO AUTOEXCLUSIÓN DEL PECADOR


DICE EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA:
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.”
Este texto del Catecismo es interpretado por algunos en el sentido de la siguiente tesis:
La condenación eterna depende exclusivamente de la decisión del pecador de cerrarse definitivamente al perdón divino”.
Esta tesis es la que queremos analizar en este “post”.
Entendemos que así formulada la tesis no es conforme con la fe católica.
Suele ir acompañada de expresiones tales como Dios no envía a nadie al infierno”, “Dios no quiere la condenación del pecador impenitente, en todo caso la permite”, etc.
Intentaremos exponer en lo que sigue lo que se debe pensar de ellas. 
Todos los resaltados en negrita son nuestros.
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Ante todo, así entendidas las cosas, no se ve porqué sería necesario que figurase la palabra “pecador” en la tesis. Porque la tesis presenta la condenación eterna como un resultado, una consecuencia natural, de la opción del pecador, sin más.
Es decir, algo semejante al hecho de que si se pasa mucho tiempo al sol, la piel adquiere un tono más oscuro.
Para enunciar semejante hecho no hace falta ninguna consideración de orden moral.
Mucho más lógicamente, las presentaciones tradicionales de la fe vinculan el pecado con el castigo o pena por el pecado, que es justamente la condenación eterna.
VEAMOS POR EJEMPLO EL CATECISMO ROMANO:
123. Volviéndose después a los réprobos que estarán a su izquierda, mostrará contra ellos su justicia, diciendo: “Apartaos de mí malditos al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles”. En aquellas primeras palabras, apartaos de mí, se declara la gravísima pena con que serán castigados los malos cuando serán arrojados de la vista de Dios, y no les quedará para su consuelo esperanza alguna de poder jamás gozar de un bien tan grande.
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Se dice muchas veces que Dios no quiere la condenación eterna de nadie. Pero ahí hay que distinguir, una vez más, la Voluntad divina antecedente y la Voluntad divina consecuente. 
El siguiente texto de Santo Tomás de Aquino  (Ia, q. 19, a. 6, ad 1um) lo aclara bien:
“(…) hay que tener presente que cada cosa, en cuanto que es buena, es querida por Dios. Puede haber algo que en la primera consideración, es decir, absolutamente, sea bueno o malo, y que, sin embargo, considerado con algo adicional, que es la segunda consideración, sea lo contrario. Por ejemplo, considerado absolutamente que el hombre viva, es bueno; matarlo, es malo. En cambio, si algún hombre es un homicida o un peligro social, es bueno que muera, es malo que viva. Por eso puede decirse que un juez justo con voluntad antecedente quiere que el hombre viva; con voluntad consecuente quiere colgar al homicida. De modo parecido, Dios quiere con voluntad antecedente salvar a todo hombre; con voluntad consecuente, y por su justicia, quiere castigar a algunos.
Tampoco lo que queremos con voluntad antecedente lo queremos absolutamente, sino en cierto modo. Porque la voluntad se relaciona con las cosas por lo que son en sí mismas. Y en sí mismas son algo en particular. Por lo tanto, queremos algo en cuanto que lo queremos después de haber considerado todas las circunstancias particulares. Y esto es querer con voluntad consecuente. Por eso puede decirse que un juez justo quiere absolutamente colgar al homicida, pero en cierto modo quiere que viva, es decir, en cuanto que es hombre. De ahí que tal acción pueda ser llamada veleidad más que absoluta voluntad.
Resulta evidente, así, que lo que Dios quiere absolutamente, lo hace; aun cuando lo que quiere con voluntad antecedente no lo haga.”
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La tesis así entendida, además, supone una especie de autonomía absoluta de la creatura racional, que por sí y ante sí decide su destino eterno, sin que nadie más (¿Dios, por ejemplo?) tenga nada que decir al respecto.
Pero de nuevo ¿para qué poner entonces la palabra pecador en la tesis? ¿No es el pecado, ante todo y esencialmente, ofensa a Dios?
La idea de fondo detrás de la tesis que discutimos, es que la única “reacción” de Dios ante el pecado del hombre es ofrecer su perdón, que si es aceptado, lleva a la salvación. Si no es aceptado por la creatura, entonces ella sola “se condena” al Infierno.
En ese contexto, la condenación podría entenderse de dos modos: o bien como algo que Dios quisiera impedir sin poder hacerlo, o bien como algo que Dios simplemente permite, pudiendo impedirlo.
Lo primero es la negación de la Omnipotencia divina, que tiene en sus manos aún las mismas voluntades libres de los hombres.
Lo segundo ya basta para declarar falsa la tesis que estamos discutiendo, porque entonces la condenación eterna no depende exclusivamente de la decisión del pecador de cerrarse al perdón de Dios.
Porque depende también de la libre decisión divina de permitir esa cerrazón de la libertad creada y el posterior estado de eterno alejamiento de Dios en que consiste la “pena de daño”.
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¿Se dirá que una vez que Dios permite la impenitencia final, cosa que entra dentro del modo “normal”, digamos, de tratar Dios con las libertades creadas, ya no puede impedir la condenación eterna del que muere impenitente?
Supongamos, nada más, que es así. ¿Cómo se encuentra entonces la Voluntad divina respecto de esa condenación eterna del que muere en la impenitencia final? ¿La quiere o no la quiere? Más precisamente: ¿quiere que esa condenación eterna tenga lugar, o quiere que no tenga lugar?
De nuevo, decir, sin más, que Dios quiere que la condenación eterna no tenga lugar, y que sin embargo, ésta ocurre, es negar la Omnipotencia divina.
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Se puede querer apelar a la ya mencionada distinción entre la Voluntad divina antecedente y la Voluntad divina consecuente. La primera es condicional, Dios quiere que suceda A, si no sucede B. La segunda es absoluta: Dios quiere simplemente que suceda A.  
Se sobreentiende, además, que también B depende, a su vez, de la Voluntad divina, que en última instancia no puede estar condicionada por nada creado.
Se podría decir entonces que Dios quiere que la condenación eterna no tenga lugar con Voluntad antecedente, no con Voluntad consecuente. Es decir, Dios querría que la condenación eterna del impenitente no tuviese lugar, en el caso de que no se hubiese dado, precisamente, la impenitencia final.
Pero eso, que sin duda es verdad, como ya se dijo, no sirve para decir que Dios solamente permite la condenación eterna del pecador finalmente impenitente, porque entonces la pregunta es: ¿qué pasa con la Voluntad divina consecuente, aquella que es absoluta, y que al no depender de ninguna condición, se cumple siempre e infaliblemente?
Con esta Voluntad suya consecuente ¿quiere Dios que tenga lugar la condenación eterna del pecador finalmente impenitente, o quiere que no tenga lugar?
Es obvio que lo segundo no puede ser, porque en ese caso, la condenación del pecador simplemente no ocurriría.
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¿Se dirá que Dios, con su Voluntad consecuente, ni quiere ni no quiere que la condenación del pecador finalmente impenitente, sino que simplemente la permite?
Dejemos por ahora de lado la primera parte de la frase, y veamos la segunda.
Hemos venido a aceptar, entonces, que finalmente Dios permite la condenación eterna del pecador impenitente, y eso quiere decir, que no la impide, pudiendo impedirla.
Porque eso quiere decir permitir”. No se permite lo inevitable, por ejemplo, nadie permite que dos más dos sean cuatro, y nadie permite que el triángulo tenga tres lados, o que el ser humano muera si carece de oxígeno el tiempo suficiente. Se podrá permitir que carezca de oxígeno, pero no que muera si carece de él por el tiempo suficiente.
No se permite, entonces, lo que no se puede impedir, porque lo que alguien no puede impedir, es para él inevitable.
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Pero entonces, estamos de nuevo en la cuestión: ¿por qué permite Dios la condenación eterna del pecador finalmente impenitente, pudiendo impedirla?
Sin duda que muchos responderían: por respeto a la libertad de la creatura racional.
¿Y qué sucedería, entonces, si el pecador impenitente quisiese ir al cielo sin arrepentirse de su pecado? ¿No estaría ahí también haciendo un ejercicio de su libertad que también debería ser entonces respetado por el Creador, abriéndole la puerta del Reino de los Cielos, para que pudiese entrar en él con su pecado impenitente a cuestas?
Obviamente, se nos responderá que no, porque el pecado es incompatible con la vida eterna, y sólo por el arrepentimiento sincero se borra el pecado.
¿No se debe decir entonces que Dios no quiere, simplemente hablando, o sea, con Voluntad consecuente, que el pecador finalmente impenitente entre en el Reino de Dios, es decir, más precisamente, no se debe decir que con su Voluntad consecuente Dios quiere que el pecador finalmente impenitente quede excluido de la Vida Eterna?
¿Cómo no habría Dios de querer algo así? ¿Cómo podría querer que el pecado sin arrepentimiento coexistiese con la bienaventuranza eterna, o cómo podría no querer que no fuese así?
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Se nos dirá que es simplemente imposible que el pecador impenitente esté en el Cielo, y que por tanto, no viene a cuento plantearse cómo se encuentra la Voluntad divina ante ello.
Pero no es buena respuesta, porque la Voluntad divina también quiere cosas que son absolutamente necesarias y cuyo contrario es absolutamente imposible, por ejemplo, que Dios exista, que sea Dios, que sea Bueno, Santo, Justo, infinito, Eterno, etc. etc.
Por tanto, ante algo absolutamente monstruoso como sería que el pecado del que no ha habido arrepentimiento esté en el Cielo, es lógico que la única hipótesis posible es que la Voluntad divina quiera que eso no tenga lugar.
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 No querer”, en efecto, puede tener en nuestro idioma al menos dos sentidos distintos: la mera carencia de acto de la voluntad respecto de algo, o la presencia de un acto de la voluntad contrario a esa cosa. El primer no querer no implica querer que no”, el segundo, sí.
En el caso de la creatura racional, además, tenemos libertad no solamente de querer esto o aquello (libertad de especificación) sino también de querer o no querer (libertad de ejercicio).  Curiosamente, está en la potestad de nuestra voluntad el no tener un acto de esa misma voluntad.
Pero incluso si esto último sucediese, que no sucede, en Dios (porque la Voluntad divina se identifica realmente con el Acto Puro e Infinito, y no puede faltarle nunca, por tanto, actualidad alguna) el hecho es que tampoco podría Dios elegir libremente no tener acto alguno en su Voluntad respecto de la exclusión del pecador finalmente impenitente de la Vida Eterna, en el sentido de que su Voluntad no se inclinase ni por la exclusión ni por la no exclusión.
Porque la Voluntad divina no puede no ser totalmente opuesta a que el pecado impenitente coexista con la bienaventuranza, y por tanto, totalmente favorable a esa exclusión.
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Pero esto es ya decir que no es que solamente permita Dios la exclusión de la vida eterna del pecador impenitente, sino que la quiere positivamente. Y por tanto, quiere positivamente la condenación eterna del pecador finalmente impenitente.
Y si esa condenación eterna es, como dice el Catecismo, la autoexclusión definitiva del pecador respecto de la sociedad de los bienaventurados, entonces Dios quiere positivamente esa autoexclusión del pecador finalmente impenitente.
El error de muchos al interpretar ese pasaje del Catecismo de la Iglesia Católica es pensar que con la autoexclusión del pecador ya quedaba excluida, también, la exclusión por parte de Dios.
Pero una Voluntad consecuente en Dios de que el pecador finalmente impenitente quede excluido de la Vida Eterna es obviamente, y sobre todo tratándose de la Voluntad Omnipotente, una exclusión divina del pecador impenitente respecto de la Vida Eterna.
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Lo dice con toda precisión el Señor en la parábola del juicio final: Apártense de mí, malditos”. El apártense es justamente el gesto de la exclusión definitiva, por parte de Dios, de aquel que se ha autoexcluido por su pecado y su impenitencia final.
El Señor no dice, en efecto Veo cómo se apartan”, o Qué pena que se han apartado, sino Apártense”.  Es el grito, como está de moda decir hoy, de la Santidad divina absolutamente incompatible con el pecado, de la Voluntad divina totalmente volcada, por así decir, a la exclusión de una unión tan monstruosa.
De modo análogo, podemos decir que el delincuente que infringe la ley humana se precipita a sí mismo en la cárcel, sino que ello quite la existencia de una sentencia judicial que envía al reo a la cárcel.
Y aún en lo humano, de otra forma no podría ser: que el delincuente por sí y ante sí se juzgase, se condenase y se recluyese en prisión, sin intervención de nadie más.
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¿Se dirá que en todo caso la exclusión por parte de Dios del pecador finalmente impenitente es posterior a la autoexclusión del mismo, de modo que en la línea del mal y del pecado, al revés de lo que sucede en la línea del bien y de la gracia, la iniciativa sea de la creatura, no del Creador?
Pero ahí se debe distinguir dos aspectos en la autoexclusión del pecador: el pecado mismo, con la impenitencia final, y la sentencia condenatoria por el pecado.
El primero, que es el que transcurre en la línea del mal, es sin duda anterior a la exclusión del pecador por parte de Dios.  Pero el segundo ya no ocupa la línea del mal, sino la del bien, porque la sentencia en ese caso es justa, y por tanto, buena.
Y por tanto, como sucede con todas las cosas buenas, aquí Dios es Causa Primera y anterior, y la creatura, en todo caso, solamente causa segunda y posterior.
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Por tanto, si por “autoexclusión” del pecador se entiende la sentencia que el mismo pecador se aplica a sí mismo de condenación eterna, hay que entenderla, en todo caso, como posterior a la sentencia condenatoria de Dios mismo, y dependiente de ella.
Resumiendo: o la Voluntad divina quiere la condenación eterna del pecador finalmente impenitente, o no la quiere. Si no la quiere, o bien la permite, o bien no la permite. Lo último es falso: el pecador finalmente impenitente se condena . Si la permite sin quererla, entonces no quiere excluir de la Vida Eterna al pecador finalmente impenitente, lo cual es absurdo, dada la incompatibilidad absoluta entre la Santidad divina y el pecado.
Por tanto, Dios quiere la condenación eterna del pecador finalmente impenitente.
Pero cuando Dios quiere algo distinto de Él mismo, con Voluntad consecuente, lo causa por ese mismo hecho. Por tanto, resulta finalmente falsa la tesis que estamos analizando: la condenación eterna del pecador finalmente impenitente no depende exclusivamente de él mismo, sino que, en tanto es un bien de justicia, tiene a Dios como Causa Primera. 
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Se nos puede todavía objetar, que con esto hemos probado, sí, que la Voluntad divina quiere la exclusión definitiva del pecador finalmente impenitente, pero no que la quiera a modo de castigo por el pecado, sobre todo por el pecado de la impenitencia final.
Aquí debemos volver al comienzo, y preguntarnos si la condenación eterna es o no es, finalmente, un castigo.
En caso de respuesta negativa, tendríamos que es algo así como una enfermedad o un accidente, es decir, una mera consecuencia de las acciones de alguien, como si dijésemos que si voy al cine, entonces no voy a poder ver la tele.
Pero entonces vuelve la misma pregunta ¿por qué aparece la palabra “pecador” en la tesis que discutimos?
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El pecado merece castigo. Si no lo mereciera, tampoco se lo podría perdonar, porque perdonar es renunciar a castigar.
Al recibir a su hijo de vuelta en su casa, el padre del hijo pródigo renunció a mantenerlo fuera de la misma, o a recibirlo sólo como jornalero, todo lo cual hubiese sido justa pena por su falta, que con todo derecho podría haber aplicado.
Lo dice claramente texto sagrado:
Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.”
Sin eso no tiene sentido decir que lo perdonó. Si el padre no tenía derecho a expulsar a su hijo del hogar por las faltas cometidas, o a recibirlo al menos en calidad de simple trabajador, entonces no tenía más remedio que admitirlo de vuelta como hijo, y en esa hipótesis, hablar de perdón sería algo sin sentido.
Dios tiene absoluto derecho a ser obedecido por sus creaturas racionales, y por tanto, tiene absoluto derecho a castigar la desobediencia de esas mismas creaturas, y sólo por eso es que puede también perdonar el pecado de esas mismas creaturas, en el sentido de renunciar a ejercer el derecho de castigarlas.
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Porque en efecto, Dios tiene derecho de castigar al pecador, pero no está obligado a hacerlo.
Dice Santo Tomás en Ia, q. 21, a. 1, ad 3um:
A cada uno se le debe lo que es suyo. Se dice que es de alguien aquello que se ordena a él, por ejemplo, el siervo al señor. Pero no a la inversa; ya que libre es aquel que dispone de sí mismo. Y lo debido conlleva una cierta exigencia o necesidad de algo respecto de aquello a que se ordena. En las cosas hay que tener presente, en este sentido, dos clases de orden. Por una parte, algo creado está ordenado a algo creado, como las partes al todo, los accidentes a las sustancias, y cada cosa a su fin. Por otra parte, todo lo creado está ordenado a Dios. Por consiguiente, la palabra “deuda”, respecto de la operación divina, se puede tomar en dos acepciones: por lo que se debe a Dios y por lo que se debe a lo creado. Y en ambos aspectos satisfice Dios. Pues a Dios se debe el que se cumpla en las cosas lo que determina su sabiduría y su voluntad y manifiesta su bondad. En este sentido, la justicia de Dios mira su propio decoro, pues se da lo que a sí mismo se debe. Y a lo creado se le debe que posea lo que le corresponde, por ejemplo, que el hombre tenga manos, y que le estén sometidos los animales. En este sentido también Dios hace justicia dando a cada uno lo que le corresponde a su naturaleza y condición. El segundo sentido expuesto depende del primero, ya que a cada uno se le debe lo que se ordena a él según lo establecido por la sabiduría divina. Y aunque Dios dé, en este sentido, lo debido a alguien, sin embargo El no es deudor; porque Él no está ordenado a nadie, sino, por el contrario, los demás lo están a  Él. Por eso, en Dios la justicia es llamada a veces expresión de su bondad; otras veces, retribución de méritos. A todo esto se refiere Anselmo cuando dice: “Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al perdonarlos, eres justo, porque así es tu bondad.”
Es decir, la justicia es dar a cada uno lo suyo. Pero cuando Dios da a las creaturas lo que le corresponde a cada una, en realidad se está dando ante todo a Sí mismo lo que corresponde a su Sabiduría y su Bondad, porque son ellas las que determinan lo que corresponde y lo que no corresponde a las creaturas.
Ahora bien, del mismo modo que no se es libre de hacer lo que se quiere con lo que es de otro, sí se es libre de hacer lo que se quiera con lo que es propio de uno mismo.
Por eso, si bien al pecador le es debido el castigo por parte de Dios, no le es debido como una deuda que se tiene con otro, sino en definitiva como algo que Dios debe a su propia Sabiduría, Santidad y Bondad.
Y entonces, Dios puede simplemente renunciar a eso que es en definitiva suyo, a saber, el castigo del pecador en cumplimiento de la justicia divina.
Es decir, Dios puede perdonar el pecado. 
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Así dice en la parábola de los trabajadores de la última hora, en Mt. 20, 8 - 15:
 “Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros.  Y al venir los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada uno un denario.  Al venir también los primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día. Él, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?
La parábola muestra bien los dos aspectos de la cuestión: lo que es tuyoes lo que corresponde dar en justicia, como deuda, con lo que es mío”, el dueño de la viña hace lo que quiere.
En el caso de un dueño humano, no todas las cosas son suyas, por eso, respecto de algunas es deudor, sujeto a una obligación estricta. Pero en el caso de Dios, todo es suyo, por eso, como dice Santo Tomás en el texto citado, no es deudor de nadie.
Tampoco, por tanto, por lo que toca a su derecho de castigar a los pecadores.
Y ése es el fundamento de la divina Misericordia.
Cuando Dios quiere, entonces, manifestar su Bondad mediante su Justicia, castiga, y cuando quiere manifestarla mediante su Misericordia, perdona, como dice la cita de San Anselmo al final del texto citado de Santo Tomás: 
Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al perdonarlos, eres justo, porque así es tu bondad.”
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Eso mismo dice Billuart en Summa Sancti Thomae, vol. I, Tractatus de Deo et divinis attributis, dissert. VIII, art. VI, pp. 366 – 367:
Por lo que tiene que ver con la justicia vindicativa, pertenece ciertamente a la conmutativa en cuanto está en el paciente, que sufriendo da lo mismo que ha tomado, y en el superior que castiga, el cual por su oficio y como por un contrato oneroso, está obligado en estricto derecho a reparar mediante el castigo del reo el daño infligido a un tercero o a la sociedad. En Dios, en cambio, no se encuentra esta deuda estricta como por contrato oneroso con la sociedad, de la cual nada recibe. Y por tanto, la justicia vindicativa, en tanto está en Dios, no pertenece a la justicia conmutativa, sino en cuanto al modo, como se ha dicho; en cuanto al débito, parece más bien pertenecer a la justicia legal o a la distributiva.
(…)
Dices: la justicia distributiva implica algo debido, pero Dios no debe nada. Respondo distinguiendo la Mayor: la justicia distributiva implica algo debido en las cosas acerca de las cuales se ejerce: Concedo. En el mismo distribuyente, siempre: Niego. Porque cuando el distribuyente distribuye sus propios bienes, no debe nada a los otros por razón de algo que ellos hayan dado o por algún derecho que tengan sobre él, sino por su sola voluntad y promesa, no simplemente, cierto, porque entonces sería solamente una obligación de fidelidad, sino como quien ordena esto por razón de aquello: este premio por esta obra; y así tal premio se da ciertamente a esta obra, no por algún derecho del que obra, sino por la ordenación propia del que distribuye; consecuentemente, no es deudor al que obra, sino a sí mismo. Dice Santo Tomás en Ia IIae, q. 114, a. 1, ad 3um: “Como nuestra acción no tiene razón de mérito sino supuesta la divina ordenación, no se sigue que Dios se vuelva deudor nuestro simplemente hablando, sino de Sí mismo, en cuanto es debido que su ordenación se cumpla”.
En efecto, es la justicia conmutativa, la que se da por ejemplo en los contratos, la que exige algo rigurosamente, con deuda y obligación de por medio. La justicia distributiva, por el contrario, que es la que reside en el gobernante que da a cada miembro de la sociedad lo que le corresponde, no lo hace sino del modo dicho en el texto.
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Pero, dirá alguno, si la condenación eterna es castigo por el pecado, entonces ese castigo se lo aplica solamente el pecador a sí mismo, no lo aplica Dios al pecador.
Contra eso, ese castigo del pecador finalmente impenitente es justo, y por tanto, bueno. Entonces no puede no tener a Dios como Causa Primera, y ello no puede ser sin una libre decisión divina de aplicar ese castigo.
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No solamente, entonces, es cierto que la Voluntad divina quiere positivamente la condenación eterna del pecador finalmente impenitente, entendida como exclusión definitiva de la Vida Eterna, sino además es cierto que la quiere como castigo por su pecado, y sobre todo, por su impenitencia final.
Y eso es, justamente, lo que dice el Señor en la parábola previamente citada:
Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles (…) E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”.
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Por otra parte, el texto del Catecismo de la Iglesia Católica tiene muchas indicaciones de que ése es verdaderamente su significado:
1034 Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:” ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41).”
Nótense los verbos activos: enviará”, “recogerán”, “arrojarán”, que implica acciones de Dios o de los ángeles que obedecen al mandato divino. Véase también que el pronunciará la sentencia anula la tesis de los que dicen que Dios no juzga ni condena, sino que en todo caso es lo hace solamente el pecador.
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.”
La pena aquí debe entenderse, efectivamente, en el sentido del castigo por el pecado.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida !; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde “habrá llanto y rechinar de dientes"» (LG 48).”
Dice “y no nos manden ir”, indicando así que no es simplemente que el pecador finalmente impenitente se arroja a sí mismo a la condenación eterna, sino que es enviado a ella por Dios, en justa pena por sus pecados y por su impenitencia final.
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Por eso mismo, los siguientes pasajes del Catecismo, que hablan del Juicio Final, no deben entenderse en un sentido meramente cognoscitivo, intelectualista o cuasi gnóstico:
1039 Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena (….)”
1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).
Sino que esa revelación de que se habla en estos pasajes se cumplirá precisamente mediante la sentencia que Jesucristo, el Juez, dará sobre todos los hombres según sus obras, y la consiguiente ejecución de esa misma sentencia.

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