El Papa Francisco celebró este domingo 17 de
noviembre en la Basílica de San Pedro una Misa en ocasión de la tercera Jornada
Mundial de los Pobres en la que participaron numerosas personas pobres e
indigentes junto a voluntarios de diferentes realidades caritativas que los
asisten diariamente.
“Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque
no hablan la lengua del yo; no se sostienen solos, con las propias fuerzas,
necesitan alguien que los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se
vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos
lleva al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el
espíritu”, dijo el Papa.
A continuación, la homilía pronunciada
por el Santo Padre:
En el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos, y
también a nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico templo de
Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre
piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras
hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo
religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué
profetizar que la sólida certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué
el Señor deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las
necesita cada vez más?
Buscamos respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi
todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario,
Él explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no
las últimas: el templo, no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no
el hombre. Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero
no lo son. Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como
terremotos, signos en el cielo y guerras en la tierra. A nosotros nos parecen
hechos de primera página, pero el Señor los pone en segunda página. En la
primera queda lo que no pasará jamás: el Dios
vivo, infinitamente más grande que cada templo que le construimos, y el
hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas del mundo.
Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en la vida, Jesús nos
advierte acerca de dos tentaciones.
La primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no
hay que ir detrás de quien dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo». Es decir, que no hay
que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta el miedo del otro y
del futuro, porque el miedo paraliza el corazón y la mente.
Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer
saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por la última
noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los chillidos
del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o nunca”. Pero esta prisa, este todo y
ahora mismo, no viene de Dios. Si nos afanamos por el ahora mismo, olvidamos al
que permanece para siempre: seguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el
cielo. Atraídos por el último grito, no encontramos más tiempo para Dios y
para el hermano que vive a nuestro lado.
¡Qué verdad es esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente, el que se
queda atrás molesta y se considera como descarte. Cuántos ancianos, niños no
nacidos, personas discapacitadas, pobres considerados inútiles. Se va de
prisa, sin preocuparse que las distancias aumentan, que la codicia de pocos
acrecienta la pobreza de muchos.
Jesús, como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la
perseverancia: «con su perseverancia salvarán sus almas». Perseverancia es
seguir adelante cada día con los ojos fijos en aquello que no pasa: el Señor
y el prójimo. Por esto, la perseverancia es el don de Dios con que se
conservan todos los otros dones. Pidamos por cada uno de nosotros y por
nosotros como Iglesia para perseverar en el bien, para no perder de vista lo
importante. Este es el engaño de la prisa.
Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice:
«Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy”
[...]; no vayan tras ellos». Es la tentación del yo. El cristiano, como
no busca el ahora mismo sino el siempre, no es entonces un discípulo del yo,
sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas de sus caprichos, sino el reclamo
del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue
la voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero
no han de seguirse.
No basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de Jesús. Es necesario
hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del tú. No habla la
lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo,
cuántas veces, aún al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo correcto,
pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio; ayudo, pero
para atraer la amistad de esa persona importante. De este modo habla la lengua
del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor
no fingido» (Rm 12,9), a dar al que no tiene para devolvernos (cf. Lc
14,14), a servir sin buscar recompensas y contracambios (cf. Lc 6,35). Entonces
podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no
podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al
menos un pobre como amigo?
Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua
del yo; no se sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que
los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como
mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima
del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el espíritu (cf. Mt
5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra
puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro
proprio yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro
corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios! Estando con los
pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos
qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.
Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas,
que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para
siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1
Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él. Los pobres
nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de
Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro
tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca
envejece, la que une tierra y cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena
vivir: el amor.
Redacción ACI Prensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario