El Papa Francisco celebró este 21 de noviembre la
primera Misa pública de su viaje apostólico en Asia en el estadio nacional de
Tailandia en Bangkok.
“Han pasado 350 años de la creación del Vicariato
Apostólico de Siam (1669-2019), signo del abrazo familiar producido en estas
tierras. Tan solo dos misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las
semillas que, desde hace tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una
variedad de iniciativas apostólicas, que han contribuido a la vida de la
nación. Este aniversario no significa nostalgia del pasado sino fuego
esperanzador para que, en el presente, también nosotros podamos responder con
la misma determinación, fortaleza y confianza”, indicó el Santo Padre.
A continuación, el texto completo de la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,48). Con esta pregunta, Jesús desafió a toda aquella multitud
que lo escuchaba a preguntarse por algo que puede parecer tan obvio como
seguro: ¿quiénes son los miembros de nuestra
familia, aquellos que nos pertenecen y a quienes pertenecemos? Dejando
que la pregunta hiciera eco en ellos de forma clara y novedosa responde: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el
cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). De esta
manera rompe no solo los determinismos religiosos y legales de la época, sino
también todas las pretensiones excesivas de quienes podrían creerse con
derechos o preferencias sobre Él. El Evangelio es una invitación
y un derecho gratuito para todos aquellos que quieran escuchar.
Es sorprendente notar cómo el Evangelio está tejido de preguntas que
buscan inquietar, despertar e invitar a los discípulos a ponerse en camino,
para que descubran esa verdad capaz de dar y generar vida; preguntas que buscan
abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho más hermosa
de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar
nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin igual (cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 11).
Así les pasó a los primeros misioneros que se pusieron en camino y
llegaron a estas tierras; escuchando la palabra del Señor, buscando responder
a sus preguntas, pudieron ver que pertenecían a una familia mucho más grande
que aquella que se genera por lazos de sangre, de cultura, de región o de
pertenencia a un determinado grupo. Impulsados por la fuerza del Espíritu, y
cargados sus bolsos con la esperanza que nace de la
buena noticia del Evangelio, se
pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que
todavía no conocían. Salieron a buscar sus rostros. Era necesario abrir el
corazón a una nueva medida, capaz de superar todos los adjetivos que siempre
dividen, para descubrir a tantas madres y hermanos thai que faltaban en su mesa
dominical. No solo por todo lo que podían ofrecerles sino también por todo lo
que necesitaban de ellos para crecer en la fe y en la comprensión de las
Escrituras (cf. CONC. VAT. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8).
Sin ese encuentro, al cristianismo le hubiese faltado su rostro; le
hubiesen faltado los cantos, los bailes, que configuran la sonrisa thai tan
particular de estas tierras. Así vislumbraron mejor el designio amoroso del Padre,
que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no
puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de
prosélitos, sino un mendicante
que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres, con quienes
celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús nos
regala a todos: el banquete está preparado, salgan
a buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este
envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque «le permitimos a Dios que nos lleve más allá de
nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el
manantial de la acción evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii gaudium,
8).
Han pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam
(1669-2019), signo del abrazo familiar producido en estas tierras. Tan solo dos
misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace
tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas
apostólicas, que han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no
significa nostalgia del pasado sino fuego esperanzador para que, en el
presente, también nosotros podamos responder con la misma determinación,
fortaleza y confianza. Es memoria festiva y agradecida que nos ayuda a salir alegremente a compartir la vida nueva, que viene del Evangelio, con todos los miembros de nuestra familia que
aún no conocemos.
Todos somos discípulos misioneros cuando nos animamos a ser parte viva
de la familia del Señor y lo hacemos compartiendo como Él lo hizo: no tuvo miedo de sentarse a la mesa de los pecadores,
para asegurarles que en la mesa del Padre y de la creación había también un
lugar reservado para ellos; tocó a los que se consideraban impuros y,
dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la cercanía de Dios,
es más, a comprender que ellos eran los bienaventurados (cf. San Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).
Pienso especialmente en esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la
prostitución y a la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; en
esos jóvenes esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su
mirada y cauterizar sus sueños; pienso en los migrantes despojados de su hogar
y familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados,
huérfanos, abandonados, «sin la fuerza, la luz y
el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 49). Pienso en pescadores explotados, en mendigos ignorados.
Ellos son parte de nuestra familia, son nuestras madres y nuestros
hermanos, no le privemos a nuestras comunidades de sus rostros, de sus llagas,
de sus sonrisas y de sus vidas; y no le privemos a sus llagas y a sus heridas
de la unción misericordiosa del amor de Dios. El discípulo
misionero sabe que la evangelización no es sumar membresías ni aparecer
poderosos, sino abrir puertas para vivir y compartir el abrazo
misericordioso y sanador de Dios Padre que nos hace familia.
Querida comunidad tailandesa: Sigamos en
camino, tras las huellas de los primeros misioneros, para encontrar, descubrir
y reconocer alegremente todos esos rostros de madres, padres y hermanos, que el
Señor nos quiere regalar y le faltan a nuestro banquete dominical.
Redacción ACI Prensa
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