Los resultados,
ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE) de España, sobre la Encuesta de Fecundidad correspondiente al año 2018
no deberían sorprender a nadie. Es el
resultado de la descristianización de este país a todos los niveles. Y
de poco me vale que ocurra lo mismo o parecido en otras naciones del entorno
europeo.
La famosa liberación de la mujer consistía básicamente
en dos cosas: anticonceptivos y acceso masivo al mercado de trabajo. Se
transmitió la idea de que las mujeres habían sido hasta entonces meras esclavas
del sistema patriarcal, obligadas a ser poco menos que incubadoras, cuidadoras
de niños y sirvientas de sus maridos.
Con los anticonceptivos, se libraban de ser madres. Al menos madres de familias
numerosas. Con el trabajo, salían del
hogar para “autorealizarse”. Tanto las leyes como el sistema económico
capitalista acompañaron ese discurso de liberación -ahora lo llaman
empoderamiento- y no hubo prácticamente nadie, ni siquiera la Iglesia, que
advirtiera que esa libertad podía tener un precio.
¿Qué tenemos
hoy? Que esa libertad se ha convertido en esclavitud.
Hace 50 años un joven matrimonio español podía ganarse la vida con el sueldo
del marido. Con dificultades, sin duda, pero podía. Hoy es absolutamente imposible que un joven
matrimonio sobreviva si no trabajan los dos y aun así, en no pocas
ocasiones no les llega. De tal manera que si una mujer joven quiere dedicarse
hoy a la nobilísima tarea de ser simple y llanamente madre, no puede.
Con esto no digo que lo que
deberían hacer todas las mujeres es quedarse en casa cambiando pañales y
haciéndole la comida y la cena al marido. Lo que digo es que no hay verdadera
libertad para elegir.
Como no podía ser de otra manera, una de las consecuencias de ese sistema perverso es el desplome de la
natalidad. Hoy los jóvenes no tienen hijos. Así de simple. Así de
tremendo. Y atrasar la edad de la maternidad y la paternidad implica, en buena
lógica, que no se tendrán muchos retoños. Si acaso, la parejita.
A todo eso hay que sumar el quebranto de la institución familiar y la
dignidad moral gracias a una legislación divorcista y abortista.
Multitud de uniones duran lo que dura el enamoramiento y poco más. Y multitud
de embarazos, uno de cada seis, acaban engrosando la cuenta de resultados de
los empresarios de la muerte.
Parece evidente que si las últimas
generaciones han dejado de tener hijos, las que vengan no van a hacer lo
contrario. Y si quisieran, no podrían.
¿A qué nos lleva
esto? A que España, o lo que quede de ella, se va a
convertir de aquí a otros 30-40 años en una gran residencia de ancianos,
con pensiones ridículas -no habrá dinero- y sin apenas hijos y nietos. Pero no
se preocupen ustedes, que para entonces
la eutanasia se encargará de acabar con los excedentes.
La otra posibilidad es que medio Magreb y buena parte del África
subsahariana se vendrán a vivir aquí. Da igual lo que digan hoy los
políticos sobre la inmigración. Los sucesores de los que hoy piden que no haya
una política de puertas abiertas, abrirán
las puertas de par en par para que llegue una mano de obra a la que freír a
impuestos y así poder sostener un sistema… insostenible.
¿Y la Iglesia qué? Pues de momento, buena parte de ella anda preocupada por el
calentamiento global, por el porcentaje de los que marcan la X en la
Declaración de la Renta y por evitar cualquier cosa que huela a proselitismo.
A ver si va a resultar que esa Iglesia es una de las responsables, si no
la que más, de esta deriva. A ver si…. sí, va a ser eso.
Luis Fernando Pérez Bustamante
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