Apunta a la descomposición en la formación de los
seminaristas
Benedicto XVI,
papa emérito, ha escrito un extenso ensayo sobre el abuso sexual en la Iglesia
en el que explica cuáles cree que son las raíces de la crisis, cuáles los
efectos que ha tenido en el sacerdocio, y cómo debería responder mejor la
Iglesia.
(Aci Prensa/InfoCatólica) Benedicto XVI culpa principalmente de la crisis a la
revolución sexual y al colapso de la teología moral católica desde el Concilio
Vaticano II. Esto dio lugar, según él, a un descomposición en la formación de los seminarios, que llegó a
extremos absolutamente degradantes en algunas ocasiones. Denuncia también la
existencia de grupos homosexuales entre
los seminaristas que actuaban abiertamente. En ningún momento apunta al clericalismo como motivo de la crisis.
Benedicto lamenta que el
derecho canónico fue insuficiente para lidiar con el flagelo, explica las
reformas que introdujo para lidiar con los casos de abuso y afirma que «solo la obediencia y el amor a nuestro Señor Jesucristo»
pueden sacar a la Iglesia de la crisis.
El papa emérito aprovecha la
ocasión para denunciar la crisis
litúrgica que ha convertido la Eucaristía en algo meramente ceremonial
para muchos fieles.
Texto completo del
escrito de Benedicto XVI:
LA IGLESIA Y EL
ESCÁNDALO DEL ABUSO SEXUAL
Del
21 al 24 de febrero, tras la invitación del Papa Francisco, los presidentes de
las conferencias episcopales del mundo se reunieron en el Vaticano para
discutir la crisis de fe y de la Iglesia, una crisis palpable en todo el mundo
tras las chocantes revelaciones del abuso clerical perpetrado contra menores.
La extensión y la gravedad de los incidentes reportados han desconcertado a
sacerdotes y laicos, y ha hecho que muchos cuestionen la misma fe de la
Iglesia. Fue necesario enviar un mensaje fuerte y buscar un nuevo comienzo para
hacer que la Iglesia sea nuevamente creíble como luz entre los pueblos y como
una fuerza que sirve contra los poderes de la destrucción.
Ya
que yo mismo he servido en una posición de responsabilidad como pastor de la
Iglesia en una época en la que se desarrolló esta crisis y antes de ella, me
tuve que preguntar –aunque ya no soy directamente responsable por ser emérito–
cómo podía contribuir a ese nuevo comienzo en retrospectiva. Entonces, desde el
periodo del anuncio hasta la reunión misma de los presidentes de las
conferencias episcopales, reuní algunas notas con las que quiero ayudar en esta
hora difícil. Habiendo contactado al Secretario de Estado del Vaticano,
Cardenal (Pietro) Parolin, y al mismo Papa Francisco, me parece apropiado
publicar este texto en el «Klerusblatt».
Mi
trabajo se divide en tres partes.
En
la primera busco presentar brevemente el amplio contexto del asunto, sin el
cual el problema no se puede entender. Intento mostrar que en la década de 1960
ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en la historia. Se puede
decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los estándares vinculantes hasta
entonces respecto a la sexualidad colapsaron completamente, y surgió una nueva
normalidad que hasta ahora ha sido sujeta de varios laboriosos intentos de
disrupción.
En
la segunda parte, busco precisar los efectos de esta situación en la formación
de los sacerdotes y en sus vidas.
Finalmente,
en la tercera parte, me gustaría desarrollar algunas perspectivas para una
adecuada respuesta por parte de la Iglesia.
I.
(1) EL ASUNTO COMIENZA CON LA INTRODUCCIÓN DE
LOS NIÑOS Y JÓVENES EN LA NATURALEZA DE LA SEXUALIDAD, algo prescrito y apoyado por
el Estado. En Alemania, la entonces ministra de salud, (Käte) Strobel, tenía
una cinta en la que todo lo que antes no se permitía enseñar públicamente,
incluidas las relaciones sexuales, se mostraba ahora con el propósito de
educar. Lo que al principio se buscaba que fuera solo para la educación sexual
de los jóvenes, se aceptó luego como una opción factible.
Efectos similares se lograron
con el «Sexkoffer» publicado por el gobierno
de Austria (N. DEL T. Materiales sexuales usados en los colegios austríacos a
fines de la década de 1980). Las películas pornográficas y con contenido sexual
se convirtieron entonces en algo común, hasta el punto que se transmitían en
pequeños cines (Bahnhofskinos) (N. del T. cines baratos en Alemania que
proyectaban pequeñas cintas cerca a las estaciones de tren).
Todavía recuerdo haber visto,
mientras caminaba en la ciudad de Ratisbona un día, multitudes haciendo cola
ante un gran cine, algo que habíamos visto antes solo en tiempos de guerra,
cuando se esperaba una asignación especial. También recuerdo haber llegado a la
ciudad el Viernes Santo de 1970 y ver en las vallas publicitarias un gran
afiche de dos personas completamente desnudas y abrazadas.
Entre las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó estaba la
libertad sexual total, una que ya no tuviera normas. La voluntad de usar la violencia, que
caracterizó esos años, está fuertemente relacionada con este colapso mental. De
hecho, las cintas sexuales ya no se permitían en los aviones porque podían
generar violencia en la pequeña comunidad de pasajeros. Y dado que los excesos
en la vestimenta también provocaban agresiones, los directores de los colegios
hicieron varios intentos para introducir una vestimenta escolar que facilitara
un clima para el aprendizaje.
Parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia
también se diagnosticó como permitida y apropiada.
Para los jóvenes en la
Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en muchas formas un tiempo muy
difícil. Siempre me he preguntado cómo
los jóvenes en esta situación se podían acercar al sacerdocio y
aceptarlo con todas sus ramificaciones. El extenso colapso de las siguientes
generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran número de laicizaciones
fueron una consecuencia de todos estos desarrollos.
(2) Al
mismo tiempo, independientemente de este desarrollo, la teología moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia
indefensa ante estos cambios en la sociedad. Trataré de delinear
brevemente la trayectoria que siguió este desarrollo.
Hasta el Concilio Vaticano II, la teología moral católica estaba
ampliamente fundada en la ley natural, mientras que las Sagradas Escrituras se citaban solamente para tener
contexto o justificación. En la lucha
del Concilio por un nuevo entendimiento de la Revelación, la opción por la ley
natural fue ampliamente abandonada, y se exigió una teología moral
basada enteramente en la Biblia.
Aún recuerdo cómo la facultad
jesuita en Frankfurt entrenó al joven e inteligente Padre (Schüller) con el
propósito de desarrollar una moralidad basada enteramente en las Escrituras. La
bella disertación del Padre (Bruno) Schüller muestra un primer paso hacia la
construcción de una moralidad basada en las Escrituras. El Padre fue luego
enviado a Estados Unidos y volvió habiéndose dado cuenta de que solo con la
Biblia la moralidad no podía expresarse sistemáticamente. Luego intentó una
teología moral más pragmática, sin ser capaz de dar una respuesta a la crisis
de moralidad.
Al final, prevaleció principalmente la hipótesis de que
la moralidad debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la
acción humana. Si bien la antigua frase «el fin justifica los medios» no
fue confirmada en esta forma cruda, su modo de pensar si se había convertido en
definitivo.
En consecuencia, ya no podía haber nada que constituya un bien
absoluto, ni nada que fuera fundamentalmente malo; (podía haber) solo juicios de valor relativos. Ya no
había bien (absoluto), sino solo lo relativamente mejor o contingente en el
momento y en circunstancias.
La crisis de la justificación
y la presentación de la moralidad católica llegaron a proporciones dramáticas al final de la década de 1980 y en la de 1990.
El 5 de enero de 1989 se publicó la «Declaración de Colonia», firmada por 15
profesores católicos de teología. Se centró en varios puntos de la crisis en la
relación entre el magisterio episcopal y la tarea de la teología. (Las
reacciones a) este texto, que al principio no fue más allá del nivel usual de
protestas, creció muy rápidamente y se
convirtió en un grito contra el magisterio de la Iglesia y reunió, clara
y visiblemente, el potencial de protesta
global contra los esperados textos doctrinales de Juan Pablo II. (cf. D.
Mieth, Kölner Erklärung, LThK, VI3, p. 196) (N. del T. El LTHK es
el Lexikon für Theologie und Kirche, el Lexicon de Teología y la
Iglesia, cuyos editores incluían al teólogo Karl Rahner y al Cardenal alemán
Walter Kasper)
El Papa Juan Pablo II, que conocía muy bien y que seguía de cerca la situación en la que
estaba la teología moral, comisionó el
trabajo de una encíclica para poner las cosas en claro nuevamente. Se publicó
con el título de Veritatis splendor (El
esplendor de la verdad) el 6 de agosto de 1993 y generó diversas reacciones vehementes por parte de los
teólogos morales. Antes de eso, el Catecismo de la Iglesia Católica
(1992) ya había presentado persuasivamente y de modo sistemático la moralidad
como es proclamada por la Iglesia.
Nunca olvidaré cómo el entonces líder teólogo moral de lengua
alemana, Franz Böckle, habiendo regresado a su natal Suiza tras su
retiro, anunció con respecto a la Veritatis
splendor que si la encíclica determinaba que había
acciones que siempre y en todas circunstancias podían clasificarse como malas,
entonces él la rebatiría con todos los recursos a su disposición.
Fue Dios, el
Misericordioso, quien evitó que pusiera
en práctica su resolución ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991. La
encíclica fue publicada el 6 de agosto de 1993 y efectivamente incluía la
determinación de que había acciones que nunca pueden ser buenas.
El Papa era totalmente consciente de la importancia de esta decisión en ese momento y para esta
parte del texto consultó nuevamente a los mejores especialistas que no tomaron
parte en la edición de la encíclica. Él
sabía que no debía dejar duda sobre el hecho que la moralidad de
balancear los bienes debe tener siempre un límite último. Hay bienes que nunca están sujetos a
concesiones.
Hay valores que nunca deben ser abandonados por un valor mayor e incluso
sobrepasar la preservación de la vida física. Existe el martirio. Dios es más, incluida la sobrevivencia física.
Una vida comprada por la negación de
Dios, una vida que se base en una mentira final, no es vida.
El martirio es la categoría básica de la existencia cristiana. El hecho que ya no sea
moralmente necesario en la teoría que defiende Böckle y muchos otros demuestra
que la misma esencia del cristianismo
está en juego aquí.
En la teología moral, sin
embargo, otra pregunta se había vuelto apremiante: había ganado amplia aceptación la hipótesis de que el magisterio de la
Iglesia debe tener competencia final («infalibilidad») solo en materias concernientes a la fe y los
asuntos sobre la moralidad no deben caer en el rango de las decisiones
infalibles del magisterio de la Iglesia. Hay probablemente algo de
cierto en esta hipótesis que garantiza un mayor debate, pero hay un mínimo conjunto de cuestiones morales
que están indisolublemente relacionadas al principio fundacional de la fe
y que tiene que ser defendido si no se quiere que la fe sea reducida a una
teoría y no se le reconozca en su clamor por la vida concreta.
Todo esto permite ver cuán fundamentalmente se
cuestiona la autoridad de la Iglesia en asuntos de moralidad. Los que
niegan a la Iglesia una competencia en la enseñanza final en esta área la
obligan a permanecer en silencio precisamente allí donde el límite entre la
verdad y la mentira está en juego.
Independientemente de este
asunto, en muchos círculos de teología moral se expuso la hipótesis de que la Iglesia no tiene y no puede tener su
propia moralidad. El argumento era que todas las hipótesis morales
tendrían su paralelo en otras religiones y, por lo tanto, no existiría una
naturaleza cristiana. Pero el asunto de la naturaleza de una moralidad bíblica
no se responde con el hecho que para cada sola oración en algún lugar, se puede
encontrar un paralelo en otras religiones. En vez de eso, se trata de toda la
moralidad bíblica, que como tal es nueva y distinta de sus partes individuales.
La doctrina moral de las
Sagradas Escrituras tiene su forma de ser única predicada finalmente en su
concreción a imagen de Dios, en la fe en un Dios que se mostró a sí mismo en
Jesucristo y que vivió como ser humano. El Decálogo es una
aplicación a la vida humana de la fe bíblica en Dios. La imagen de Dios y la
moralidad se pertenecen y por eso resulta en el cambio particular de la actitud
cristiana hacia el mundo y la vida humana. Además, el cristianismo ha sido
descrito desde el comienzo con la palabra hodós (camino, en griego, usado en el Nuevo
Testamente para hablar de un camino de progreso).
La fe es una travesía y una forma de vida. En la antigua Iglesia, el
catecumenado fue creado como un hábitat en la que los aspectos distintivos y
frescos de la forma de vivir la vida cristiana eran al mismo tiempo practicados
y protegidos ante la cultura que era cada vez más desmoralizada. Creo que
incluso hoy algo como las comunidades de catecumenado son necesarias para que
la vida cristiana pueda afirmarse en su propia manera.
II.
LAS REACCIONES ECLESIALES INICIALES
(1) El
proceso largamente preparado y en marcha para la disolución del concepto
cristiano de moralidad estuvo marcado, como he tratado de demostrar, por la
radicalidad sin precedentes de la década de 1960. Esta disolución de la
autoridad moral de la enseñanza de la Iglesia necesariamente debió tener un
efecto en los distintos miembros de la Iglesia. En el contexto del encuentro de
los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa
Francisco, el asunto de la vida sacerdotal, así como la de los seminarios, es
de particular interés. Ya que tiene que ver con el problema de la preparación
en los seminarios para el ministerio sacerdotal, hay de hecho una
descomposición de amplio alcance en cuanto a la forma previa de preparación.
En varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban
más o menos abiertamente, con lo que cambiaron significativamente el clima que se vivía en
ellos. En un seminario en el sur de Alemania, los candidatos al sacerdocio y para el ministerio laico de especialistas
pastorales (Pastoralreferent) vivían juntos. En las comidas
cotidianas, los seminaristas y los especialistas pastorales estaban juntos. Los casados a veces estaban con sus esposas e
hijos; y en ocasiones con sus novias. El clima en este seminario no
proporcionaba el apoyo requerido para la preparación de la vocación sacerdotal.
La Santa Sede sabía de esos problemas sin estar informada precisamente. Como
primer paso, se acordó una visita apostólica (N. del T.: investigación) para
los seminarios en Estados Unidos.
Como el criterio para la selección y designación de
obispos también había cambiado luego del Concilio Vaticano II, la
relación de los obispos con sus seminarios también era muy diferente. Por
encima de todo se estableció la «conciliaridad» como un criterio para el
nombramiento de nuevos obispos, que podía entenderse de varias maneras.
De hecho, en muchos lugares se entendió que las
actitudes conciliares tenían que ver con tener una actitud crítica o negativa
hacia la tradición existente hasta entonces, y que debía ser reemplazada
por una relación nueva y radicalmente abierta con el mundo. Un obispo, que había sido antes rector de un
seminario, había hecho que los seminaristas vieran películas pornográficas
con la intención de que estas los hicieran resistentes ante las conductas
contrarias a la fe.
Hubo –y no solo en los Estados
Unidos de América– obispos que individualmente rechazaron la tradición católica
por completo y buscaron una nueva y moderna «catolicidad»
en sus diócesis. Tal vez valga la pena mencionar que en no pocos seminarios, a los estudiantes que
los veían leyendo mis libros se les consideraba no aptos para el sacerdocio.
Mis libros fueron escondidos, como si fueran mala literatura, y se leyeron solo
bajo el escritorio.
La visita que se realizó no dio nuevas pistas, aparentemente porque
varios poderes unieron fuerzas para maquillar la verdadera situación. Una segunda visita se ordenó
y esa sí permitió tener datos nuevos, pero al final no logró ningún resultado.
Sin embargo, desde la década de 1970 la situación en los seminarios ha mejorado
en general. Y, sin embargo, solo aparecieron casos aislados de un nuevo
fortalecimiento de las vocaciones sacerdotales ya que la situación general
había tomado otro rumbo.
(2) El asunto de la pedofilia, según
recuerdo, no fue agudo sino hasta la
segunda mitad de la década de 1980. Mientras tanto, ya se había
convertido en un asunto público en Estados Unidos, tanto así que los obispos
fueron a Roma a buscar ayuda ya que la
ley canónica, como se escribió en el nuevo Código (1983), no parecía suficiente
para tomar las medidas necesarias. Al principio Roma y los canonistas
romanos tuvieron dificultades con estas preocupaciones ya que, en su opinión,
la suspensión temporal del ministerio sacerdotal tenía que ser suficiente para
generar purificación y clarificación. Esto no podía ser aceptado por los
obispos estadounidenses, porque de ese modo los sacerdotes permanecían al
servicio del obispo y así eran asociados directamente con él. Lentamente fue
tomando forma una renovación y profundización de la ley penal del nuevo Código,
que había sido construida adrede de manera holgada.
Además y sin embargo, había un
problema fundamental en la percepción de la ley penal. Solo el llamado garantismo (una especie de proteccionismo procesal) era
considerado como «conciliar». Esto significa que se tenía que garantizar, por
encima de todo, los derechos del acusado hasta el punto en que se excluyera del
todo cualquier tipo de condena. Como contrapeso ante las opciones de defensa,
disponibles para los teólogos acusados y con frecuencia inadecuadas, su derecho a la defensa usando el garantismo
se extendió a tal punto que las condenas eran casi imposibles.
Permítanme un breve excurso en
este punto. A la luz de la escala de la inconducta pedófila, una palabra de
Jesús nuevamente salta a la palestra: «Y cualquiera
que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera si le
hubieran atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y lo
hubieran echado al mar» (Mc 9,42).
La palabra «pequeños» en el idioma de
Jesús significa los creyentes comunes que pueden ver su fe confundida por la arrogancia intelectual
de aquellos que creen que son inteligentes. Entonces, aquí Jesús protege el depósito de la fe con una amenaza o castigo
enfático para quienes hacen daño.
El uso moderno de la frase no
es en sí mismo equivocado, pero no debe oscurecer el significado original. En
él queda claro, contra cualquier garantismo, que no solo el derecho del acusado es importante y requiere una garantía. Los
grandes bienes como la fe son igualmente importantes.
Entonces, una ley canónica balanceada que se
corresponda con todo el mensaje de Jesús no solo tiene que proporcionar una
garantía para el acusado, para quien el respeto es un bien legal, sino
que también tiene que proteger la fe
que también es un importante bien legal. Una ley canónica adecuadamente
formada tiene que contener entonces una doble garantía: la protección legal del acusado y la
protección legal del bien que está en juego.
Si hoy se presenta esta concepción inherentemente clara, generalmente se cae en
hacer oídos sordos cuando se llega al asunto de la protección de la fe como un
bien legal. En la consciencia general de la ley, la fe ya no parece tener el
rango de bien que requiere protección. Esta es una situación alarmante que los
pastores de la Iglesia tienen que considerar y tomar en serio.
Ahora me gustaría agregar, a
las breves notas sobre la situación de la formación sacerdotal en el tiempo en
el que estalló la crisis, algunas observaciones sobre el desarrollo de la ley
canónica en este asunto.
En principio, la Congregación para el Clero era la
responsable de lidiar con crímenes cometidos por sacerdotes, pero dado
que el garantismo dominó largamente la situación en ese entonces, estuve de acuerdo con el Papa Juan Pablo II
en que era adecuado asignar estas ofensas a la Congregación para la Doctrina de
la Fe, bajo el título de «Delicta maiora
contra fidem».
Esto hizo posible imponer la pena máxima, es decir la expulsión del
estado clerical, que no se habría podido imponer bajo otras previsiones legales. Esto no
fue un truco para imponer la máxima pena, sino una consecuencia de la
importancia de la fe para la Iglesia. De hecho, es importante ver que tal
inconducta de los clérigos al final daña la fe.
Allí donde la fe ya no determina las acciones del hombre, tales ofensas
son posibles.
La severidad del castigo, sin
embargo, también presupone una prueba clara de la ofensa: este aspecto del
garantismo permanece en vigor.
En otras palabras, para imponer la máxima pena legalmente, se
requiere un proceso penal genuino, pero ambos, las diócesis y la Santa
Sede se ven sobrepasados por tal requerimiento. Por ello formulamos un nivel
mínimo de procedimientos penales y dejamos abierta la posibilidad de que la
misma Santa Sede asuma el juicio allí donde la diócesis o la administración
metropolitana no pueden hacerlo. En cada caso, el juicio debe ser revisado por
la Congregación para la Doctrina de la Fe para garantizar los derechos del
acusado. Finalmente, en la feria cuarta (N. del T. la asamblea de los miembros
de la Congregación) establecimos una instancia de apelación para proporcionar
la posibilidad de apelar.
Ya que todo esto superó en la realidad las capacidades de la Congregación para
la Doctrina de la Fe y ya que las demoras que surgieron tenían que ser
previstas dada la naturaleza de esta materia, el Papa Francisco ha realizado reformas adicionales.
III.
(1.) ¿QUÉ SE DEBE HACER? ¿TAL VEZ DEBERÍAMOS CREAR
OTRA IGLESIA PARA QUE LAS COSAS FUNCIONEN? Bueno, ese experimento ya se ha realizado y ya ha fracasado. Solo la obediencia y el amor por nuestro
Señor Jesucristo pueden indicarnos el camino, así que primero tratemos
de entender nuevamente y desde adentro (de nosotros mismos) lo que el Señor
quiere y ha querido con nosotros.
Primero, sugeriría lo
siguiente: si realmente quisiéramos resumir muy brevemente el contenido de la
fe como está en la Biblia, tendríamos que hacerlo diciendo que el Señor ha
iniciado una narrativa de amor con nosotros y quiere abarcar a toda la creación
en ella. La forma de pelear contra el mal que nos amenaza a nosotros y a todo
el mundo, solo puede ser, al final, que entremos en este amor. Es la verdadera
fuerza contra el mal, ya que el poder
del mal emerge de nuestro rechazo a amar a Dios. Quien se confía al amor de
Dios es redimido. Nuestro ser no redimidos es una consecuencia de
nuestra incapacidad de amar a Dios. Aprender a amar a Dios es, por lo tanto, el
camino de la redención humana.
Tratemos de desarrollar un
poco más este contenido esencial de la revelación de Dios. Podemos entonces
decir que el primer don fundamental que
la fe nos ofrece es la certeza de que Dios existe. Un mundo sin Dios solo puede
ser un mundo sin significado. De otro modo, ¿de
dónde vendría todo? En cualquier caso, no tiene propósito espiritual. De
algún modo está simplemente allí y no tiene objetivo ni sentido. Entonces no hay estándares del bien ni del
mal, y solo lo que es más fuerte que otra cosa puede afirmarse a sí misma y el
poder se convierte en el único principio. La verdad no cuenta, en realidad no
existe. Solo si las cosas tienen una razón espiritual tienen una
intención y son concebidas. Solo si hay un Dios Creador que es bueno y que
quiere el bien, la vida del hombre puede entonces tener sentido.
Existe un Dios como creador y
la medida de todas las cosas es una necesidad primera y primordial, pero un Dios que no se exprese para nada a sí
mismo, que no se hiciese conocido, permanecería como una presunción y podría entonces no determinar la forma [Gestalt]
de nuestra vida. Para que Dios sea realmente Dios en esta creación
deliberada, tenemos que mirarlo para que se exprese a sí mismo de alguna forma.
Lo ha hecho de muchas maneras, pero decisivamente lo hizo en el llamado a
Abraham y que le dio a la gente que buscaba a Dios la orientación que lleva más
allá de toda expectativa: Dios mismo se convierte
en criatura, habla como hombre con nosotros los seres humanos.
En este sentido la frase «Dios es», al final se convierte en un mensaje
verdaderamente gozoso, precisamente porque Él es más que entendimiento, porque
Él crea –y es– amor para que una vez más la gente sea consciente de esta, la
primera y fundamental tarea confiada a nosotros por el Señor.
Una sociedad sin Dios –una sociedad que no lo conoce y que lo trata como no existente– es una sociedad que pierde su medida.
En nuestros días fue que se acuñó la frase de la muerte de Dios. Cuando Dios
muere en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad también
significa el fin de la libertad porque lo que muere es el propósito que
proporciona orientación, dado que desaparece
la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos enseña a
distinguir el bien del mal. La sociedad
occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y
no tiene nada que ofrecerle. Y esa es la razón por la que es una
sociedad en la que la medida de la humanidad se pierde cada vez más. En puntos
individuales, de pronto parece que lo que es malo y destruye al hombre se ha
convertido en una cuestión de rutina.
Ese es el caso con la pedofilia. Se teorizó solo hace un tiempo como
algo legítimo, pero se ha difundido más y más. Y ahora nos damos cuenta con sorpresa de que las cosas que les están
pasando a nuestros niños y jóvenes amenazan con destruirlos. El hecho de que
esto también pueda extenderse en la Iglesia y entre los sacerdotes es algo que
nos debe molestar de modo particular.
¿Por qué la pedofilia llegó a tales proporciones? Al final de cuentas, la razón es la ausencia de Dios. Nosotros,
cristianos y sacerdotes, también preferimos no hablar de Dios porque este
discurso no parece ser práctico. Luego de la convulsión de la Segunda Guerra Mundial, nosotros en
Alemania todavía teníamos expresamente en nuestra Constitución que estábamos
bajo responsabilidad de Dios como un principio guía. Medio siglo después, ya no fue posible incluir la responsabilidad para
con Dios como un principio guía en la Constitución europea. Dios es
visto como la preocupación partidaria de un pequeño grupo y ya no puede ser un
principio guía para la comunidad como un todo. Esta decisión se refleja en la
situación de Occidente, donde Dios se ha convertido en un asunto privado de una
minoría.
Una tarea primordial, que
tiene que resultar de las convulsiones morales de nuestro tiempo, es que
nuevamente comencemos a vivir por Dios y bajo Él. Por encima de todo, nosotros tenemos que aprender una vez más a reconocer
a Dios como la base de nuestra vida en vez de dejarlo a un lado como si fuera
una frase no efectiva. Nunca olvidaré la advertencia del gran teólogo
Hans Urs von Balthasar que una vez me escribió en una de sus postales: «¡No presuponga al Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu
Santo, preséntelo!».
De hecho, en la teología Dios
siempre se da por sentado como un asunto de rutina, pero en lo concreto uno no
se relaciona con Él. El tema de Dios parece tan irreal, tan expulsado de las
cosas que nos preocupan y, sin embargo, todo se convierte en algo distinto si
no se presupone sino que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un marco,
sino reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y
acciones.
(2) Dios
se hizo hombre por nosotros. El hombre como Su criatura es tan cercano a Su
corazón que Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado así en la historia
humana de una forma muy práctica. Él habla con nosotros, vive con nosotros,
sufre con nosotros y asumió la muerte por nosotros. Hablamos sobre esto en
detalle en la teología, con palabras y pensamientos aprendidos, pero es
precisamente de esta forma que corremos el riesgo de convertirnos en maestros
de fe en vez de ser renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con respecto
al asunto central: la celebración de la
Santa Eucaristía. Nuestro manejo de la Eucaristía solo puede generar
preocupación. El Concilio Vaticano II se centró correctamente en regresar
este sacramento de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo, de la
presencia de Su persona, de su Pasión, Muerte y Resurrección, al centro de la
vida cristiana y la misma existencia de la Iglesia. En parte esto realmente ha
ocurrido y deberíamos estar agradecidos al Señor por ello.
Y sin embargo prevalece una
actitud muy distinta. Lo que predomina
no es una nueva reverencia por la presencia de la muerte y resurrección de
Cristo, sino una forma de lidiar con Él que destruye la grandeza del Misterio.
La caída en la participación de las celebraciones eucarísticas dominicales
muestra lo poco que los cristianos de hoy saben sobre apreciar la grandeza del
don que consiste en Su Presencia real. La
Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial cuando se da por
sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en celebraciones familiares o
en ocasiones como bodas y funerales a todos los invitados por razones
familiares.
La forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento
en la comunión como algo rutinario muestra que muchos la ven como un gesto
puramente ceremonial. Por lo tanto, cuando se piensa en la acción que se requiere primero y
primordialmente, es bastante obvio que no necesitamos otra Iglesia con nuestro
propio diseño. En vez de ello se
requiere, primero que nada, la renovación de la fe en la realidad de que
Jesucristo se nos es dado en el Santísimo Sacramento.
En conversaciones con víctimas de pedofilia, me hicieron muy consciente
de este requisito primero y fundamental. Una joven que había sido acólita me dijo que el capellán, su superior
en el servicio del altar, siempre la introducía al abuso sexual que él cometía
con estas palabras: «Este es mi cuerpo que será
entregado por ti».
Es obvio que esta mujer ya no puede escuchar las palabras
de la consagración sin experimentar nuevamente la terrible angustia de los
abusos. Sí, tenemos que implorar urgentemente al Señor por su perdón,
pero antes que nada tenemos que jurar por Él y pedirle que nos enseñe
nuevamente a entender la grandeza de Su sufrimiento y Su sacrificio. Y tenemos que hacer todo lo que podamos para
proteger del abuso el don de la Santísima Eucaristía.
(3) Y
finalmente, está el Misterio de la Iglesia. La frase con la que Romano Guardini, hace casi 100 años, expresó
la esperanza gozosa que había en él y en muchos otros, permanece inolvidable: «Un evento de importancia
incalculable ha comenzado, la Iglesia está despertando en las almas».
Se refería a que la Iglesia ya
no era experimentada o percibida simplemente como un sistema externo que
entraba en nuestras vidas, como una especie de autoridad, sino que había
comenzado a ser percibida como algo presente en el corazón de la gente, como
algo no meramente externo sino que nos movía interiormente. Casi 50 años después,
al reconsiderar este proceso y viendo lo que ha estado pasando, me siento tentado a revertir la frase: «La Iglesia está muriendo en las almas».
De hecho, hoy la Iglesia es vista ampliamente solo como
una especie de aparato político. Se habla de ella casi exclusivamente en
categorías políticas y esto se aplica incluso a obispos que formulan su
concepción de la Iglesia del mañana casi exclusivamente en términos políticos.
La crisis, causada por los muchos casos de abusos de clérigos, nos hace mirar a
la Iglesia como algo casi inaceptable que tenemos que tomar en nuestras manos y
rediseñar. Pero una Iglesia que se hace
a sí misma no puede constituir esperanza.
Jesús mismo comparó la Iglesia
a una red de pesca en la que Dios mismo separa los buenos peces de los malos.
También hay una parábola de la Iglesia como un campo en el que el buen grano
que Dios mismo sembró crece junto a la mala hierba que «un
enemigo» secretamente echó en él. De hecho, la mala hierba en el campo de Dios, la Iglesia, son ahora excesivamente
visibles y los peces malos en la red también muestran su fortaleza. Sin
embargo, el campo es aún el campo de
Dios y la red es la red de Dios. Y en todos los tiempos, no solo ha
habido mala hierba o peces malos, sino también los sembríos de Dios y los
buenos peces. Proclamar ambos con énfasis y de la misma forma no es una manera
falsa de apologética, sino un necesario servicio a la Verdad.
En este contexto es necesario referirnos a un importante texto
en la Revelación a Juan. El demonio es identificado como el acusador que
acusa a nuestros hermanos ante Dios día y noche. (Ap 12, 10). El Apocalipsis
toma entonces un pensamiento que está al centro de la narrativa en el libro de
Job (Job 1 y 2, 10; 42:7-16). Allí se dice que el demonio buscaba mostrar que lo
correcto en la vida de Job ante Dios era algo meramente externo. Y eso es
exactamente lo que el Apocalipsis tiene que decir: el demonio quiere probar que no hay gente correcta,
que su corrección solo se muestra en lo externo. Si uno pudiera
acercarse, entonces la apariencia de justicia se caería rápidamente.
La narración comienza con una
disputa entre Dios y el demonio, en la que Dios se ha referido a Job como un
hombre verdaderamente justo. Ahora va a ser usado como un ejemplo para probar
quién tiene razón. El demonio pide que se le quiten todas sus posesiones para
ver que nada queda de su piedad. Dios le permite que lo haga, tras lo cual Jon
actúa positivamente. Luego el demonio presiona y dice: «¡Piel
por piel! Sí, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Sin embargo,
extiende ahora tu mano y toca su hueso y su carne, verás si no te maldice en tu
misma cara«. (Job 2,4f).
Entonces Dios le otorga al
demonio un segundo turno. También toca la piel de Job y solo le está negado
matarlo. Para los cristianos es claro
que este Job, que está de pie ante Dios como ejemplo para toda la humanidad, es
Jesucristo. En el Apocalipsis el drama de la humanidad nos es presentado en
toda su amplitud.
El Dios Creador es confrontado
con el demonio que habla a toda la humanidad y a toda la creación. Le habla no
solo a Dios, sino y sobre todo a la gente: Miren lo que este Dios ha hecho.
Supuestamente una buena creación. En realidad está llena de miseria y
disgustos. El desaliento de la creación es en realidad el menosprecio de Dios.
Quiere probar que Dios mismo no es bueno y alejarnos de Él.
La oportunidad en la que el
Apocalipsis no está hablando aquí es obvia. Hoy, la acusación contra Dios es sobre todo menosprecio de Su Iglesia
como algo malo en su totalidad y por lo tanto nos disuade de ella. La idea de una Iglesia mejor, hecha por
nosotros mismos, es de hecho una propuesta del demonio, con la que nos
quiere alejar del Dios viviente usando una lógica mentirosa en la que
fácilmente podemos caer. No, incluso hoy la Iglesia no está hecha solo de malos
peces y mala hierba. La Iglesia de Dios también existe hoy, y hoy es ese mismo
instrumento a través del cual Dios nos salva.
Es muy importante oponerse con toda la verdad a las mentiras y las
medias verdades del demonio: sí,
hay pecado y mal en la Iglesia, pero incluso hoy existe la Santa Iglesia, que
es indestructible. Además hoy
hay mucha gente que humildemente cree, sufre y ama, en quien el Dios verdadero,
el Dios amoroso, se muestra a Sí mismo a nosotros. Dios también tiene hoy Sus
testigos (»martyres) en el mundo.
Nosotros solo tenemos que estar vigilantes para verlos y escucharlos.
La palabra mártir está tomada
de la ley procesal. En el juicio contra el demonio, Jesucristo es el primer y
verdadero testigo de Dios, el primer mártir, que desde entonces ha sido seguido
por incontables otros.
El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires y por ello
un testimonio del Dios viviente. Si miramos a nuestro alrededor y escuchamos con un corazón atento,
podremos hoy encontrar testigos en todos lados, especialmente entre la gente
ordinaria, pero también en los altos rangos de la Iglesia, que se alzan por
Dios con sus vidas y su sufrimiento. Es una inercia del corazón lo que nos
lleva a no desear reconocerlos. Una de las grandes y esenciales tareas de
nuestra evangelización es, hasta donde podamos, establecer hábitats de fe y,
por encima de todo, encontrar y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una
pequeña comunidad de personas que descubren tales testimonios del Dios viviente
una y otra vez en la vida diaria, y que alegremente me comentan esto. Ver y
encontrar a la Iglesia viviente es una tarea maravillosa que nos fortalece y
que, una y otra vez, nos hace alegres en nuestra fe.
Al final de mis reflexiones me
gustaría agradecer al Papa Francisco por todo lo que hace para mostrarnos
siempre la luz de Dios que no ha desaparecido, incluso hoy. ¡Gracias Santo Padre!
Benedicto
XVI
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