621. ––¿Se puede demostrar que sólo Dios puede hacer
milagros?
––Todos los verdaderos
milagros son hechos por Dios. La primera de las demostraciones de esta tesis,
que presenta Santo Tomás, en el capítulo 102 del tercer libro de la Suma contra los gentiles, es la siguiente: «Lo que está comprendido totalmente dentro del orden
establecido no puede obrar por encima de él. Toda criatura está comprendida
dentro del orden que Dios estableció en las cosas. Luego, ninguna criatura
puede obrar por encima de este orden, es decir, hacer milagros».
Como consecuencia, debe
sostenerse que: «cuanto se haga por el poder de
cualquier criatura no puede llamarse milagro, aunque sea admirable para quien
no comprende el poder de dicha criatura. Sin embargo, lo que se hace por el
poder divino, que, como infinito, es incomprensible, es verdaderamente
milagro».
De manera que: «cuando algún poder finito realiza el efecto propio a que
está determinado, no hay milagro, aunque pueda maravillarse quien tal poder no
comprenda, como se admiran los ignorantes de que el imán atraiga al hierro o de
que un pez pequeño detenga una nave»[1].
Argumenta también Santo Tomás
que: «Se realizan muchos milagros de Dios, cuando
en una cosa se hace por virtud divina algo que no está en su propio poder, como
que un muerto vuelva a vivir, que el sol retroceda, que dos cuerpos estén
simultáneamente en un lugar. Tales milagros no los podrá hacer ningún poder
creado, porque: «toda criatura requiere para su operación un sujeto en que
obrar, porque únicamente Dios es capaz de hacer algo de la nada» y «lo que en
obrar requiere un sujeto sólo puede hacer aquello para lo cual dicho sujeto se
encuentra en potencia».
. Estos argumentos prueban
suficientemente que: «sólo Dios puede hacer milagros, pues Él es superior al
orden que comprende todas las cosas, el cual procede en su totalidad de su
providencia. Además, su poder, como es absolutamente infinito, no está
determinado a ningún efecto especial, como tampoco a que su efecto se produzca
de un modo o un orden determinados. Por eso se dice en la Escritura de Dios: «El único que hace grandes maravillas» (Sal 135,
4)»[2].
622. ––¿Los ángeles y los demonios, como substancias
espirituales sin cuerpo, pueden hacer milagros?
––Explica Santo Tomás que: «Sostiene Avicena que la materia, en la producción de
algún efecto, obedece mucho más a las substancias separadas que a los agentes
contrarios que actúan en ella. Y de ello deduce que por la influencia de dichas
substancias se producen a veces determinados efectos en las cosas inferiores,
tales como lluvias o curación de algún enfermo, sin que intervenga ningún
agente corpóreo».
El filósofo musulmán del siglo
XI utiliza para demostrarlo el ejemplo de: «nuestra
alma, la cual, cuando goza de poderosa imaginación, es capaz de alterar al
cuerpo con la sola aprehensión. Así ocurre cuando alguien anda sobre una viga
que está en alto, cae fácilmente, porque el temor le hace imaginar la caída;
pues si la viga estuviera en el suelo, donde no puede temer la caída, no caería
de ella».
De este y otros ejemplos y
como cree que: «las substancias separadas son las
almas o motores de los orbitas celestes, tendrán mayor influencia para producir
con su aprehensión ciertos efectos en las cosas inferiores, sin que intervenga
ningún agente corporal».
A esta doctrina, que permite
afirmar que los espíritus creados pueden hacer milagros, le reprocha Santo
Tomás que: «la substancia espiritual creada no
puede por propio poder introducir forma alguna en la materia corporal –como si
la materia obedeciese para pasar al acto de cierta forma–, si no es mediante el
movimiento local de algún cuerpo, pues la substancia espiritual creada tiene
poder para que el cuerpo le obedezca en cuanto a moverse localmente». Con
ello, añade: «le da ciertas actividades naturales
para producir determinados efectos, tal como el herrero aplica el fuego para
ablandar el hierro; cosa que, hablando con propiedad, no es milagroso».
Debe así concluirse que: «las substancias
espirituales creadas no pueden hacer milagros por propio poder» [3].
623. ––Sin embargo, ¿a los ángeles, a los santos y a
los bienaventurados, no se les suplica en la oración que hagan milagros?
Es conveniente invocar a todos
los santos. La Iglesia ha enseñado que: «es bueno y
útil invocar a los santos humildemente, y recurrir a sus oraciones, a su
intercesión y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por los méritos de
Jesucristo» [4].
Santo Tomás precisa
seguidamente que: «digo «por propio poder», porque
nada impide que tales substancias, obrando por el poder divino, hagan milagros,
como lo prueba el hecho de que hay, según dice San Gregorio, una jerarquía de
ángeles especialmente destinada a hacer milagros (Cf., Homilías sobre los
Evangelios, XXXIV, n. 10)».
624. ––Se habla de los milagros que hacen los demonios,
por tanto: ¿No parece que, a veces las substancias espirituales, pueden
hacer milagros por su propio poder?
––Santo Tomás indica que San
Gregorio: «dice también que algunos santos: «hacen
algunas veces milagros por potestad» (Diálogos, II, c. 31) y no
sólo por intercesión». Pero observa seguidamente que: «Se
ha de tener en cuenta. sin embargo, que, cuando los ángeles o los demonios se
valen de algunas cosas naturales para determinados efectos, úsanlos como
ciertos instrumentos, tal como el médico se sirve de ciertas hierbas como de
instrumentos para sanar».
La razón es porque: «del instrumento procede no sólo el efecto
correspondiente a su poder, sino también el que es superior a ella, puesto que
obra por el poder de agente principal, pues la sierra o el hacha no podrían
hacer un lecho si no obraran movidas por el arte para tal efecto», que posee
quien las utiliza. De esta explicación se sigue que: «ciertos efectos más altos
procedan de las mismas cosas naturales, cuando las substancias espirituales se
sirven de ellas como de instrumentos».
Por consiguiente: «Aunque dichos efectos no puedan llamarse realmente
milagros, pues proceden de causas naturales, respecto a nosotros son admirables
por dos motivos». El primero, porque: «tales
causas son aplicadas a sus propios efectos por las substancias espirituales de
un modo desacostumbrado para nosotros». Saben utilizarlas, por tanto,
como instrumentos mejor que le hombre. El segundo, porque: «las causas naturales aplicadas a producir estos efectos
reciben algo del poder de las substancias espirituales cuyos instrumentos son» [5].
Estas causas naturales, que son causas agentes instrumentales, producen efectos
desconocidos y admirables para el hombre, que manifiestan la inteligencia y el
poder de las substancias espirituales, que al moverlas son su causa agente
principal.
625. ––Sin embargo, el Aquinate indica que también se
dice que: «las obras hechas por artes mágicas, y que a nosotros nos admiran, no
son realizadas por substancia espiritual alguna, sino por el poder de los
cuerpos celestes». El poder en el que se basa esta magia o hechicería parece
que queda probado por: «el hecho de que los que ejercen tales obras se fijan en
determinada posición de las estrellas y añaden, además, como auxilio ciertas
hierbas y cosas corporales, como para disponer la materia inferior en orden a
recibir la influencia del poder celeste». ¿Cómo rebate esta argumentación?
––Uno de los argumentos, que
da Santo Tomás para refutar esta pretendida prueba, es el siguiente: «Lo que se hace por poder de los cuerpos celestes es un
efecto natural, pues las formas causadas en la naturaleza inferior por poder de
los cuerpos celestes son naturales». Así ocurre, por ejemplo, con las
mareas. Por ello: «lo que no es natural para una
cosa no puede ser producido por el poder de los cuerpos celestes». En
cambio, se dice que por las acciones de los magos se produce lo que no es
natural, por ejemplo, «que ante la sola presencia
de uno se abra un cerrojo, que alguien se vuelva invisible, y muchos otros
casos que se cuentan». Por consiguiente, sin negar su realidad, debe
decirse que: «no es posible que esto se haga por
poder de los cuerpos celestes»[6].
626. ––Si el poder de los magos no procede de los
cuerpos celestes ¿de dónde les viene el poder que utilizan en sus hechos
prodigiosos?
––En el capítulo siguiente,
Santo Tomás nota que: «queda por averiguar de donde
reciben su eficacia las artes mágicas», cuando no son un engaño. También
que: «es fácil de precisar si nos fijamos en su
manera de obrar».
Los magos: «en sus obras se valen de ciertas palabras significativas
para producir determinados efectos. Más la palabra, en cuanto signo, no tiene
poder alguno si no es por causa de algún entendimiento, que es el de quien la
pronuncia o el de quien la escucha».
Tiene poder: «por parte del entendimiento de quien la profiere, como
en el caso de un entendimiento tan poderoso que con su pensamiento pudiera
causar las cosas; pensamiento que, mediante la palabra, manifiesta de algún
modo los efectos que se han de producir». También se encuentra poder: «por parte del entendimiento de quien escucha, como
cuando por el significado de la palabra recibido en el entendimiento muévese a
realizar algo quien la escucha».
Si se aplica esta observación
a la magia: «no puede afirmarse que estas palabras
significativas pronunciadas por los magos tengan eficacia por parte del
entendimiento de quien las pronuncia, porque como el poder es consecuencia de
la esencia», no se sigue de la esencia del hombre. «El entendimiento humano está comúnmente dispuesto de
modo que no es su pensamiento el que causa las cosas, sino que antes bien son
ellas la causa de su conocimiento».
627. ––Agrega el Aquinate que: «Se podría decir que tales
hombres reciben de las estrellas. al nacer, dicho poder sobre los demás, de manera
que, aunque otros fueran instruidos, si no lo tuvieran por nacimiento,
carecerían de eficacia para realizar semejantes obras». ¿Qué responde a ello
el Aquinate?
––Replica Santo Tomás que: «los cuerpos celestes no pueden influir en el
entendimiento, como ya se demostró (III, c. 84). Por lo tanto, ningún
entendimiento puede recibir, por el poder de los astros, el poder de hacer algo
con el mero hecho de expresar con la palabra su pensamiento».
Podría todavía contrarreplicarse
que los cuerpos celestes pueden influir en algo material como es la
pronunciación de las palabras. El mago sería así: «capaz
de producir con el mero hecho de proferir palabras significativas, ya que su
operación se realiza con órgano corporal», y sin la intervención de su
entendimiento, que es un órgano espiritual.
Responde Santo Tomás que sería
viable, pero no es el caso, porque: «no es posible
respecto a todos los efectos que se producen por esas artes». La razón
ya se ha indicado, al mostrar que las acciones de los cuerpos celestes tienen
efectos naturales, o que están dentro del ámbito de la naturaleza material, y
la magia produce efectos que están por encima de la misma. Por consiguiente: «tampoco puede recibir este poder para producir tales
efectos por el poder de los astros».
628. ––Se suscita entonces esta pregunta: ¿De donde
viene el poder de los efectos de la magia?
––Sostiene Santo Tomás que: «dichos efectos son realizados por un entendimiento a
quien va dirigido el discurso de quien pronuncia tales palabras». Queda
confirmado, porque: «dichas palabras usadas por los
magos son invocaciones, súplicas, conjuros e incluso mandatos, como
dirigiéndose a otro».
Lo mismo se puede decir con
respecto a las letras, escritos y figuras, que en lugar de palabras utilizan
también los magos para producir sus efectos extraordinarios, porque: «la figura no es principio de acción o de pasión alguna;
pues, de ser así los cuerpos matemáticos serían activos o pasivos». Por
consiguiente, sólo queda que los magos las utilicen todas como «simples signos».
Se llega así a la misma
conclusión que con el uso de las palabras mágicas, porque: «como nosotros nos servimos de los signos, tan sólo para
con quienes son inteligentes, síguese que las artes mágicas reciben su eficacia
de un ser inteligente a quien van dirigidas la fórmula del mago».
En definitiva, todas las
acciones que se realizan en las artes mágicas se comportan como signos. Por
consiguiente: «sólo pueden estar relacionadas con
alguna inteligencia». Además: «lo demuestran
los sacrificios, postraciones y otras cosas parecidas en uso, que no son sino
signos de la reverencia que se tributa a una naturaleza intelectual» [7].
629. ––¿Cuál es la naturaleza intelectual por cuyo
poder se hacen las obras de la magia?
––Para averiguarlo, Santo
Tomás nota, en primer lugar, que la inteligencia que opera por la magia: «no es buena ni loable». La razón, en primer lugar,
es la siguiente: «el prestar ayuda a cosas que son
contrarias a la virtud no es propio de una inteligencia bien dispuesta. Y esto
se hace en estas artes, pues casi siempre se realizan con el fin de procurar
adulterios, hurtos, homicidios y otras malas acciones parecidas. Por lo cual,
quienes practican estas artes llámanse maléficos», y a lo que hacen
maleficios.
En segundo lugar, porque: «no es característico de un entendimiento moralmente bien
dispuesto el tener trato y prestar ayuda a los malvados, en vez de a los
hombres mejores». En cambio: «los hombres
que practican dichas artes son con frecuencia malvados». Por
consiguiente: «la naturaleza intelectual que da
eficacia a tales artes no está bien ordenada según la virtud»
[8].
630. ––¿La substancia intelectual que interviene en
la magia es, por tanto, mala por naturaleza?
––La naturaleza intelectual de
la que se vale la magia no es el mal en sí mismo, porque: «no es posible que se dé maldad natural en las
substancias intelectuales con cuyo auxilio se realizan las artes mágicas».
Explica Santo Tomás que: «una cosa, a lo que le es natural tender, tiende no
accidentalmente sino esencialmente, como lo pesado hacia abajo. Pero, si tales
substancias fueran malas por naturaleza, tendería naturalmente al mal, y no
accidental, sino esencialmente, cosa imposible, porque ya se ha demostrado que
todo tiende esencialmente hacia el bien (III, c. 3 y ss.) y nada tiende hacia
el mal sino accidentalmente».
Además: «si estas substancias intelectuales fueran malas por
naturaleza no tendrían ser». Según la doctrina del ser, por una parte: «todo ente tiene ser propio según el modo de su
naturaleza»; por otra: «el ser, en cuanto
tal, es bueno», tal como lo revela: «el que
todo apetece el ser». Se infiere de todo ello que: «si estas substancias fueran malas por naturaleza no
tendrían ser».
Por último, indica Santo
Tomás, en relación a esta tesis, que está confirmada por la Escritura, pues se
dice en ella: «Toda criatura de Dios es buena (1
Tim 4, 4)»; y «Vio Dios todas las cosas que hiciera y eran muy buenas (Gn 1,
31)». También que, respecto a los argumentos que se han dado: «con estas razones se rechaza el error de los maniqueos,
quienes sostenían que las substancias intelectuales llamadas corrientemente
demonios o diablos eran naturalmente malos»[9].
631. ––Según el Aquinate: «en los demonios no hay
maldad natural», pero, tal como también se ha demostrado, estas substancias
intelectuales son malas. Concluye, por ello, que: «necesariamente son malos por
voluntad». ¿Cómo puede ser que estas substancias sin mal por naturaleza lo
hagan por la voluntad?
––Parece que sea imposible que
el demonio, si no tiene una naturaleza mala, pueda hacer el mal. Santo Tomás
presenta varios argumentos, que podrían apoyar esta imposibilidad; y que serían
además una objeción contra la tesis de la naturaleza buena de todos los
espíritus, puesto que los demonios son malos.
En el primero, se recuerda que
estas substancias intelectuales: «todo cuanto
conocen lo aprehenden por el entendimiento, y, en ellas, en lo que entienden no
yerran, porque el error obedece a un defecto del entendimiento. En
consecuencia, en el conocimiento de tales substancias no cabe error alguno».
De ello, se sigue que: «en tales substancias no
puede haber pecado voluntario», ya que: «en
la voluntad no puede haber pecado si no hay error, porque la voluntad tiende
siempre al bien aprehendido, por eso, no errando en la aprehensión del bien, no
puede haber pecado en la voluntad».
En el segundo, se advierte
que: «en nosotros se da el pecado acerca de aquello
sobre lo que tenemos un conocimiento general verdadero, cuando el juicio de la
razón es impedido en un caso particular por alguna pasión que la esclaviza». Sin
embargo: «semejantes pasiones no se dan en los demonios, porque pertenecen a la
parte sensitiva, que nada ejecuta sin órgano corpóreo. Por consiguiente: «si dichas substancias separadas tienen un conocimiento
general recto, es imposible que su voluntad tienda al mal por falta de
conocimiento».
En el tercero, se tiene en
cuenta que: «ninguna potencia cognoscitiva se
engaña respecto a su objeto propio, sino sólo respecto a un extraño». Así,
por ejemplo, el sentido de la vista no se engaña en la percepción de su objeto
propio, el color, porque lo capta por estar en su naturaleza el hacerlo. Si
puede equivocarse es al juzgar por el color captado sobre su sujeto.
Como: «el
objeto del entendimiento es la esencia de las cosas (…) si el entendimiento
aprehende las esencias puras de las cosas, no puede engañarse». En todo
caso: «el engaño del entendimiento se da cuando
aprehende las formas de las cosas mezcladas con representaciones sensibles,
como acontece en nosotros». Como éstas no se pueden dar en una
substancia intelectual, porque sólo se dan con el cuerpo: «no es posible, pues, que haya error en el conocimiento
de las substancias separadas», ni por ello: «tampoco
pecado voluntario».
El cuarto argumento, que se
basa en las otras operaciones intelectuales de juzgar y razonar, propias del
entendimiento humano, es el siguiente: «En nosotros
se da la falsedad porque el entendimiento, al componer y dividir, no aprehende
la esencia la cosa totalmente, sino parcialmente».
En cambio: «en la operación con que el entendimiento aprehende la
esencia sólo cabe la falsedad accidentalmente, o sea, cuando en dicha operación
se mezcla algo de la operación intelectual de componer y dividir, cosa que
suele suceder cuando nuestro entendimiento llega al conocimiento de la esencia
de una cosa no inmediatamente, sino por inquisición gradual». Así, por
ejemplo: «primero aprehendemos el «animal»,
después, dividiéndolo por las diferencias opuestas, dejamos una y añadimos la
otra al género, hasta que llegamos a la definición de la especie», como
mamífero. Es patente que «en este proceso puede haber efectivamente falsedad.
Si tomamos como diferencia del género lo que en realidad no es».
En el conocimiento racional,
con la composición y división y con el discurso, se van conociendo las esencias
de las cosas. «Pero tal proceso para conocer la
esencia de algo es propio del entendimiento que, al razonar, pasa de una cosa a
otra, lo cual no compete a las substancias intelectuales separadas, como se
demostró (II, c. 101)», que conocen de una manera directa e inmediata. «Por tanto, parece que en el conocimiento de dichas
substancias no tiene cabida el error, de donde tampoco puede darse el pecado en
su voluntad».
632 ––Los cuatro argumentos que intentan probar que el
demonio no puede hacer el mal por la voluntad, y, que, por tanto, el mal que
hace tiene su origen en su mala naturaleza, se basan en su entendimiento. ¿Hay
también argumentos que se deriven de la naturaleza de su voluntad?
––Santo Tomás expone dos
argumentos que parecen probar la falsedad de su tesis sobre la bondad de la
naturaleza de los demonios. En el primero, se parte del seguro acierto de la
voluntad en el deseo de un solo bien propio, y, por tanto, su incompatibilidad
con el mal, porque: «como no hay cosa cuyo apetito
no tienda al bien propio, parece imposible que la que tiene un solo bien único
yerre en su apetito».
No ocurre así en los hombres,
porque: «en nosotros se da el pecado al apetecer,
porque, como nuestra naturaleza está compuesta de espíritu y cuerpo, hay en
nosotros muchos bienes; porque uno es el bien del entendimiento, otro el del
sentido y otro también el del cuerpo. Y estos diversos bienes del hombre tienen
cierto orden, de modo que lo menos principal se ha de referir a lo más
principal. Luego, en nosotros se da el pecado de la voluntad cuando no
guardando dicho orden, apetecemos lo que es para nosotros un bien en cierto
sentido, pero no en absoluto».
Esto no puede darse en los
demonios, porque: «esta composición y diversidad de
bienes no se da en las substancias separadas; al contrario, todo su bien es del
entendimiento. Por consiguiente, se ve que no es posible que haya en ellas
pecado de voluntad», que tiende al bien aprehendido por el
entendimiento.
El segundo argumento está
basado en la intervención de la voluntad en los actos morales. Se inicia con
esta tesis aristotélica: «en nosotros se da el
pecado de voluntad por exceso o por defecto, en cuyo medio consiste la virtud».
La bondad ética no es lo que los apetitos hacen considerar a su sujeto
como bueno, sino lo que es conforme con la recta razón. La virtud moral es
concebida como rectitud, porque es el justo medio, que señala la razón, entre
el exceso y defecto de lo medido, objeto de cada virtud.
Según esta doctrina: «en lo que no puede darse el exceso, sino solamente el
medio, la voluntad no puede pecar, pues nadie puede pecar apeteciendo la
justicia, ya que ella es cierto medio». En cambio, en las otras
virtudes, los apetitos son medidos o situados en el justo medio por la razón,
porque las pasiones incitan a que se apetezca el exceso o defecto opuesto a la
virtud.
Por el contrario: «en los bienes intelectuales no se da exceso, porque de
por sí son medios entre el exceso y el defecto». No puede haber
desviación viciosa en la voluntad por exceso o por defecto. «Por ejemplo, lo verdadero es un medio entre dos errores,
uno de los cuales lo es por más y el otro por menos; de donde los bienes
sensibles y corporales están en el justo medio cuando son según la razón». Desde
este justo medio y con el intento de no desviarse, como en todas las virtudes,
debe ir acrecentándose hasta la perfección más posible. De todo ello, se sigue
que: «no parece que las substancias separadas
puedan pecar por voluntad»[10].
633. ––A pesar de estas dificultades, como indica el
Aquinate: «que en los demonios puede haber pecado de voluntad, manifiéstalo la
autoridad de la Sagrada Escritura. Se dice: «El diablo peca desde el principio»
(1 Jn 3, 8), y el diablo «es mentiroso, padre de la mentira» y que «era
homicida desde el principio» (Jn 8, 44); y también que: «por envidia del diablo
entró la muerte en el orbe de la tierra» (Sab 2, 24)». ¿Cómo se explica que
el diablo no peque por naturaleza, sino por la voluntad?
––Explica Santo Tomás que: «el pecado de voluntad no puede darse en quien quiere
como bien propio el último fin, el cual está por encima de todo orden de fines,
porque los contiene todos; y quien quiere de este modo es Dios, cuyo ser es la
misma bondad, que es último fin. En Dios, pues, no puede haber pecado de
voluntad».
En las criaturas espirituales,
no ocurre como en Dios, porque: «en cualquier otro
sujeto dotado de voluntad cuyo propio bien ha de estar necesariamente contenido
bajo el orden de otro bien, puede darse pecado de voluntad, si tenemos en
cuenta su constitución natural. Porque, aunque la inclinación natural de la
voluntad inclina, a cada ser dotado de ella, a querer y a amar su propia
perfección, de modo que no pueda querer lo contrario, sin embargo, no llega esta
inclinación natural al extremo de que la ordenación a aquel fin como a su
perfección excluya la posibilidad de desistir de él; porque el fin superior no
es propio de su naturaleza, sino de la superior». El bien concreto, al
que ya tiende en general, que le perfeccionará y dará la felicidad, no es algo
propio, como en Dios, sino que es algo dado y recibido, y que debió elegir
aceptar.
Por consiguiente, en la
substancia espiritual creada: «queda a su arbitrio
el ordenar su propia perfección al fin superior». Pudo así rechazar el
concreto bien superior como fin último y dirigir su tendencia al bien y al fin
último en general, al que está dirigida por naturaleza, a él mismo, a su bien
propio, en lugar de Dios, como si él fuera su fin y bien supremo. «Luego en la substancia separada pudo haber pecado por no
haber ordenado su propio bien y perfección al último fin, sino adhiriéndose al
bien propio como al fin», un bien, que eligió como concreción de su
tendencia abstracta al bien y fin supremo, y que, en definitiva, no le pudo
satisfacer, porque, aunque sea propio, no deja de ser el bien de una criatura.
634. ––Se dice en la Escritura sobre Lucifer: «Tú que
decías en tu corazón: subiré al cielo, semejante seré al Altísimo» (Is 14,
13-14). ¿El pecado del ángel no fue, por tanto, apetecer ser como Dios?
––En su explicación sobre la
maldad de la substancia separada, nota que, que: «como
las reglas de la acción se toman necesariamente del fin, síguese que, al
constituirse como fin, dispuso que todo fuera regulado por ella misma y que su
voluntad no fuera regulada y por otro superior, que es cosa privativa de Dios»,
el único que no tiene fin ni regla superior a Él mismo. «Y en este sentido se ha de entender que «apetece la igualdad» (Is
14, 14)».
No apeteció que: «su bien fuera igual al bien divino, pues tal cosa no
cabía en su entendimiento; porque, si hubiera apetecido tal cosa, desearía no
ser, ya que la distinción de especies responde a los diversos grados de ser en
las cosas, como se ha dicho (III, c. 97; II, c. 95))»[11].
Si no tuviera su propia esencia, ya no sería él mismo. No sería, porque su ser,
que le confiere la existencia, es proporcionado a su esencia y, sin ella,
dejaría de tener su ser, y, por tanto, existir.
En la Suma teológica, expone el mismo argumento de
modo más explícito, al declarar que: «No cabe duda
que el ángel pecó apeteciendo ser como Dios». Ello puede entenderse en
dos sentidos. «Del primer modo no pudo apetecer ser
igual a Dios, porque sabía por conocimiento natural que esto es imposible (…) y
aun cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de
conservar su ser, que no conservarían si se convirtiesen en otra naturaleza; y
de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza puede
apetecer el grado de otra naturaleza superior, como no desea el asno ser
caballo, porque, si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería él
mismo», no tendría su ser.
Comenta seguidamente que: «aquí nos engaña la imaginación, porque, debido a que el
hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones
accidentales; que pueden crecer sin que se destruya el sujeto, imaginamos que puede
apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de
dejar de ser lo que es».
El otro sentido de apetecer
ser igual a Dios no es por equiparación, sino por semejanza. De este modo en el
demonio: «su deseo de ser semejante a Dios
consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza, las cosas que
podía conseguir por el poder de su naturaleza, desviando por ello su apetito de
la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios».
También podía haber consistido
en que «deseó como último fin la semejanza con
Dios, que tiene por causa la gracia, quiso alcanzarla por el poder de su
naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios; y esto
concuerda con la opinión de San Anselmo cuando dice que apeteció aquello mismo
a que habría llegado si hubiese perseverado (La caída del demonio, cc.
4, 6).
No obstante, advierte Santo
Tomás: «de cualquier modo, estas dos explicaciones
vienen a coincidir, porque, en resumen, lo que una y otra dicen es que apeteció
obtener la bienaventuranza final por su poder, lo que es propio de Dios» [12].
635. –– En la Escritura se dice que el demonio: «es el rey
de todos los hijos de la soberbia» (Job 41, 25). ¿El pecado del diablo no
fue de soberbia?
––Nota Santo Tomás que: «querer regular a otros y no tener su voluntad regulada
por el que es superior, es querer presidir y en cierta manera no someterse, lo
cual es pecado de soberbia. De donde muy bien se dice que el primer pecado del
demonio fue la soberbia» [13].
Sobre este pecado del demonio de
desear ser como Dios, indica también Santo Tomás, en el lugar citado de la Suma teológica, que: «como
lo que es de por si es principio y causa de lo que es por otro, de aquella
apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando
su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios» [14].
Por último, en el capítulo de
la Suma contra los gentiles, termina
su explicación con esta consecuencia: «como de un
error sobre el principio se derivan variados y múltiples errores, del primer
desorden de la voluntad que hubo en el demonio se siguieron muchos pecados en
su voluntad; pecado de odio a Dios, que resistió su soberbia y castigo
justísimamente su culpa; y de envidia al hombre, y otros muchos más» [15].
636. ––Por afirmarse que el demonio ha sido creado
bueno, se han presentado seis argumentos, ya expuestos, contra su posibilidad
de hacer mal con su libre voluntad. De ellos, se seguiría que el mal, que hace,
sería por su naturaleza mala. ¿Cómo resuelve el Aquinate estas objeciones?
––A las cuatro objeciones
basadas en la imposibilidad de error en el entendimiento angélico, responde
Santo Tomás, según la doctrina explicada, que: «No
estamos obligados a afirmar que hubiera error en el entendimiento de la
substancia separada al juzgar como bueno lo que no era; lo hubo, sí, más por no
tener en cuenta el bien superior, al cual debía referir su propio bien. La
causa de esta inconsideración pudo ser la voluntad intensamente replegada al
propio bien; pues la voluntad puede libremente volverse hacia esto o aquello».
A la quinta objeción, que
parte de la tendencia constante de su apetito a su propio bien, replica Santo
Tomás: «Es evidente también que únicamente apetece
un bien, que es el suyo propio; pero el pecado consistió en que abandonó el
bien más alto, al cual debía estar ordenada. Pues así como en nosotros hay
pecado cuando apetecemos los bienes inferiores, es decir, los corporales
irracionalmente, así también hubo pecado en el demonio al no asignar como a su
propio bien el divino».
Frente a la sexta y última
objeción, centrada en falta de desviación viciosa por exceso o por defecto en
la voluntad ante un bien intelectual, Santo Tomás observa que el demonio al
pecar: «prescindió del medio de la virtud, ya que
no se sujetó al orden superior, dándose a sí mismo más de lo que le
correspondía y a Dios –a quien todo debe estar sujeto como ordenador que es de
la primera medida– dándole menos de lo que se le debe. Pues es manifiesto que
en dicho pecado no se prescindió del medio por exceso de pasión, sino únicamente
por desigualdad de justicia, la cual versa sobre las operaciones»[16],
que puede haber así desviación con respecto a lo que es debido al otro.
Eudaldo Forment
[2] Ibíd. Santo Tomás se refiere al pez llamado
rémora. En la antigüedad y en la Edad Medía se decía que los peces de una de
sus especies, además de poder adherirse a otros peces más grandes que ellos, lo
hacia también con los barcos, a lo que podía llegar a detener completamente.
[13] ÍDEM, Suma
contra los gentiles, III, c. 109. El filósofo y teólogo dominico y
exorcista del arzobispado de Barcelona, Juan José Gallego Salvadores siempre ha
afirmado que: «la soberbia es el pecado que más le gusta al demonio». Véase:
Teresa Porqueras, Cara a cara con Satanás, Lérida, Apostroph, 2016.
[14] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, I, q. 63, a. 3, in c. En el Catecismo de la
Iglesia Católica, se dice sobre la caída de estas substancias espirituales:
«La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2, 4). Esta “caída”
consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical
e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión
en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “seréis como dioses”
(Gn 3, 5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3, 8), “padre de la
mentira” (Jn 8, 44)» (n. 392).
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