No hay recetas para estos momentos, sólo dejar que
el amor busque su propio camino
Nos preparamos para casi todo en esta vida. Vamos a las mejores
universidades para sacar títulos profesionales de los más altos rangos y para
lo único que seguro todos experimentaremos -la
muerte- no nos preparamos. Ni para enfrentar la muerte personal ni la de
un ser querido. ¿Pero en realidad existirá eso de preparase para la muerte?
En mi opinión, sí y no. Sí, cuando se vive en clave de eternidad, es
decir, con los ojos puestos en la vida eterna, en el cielo. El encontrarte algún día con Dios, cara a cara, es la
esperanza más hermosa con la que podemos vivir.
Luego, ¿cómo prepararte para entregar a tu ser amado? También viviendo un desprendimiento profundo,
sabiendo que todos los amores son prestados y despidiendo con gratitud por el
tiempo compartido. Eso sí, este concepto lo entiende la cabeza, pero NO el corazón.
Por eso duele tanto el decir adiós.
Lo que sí me queda claro que un
duelo se experimenta muy distinto cuando se vive desde la gratitud y el amor,
que cuando se vive desde el miedo y los remordimientos. De cualquier
manera, la muerte siempre va a impresionar, a sorprender y a doler tanto como
si te amputaran el corazón. Luego pasa el tiempo y te das cuenta que un
duelo vivido de forma sana sirve para purificar y transformar corazones.
¿Pero qué es lo que duele? ¿Acaso sólo la ausencia? Esa espantosa sensación de un cuchillo traspasándote el
alma es literal. Solo quien ha sufrido pérdidas profundas podría
expresarlo con palabras y, sobre todo, entenderlo. Duele decir “adiós” (aunque para los que creemos en la vida
eterna sabemos que es un adiós esperanzador).
Duele la falta de su presencia. Se extraña el olor de su persona. Se
echan de menos las palabras y el tono de su voz. Escuchar su canción te
transporta a esos momentos en los que hoy desearías que el tiempo regresara y
se detuviera simplemente para mirarle, para que con palabras silenciosas
pudieras decirle una vez más cuánto le amabas… pero ¿cómo saber que pronto
partiría…?
Duelen los recuerdos y las palabras no dichas; duelen los pendientes no
concluidos y los problemas no resueltos; duelen los abrazos no dados, las
caricias no recibidas y los besos no robados; duelen los perdones no otorgados
y los acercamientos rechazados.
Duele el amor no aceptado, las llamadas no regresadas y
los mensajes no contestados. Duele su presencia no presente, la impotencia de
su ausencia… Quererle abrazar y no poder consolándote con el recuerdo del
último apretón que recibiste de ella.
Te quieres envolver en sus brazos protectores y solo te puedes aferrar a la
almohada empapada de tu dolor. Quieres escuchar su voz, necesitas sus consejos
y a lo lejos sólo escuchas su recuerdo, porque no hay nadie que conteste o que
dé respuesta a tanto sufrimiento.
Duele que el mundo la olvide y que la huella de
amor que dejó alguna vez se borre. Ciega tanto el sufrimiento de una pérdida que el día se vuelve noche;
amaneces sin querer amanecer porque sabes que te espera un día más de lágrimas,
de ese dolor en el pecho que no te deja respirar. El llanto te ahoga, vives sin
vivir. Simplemente piensas, ¿ahora cómo hago para seguir sin ti? Me quiero ir
contigo y no puedo… Sigo aquí sin seguir… Vivo sin vivir…
¿Y qué sigue después? Aprender a vivir de manera diferente, hacer mío el dolor, tan mío que
aprenda a vivir con él. Luego
éste se transforma, el sufrimiento cambia, todo adquiere un significado
distinto.
Que si el duelo tiene 5 o 6 etapas, dicen los expertos… Esas etapas de
duelo fue un modelo que E. Kubler-Ross creó mientras trabajaba con pacientes
terminales de cáncer, es decir, las 5 etapas (negación, enojo, negociación,
depresión y aceptación) es el proceso experimenta una persona que va a morir y
hoy en día es aplicado a todo proceso de duelo sin distinción.
Pero cuando estás de luto,
¿de qué te sirve saber en qué etapa estás? Que me digan en cuál de esas etapas
te voy a dejar de extrañar; en cuál te voy a dejar de sufrir, en cuál te dejaré
de llorar cuando tu recuerdo se apodere de mí alma y te quiera gritar con la
impotencia de una hija huérfana que le reclama al cielo, ¿por qué te
fuiste, por qué me dejaste? ¿En qué etapa se le deja de sufrir a un hijo o a
ese hermano que no merecía morir así?
Mientras comienzas a vivir ese proceso escuchas frases de gente de buena
voluntad que te suenan tan absurdas: “Ella ya está
en un mejor lugar” y uno piensa por dentro, “¡Pues
no! Yo la quiero conmigo”. Y que tal esa de “Ya
tienes otro angelito en el cielo para cuidarte” ¿Ah sí? ¡Pues no! Yo no
quiero otro angelito, ya tengo uno. Yo le quiero a ella, aquí junto a mí,
cuidándome aquí, abrazándome aquí.
O esa frase que me pone los pelos de punta: “¡échale
ganas!” ¿Echarle ganas? ¿Cómo se le hace? Pujo para que salgan las
ganas, ¿o cómo? Neta, cómo echarle ganas si lo que siento es querer morir junto
con el que se fue. Esa es la sensación, muerte en vida. Por eso, necesitamos aprender a dejar vivir a cada
quien su duelo como vayan pudiendo y solo acompañemos, calladitos. En
esos momentos el único que de verdad consuela es Dios, si tienes fe.
Un duelo es tan personal y único como estrellas hay en el firmamento.
Cada pérdida es única y digna de ser vivida de acuerdo a nuestras capacidades
personales. Aquí lo único importante es vivirlo tan profundamente como podamos,
siempre de la mano de Dios.
Dicen que el tiempo todo lo
cura y yo no estoy tan de acuerdo con eso. El tiempo te enseña a vivir con la
pérdida, pero no podemos hablar de curación cuando el dolor que sentimos viene
de un profundo amor. Además, sólo se cura lo que está enfermo y el amor no es una
enfermedad. Un duelo que viene del amor no necesita curarse sino vivirse.
Además, si el curar implica que te voy a dejar de extrañar y de pensar,
prefiero no curarme, porque tú vivirás mientras tu recuerdo viva en mí.
Por qué somos tan necios y no gozamos de la presencia de nuestros seres
amados como si de verdad hoy fuera su último día.
De mi corazón al tuyo, LI.
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