VATICANO, 08 Feb. 17 / 05:48 am (ACI).- El Papa Francisco ofreció
una nueva catequesis
en la Audiencia General del miércoles en la que habló de la esperanza y del
perdón.
“La ofensa se vence con el perdón; para vivir en
paz con todos. ¡Esta es la Iglesia!
Y esto es lo que obra la esperanza cristiana, cuando asume los lineamientos
fuertes y al mismo tiempo tiernos del amor. Y el amor es fuerte y tierno. Es
bello”, afirmó el Santo Padre.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos visto que San Pablo, en la Primera Carta a los
Tesalonicenses, exhorta a permanecer arraigados en la esperanza de la
resurrección (Cfr. 5,4-11), con esa bella palabra “estaremos
siempre con el Señor”.
En el mismo contexto, el Apóstol muestra que la esperanza cristiana no
tiene sólo un aspecto personal, individual, sino comunitario, eclesial. Todos
nosotros esperamos. Todos nosotros tenemos esperanza, pero también
comunitariamente.
Por esto, la mirada es enseguida extendida por Paolo a todas las
realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndoles de orar los unos
por los otros y de sostenerse recíprocamente. Ayudarse recíprocamente.
Pero no solo ayudarse en las necesidades, en las tantas necesidades de
la vida cotidiana, sino
ayudarnos en la esperanza, sostenernos en la esperanza. Y no es un caso que
comience justamente haciendo referencia a quienes les es confiada la
responsabilidad y la guía pastoral.
Son los primeros en ser llamados a alimentar la esperanza, y esto no
porque sean mejores de los demás, sino en virtud de un ministerio divino que va
más allá de sus propias fuerzas. Por tal motivo, tienen más que nunca la
necesidad del respeto, de la comprensión y del apoyo benévolo de todos.
La atención luego es puesta en los hermanos con mayor riesgo de perder
la esperanza, de caer en la desesperación. Pero, nosotros siempre tenemos
noticias de gente que cae en la desesperación y hace cosas feas, ¿no?
La des-esperanza los lleva a estas cosas feas. Se refiere a quien está
desanimado, a quien es débil, a quien se siente abatido por el peso de la vida
y de las propias culpas y no logra más levantarse.
En estos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia debe hacerse
todavía más intensa y amorosa, y deben asumir la forma exquisita de la
compasión, que no es tener piedad: la compasión es soportar con el otro, sufrir
con el otro, acercarme a quien sufre… una palabra, una caricia, pero que salga
del corazón, esto es la compasión.
Tienen necesidad de la solidaridad y de la consolación. Esta es más
importante que nunca: la esperanza cristiana no puede prescindir de la caridad
genuina y concreta.
El mismo Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Romanos, afirma con
el corazón en la mano: «Nosotros, los que somos
fuertes – que tenemos la fe, la esperanza o no tenemos tantas dificultades –
debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no complacernos a nosotros
mismos» (15,1).
Sobrellevar, sobrellevar las debilidades de los demás. Este testimonio
luego no permanece cerrado dentro de los confines de la comunidad cristiana:
resuena con todo su vigor también fuera, en el contexto social y civil, como
una llamada a no crear muros sino puentes, a no intercambiar el mal con el mal,
a vencer el mal con el bien, la ofensa con el perdón: el cristiano jamás puede
decir, me las pagaras. ¡Jamás! Esto no es un gesto cristiano.
La ofensa se vence con el perdón; para vivir en paz con todos. ¡Esta es
la Iglesia! Y esto es lo que obra la esperanza cristiana, cuando asume los
lineamientos fuertes y al mismo tiempo tiernos del amor. Y el amor es fuerte y
tierno. Es bello.
Se comprende entonces que no se aprende a esperar solos. Nadie aprende a
esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita
necesariamente de un “cuerpo”, en el cual
los diferentes miembros se sostengan y se animen recíprocamente.
Esto entonces quiere decir que, si esperamos, es porque muchos de
nuestros hermanos y hermanas nos han enseñado a esperar y han tenido viva
nuestra esperanza. Y entre ellos, se distinguen los pequeños, los pobres, los
sencillos, los marginados.
Sí, porque no conoce la esperanza quien se cierra en su propio
bienestar: espera solamente en su bienestar y esto no es esperanza: es
seguridad relativa; no conoce la esperanza quien se cierra en su propia
satisfacción, quien se siente siempre bien… Los que esperan son en cambio
aquellos que experimentan cada día la prueba, la precariedad y el propio
limite.
Son estos nuestros hermanos los que nos dan el testimonio más bello, más
fuerte, porque permanecen firmes en la confianza en el Señor, sabiendo que, más
allá de la tristeza, de la opresión y de la inevitabilidad de la muerte, la
última palabra será la suya, y será una palabra de misericordia, de vida y de
paz.
Quien espera, espera escuchar un día esta palabra: “Ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, por toda
la eternidad”.
Queridos amigos, si – como hemos dicho – la morada natural de la
esperanza es un “cuerpo” solidario, en el
caso de la esperanza cristiana este cuerpo es la Iglesia, mientras que el soplo
vital, el alma de esta esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no
se puede tener esperanza.
Es por eso que el Apóstol Pablo nos invita al final a invocarlo
continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil
esperar que creer. Es más difícil.
Pero cuando el Espíritu Santo habita en nuestros corazones, es Él quien
nos hace entender que no debemos temer, que el Señor está cerca y se preocupa
por nosotros; y es Él quien modela nuestras comunidades, en una perenne
Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia humana. Gracias.
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