Cambia tu mirada, amplía horizontes.
Britt Knee-CC
Quiero dejar de complicarme la vida. Aunque es verdad que a veces son
los demás, o las circunstancias del presente, o los fracasos y las pérdidas,
los que parecen complicarlo todo. Pero tengo yo también mi parte de culpa.
Dejo de hacer cosas por miedo. Hago o digo algunas cosas y me arrepiento
más tarde. No sé bien poner mis
prioridades en la vida, marcar mis acentos, elegir mis opciones. Me
angustio ante los imponderables que no controlo.
Intento yo lograr las cosas
sin pedir ayuda a nadie, como si fuera capaz de todo. Me ofusco cuando la realidad no es la que
yo quería. Me agoto al pensar que tengo que sacar yo solo todo adelante. Dejo
de soñar cuando me ato al mundo y sus seducciones, no miro al cielo, miro la tierra.
Me aíslo queriendo ser feliz
sin que nadie me moleste, sin que perturben mi paz. Me dejo abatir al comprobar
mis debilidades, al sufrir
caídas. Tropiezo y no encuentro fuerzas para levantarme de nuevo. Y me desanimo
con la vida que llevo.
Tal vez por eso me gusta el Adviento, porque me da nuevas energías para luchar. Quiero una vida menos complicada. En parte
depende de mi actitud. Para lograrlo tengo que creer en ese amor de Jesús que
va conmigo y le da sentido a mi presente. Me levanta y me hace soñar. Y
le da sentido a mi amor que sueña el infinito.
El otro día leía la historia de, una mujer enferma de cáncer en estado
terminal, que se casó feliz a la edad de 21 años con Nick, de 23 años. Estaba
muy enferma y a los cinco días de su boda murió. Vivieron su amor para el
cielo.
Ver a una mujer tan débil y enferma casarse con una sonrisa en el rostro
me da qué pensar. La felicidad se puede
alcanzar, lo sé, por un tiempo en la tierra, no importa cuánto dure. Sé que es
para siempre en el cielo.
Por eso tengo claro que no quiero dejar de amar esperando el momento
oportuno que a lo mejor nunca llega. No quiero dejar pasar las horas y los días
sin hacer nada. No estoy dispuesto. Quiero ponerme ya en camino.
Decía el papa Francisco sobre el Adviento: “Estamos
llamados a alargar el horizonte de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por
la vida que se presenta cada día con sus novedades”. Quiero alargar
mi horizonte, y no estrecharlo. No pensar en el final. Pensar en todo lo que
puedo dar hoy.
Muchas personas hablan del final del mundo. A veces porque no están
contentas con la vida que llevan y sueñan ya con su final en la tierra para
todos. Otras veces porque les angustia la llegada repentina de Dios. A veces
porque desean otra vida más plena, más feliz, que la que llevan.
No quiero dejar pasar el tiempo. Me pongo manos a la obra. Quiero vivir mi vida en plenitud. Quiero amar donde
puedo amar. Necesito cambiar mi corazón en las manos de Dios. Yo solo no
puedo cambiarme por dentro. Sólo Él puede.
Decía el padre José Kentenich: “Si el
Espíritu Santo no nos enciende y colma interiormente, por más empeño que
pongamos en el campo ascético, la cosecha que haremos será escasa. La pura ejercitación de la voluntad no nos
ayuda. Hoy el hombre clama desde lo hondo por liberación y redención
interior, y no logra alcanzar el objeto de sus anhelos. Queremos y deseamos las
cosas del cielo, pero somos conscientes de que, a pesar de ello, continuamos
siendo personas atadas a los instintos y apegados a lo terreno”[1].
No puedo cambiar solo tan
fácilmente. Quiero
cambiar actitudes y hábitos, pero fallo muchas veces en el intento. Me lo
propongo. ¡Qué buenos propósitos saco en ratos de oración, cuando todo me
parece evidente y claro, y creo tener fuerzas suficientes!
Pero luego en la acción fracaso, me asusta mi fragilidad. Me doy cuenta
de dónde fallo. Sin que nadie me ayude a verlo, soy capaz de verlo yo solo.
Creo que puedo tocar las cumbres, pero con tristeza compruebo que no soy capaz de cumplir lo que me he
propuesto.
Quiero ser con los más cercanos tan alegre y servicial como lo soy
cuando estoy fuera de casa. Quiero guardar
la mejor sonrisa para mi familia cuando regreso a mi hogar. Me propongo volver a empezar de nuevo cada mañana.
Pero fallo y me desespero. No es posible, no hay conversión que valga.
Parece que mi esfuerzo voluntarioso y esforzado no es suficiente para cambiar
de verdad.
Quiero entregar mi vida en las manos de Dios, en su Espíritu Santo que
todo lo transforma si yo dejo que actúe en mí. Quiero dejar que sea Dios el que cambie mi vida por dentro, yo no puedo hacerlo.
Quiero que desate todos mis nudos. Que me haga más realista ante mis propósitos
imposibles. Que me descubra lo que puedo llegar a ser si le digo que sí, que
estoy dispuesto.
Necesito una verdadera conversión. Un cambio de mi mirada. Un horizonte más amplio. No quiero
complicarme la vida. Quiero que sea más sencilla y fácil. No deseo sufrir por
lo imposible. Ni ahogarme en las más
pequeñas dificultades del camino.
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