Adviento es el tiempo de la humilde espera del Salvador, de la plena alegría por su nacimiento.
Por: Guillaume Derville | Fuente: http://www.opusdei.org
“El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”[1]: el papa Francisco muestra que, en el misterio
de Cristo, los signos manifiestan la ternura de Dios. Y san Ignacio de
Antioquía dice que al Señor se le conoce en su silencio.
El tiempo de Navidad está anunciado por un
Adviento donde la moderación y el relativo silencio de los instrumentos
musicales en la liturgia son signos de la humilde espera del Salvador, de la
plena alegría de su nacimiento[2].
El Verbo se hace carne y lo contemplamos niño: “infans”, en
latín, lo que significa literalmente “que no
habla”. La Palabra no sabe hablar. El silencio de Dios invita a la
contemplación, a la admiración, a la adoración. El Verbo se ha abreviado, dicen
los Padres de la Iglesia: el Hijo de Dios se ha hecho pequeño para que la
Palabra esté a nuestro alcance, signo silencioso y tierno que pide amor.
La liturgia extiende ese silencio a la
naturaleza entera. “Cuando un sereno silencio lo
envolvía todo y la noche estaba a la mitad de su curso”, reza el libro
de la Sabiduría, bajó a la tierra “desde el Cielo
tu omnipotente Palabra” (Sb 18, 14-15). La aplicación de ese
texto al nacimiento de Jesús se remonta probablemente al judeocristianismo, es
decir en los primeros tiempos de la Iglesia[3].
La
Palabra no sabe hablar. El silencio de Dios invita a la contemplación, a la
admiración, a la adoración.
El rezo del Ángelus vespertino nació de la
creencia de que en aquella hora, cuando cae el silencio de la noche, la Virgen
María recibió el saludo angélico. Poco a poco, se extendió la práctica de
recitar esa oración a mediodía, pidiendo entonces, en el siglo XV, por la paz
de la Iglesia[4].
María, y José, el silencioso, volverán a
Nazaret: treinta años de silencio de Jesús, amaba subrayar san Josemaría[5]. Vendrá la vida pública, e incluso un día
Cristo callará ante Herodes “con un divino
silencio”[6].Isaías había profetizado: “En el silencio y en la esperanza residirá vuestra
fortaleza”; san Josemaría lo aplicaba también a la adversidad: “Callar y confiar”[7]; pues, como decía Benedicto XVI, “las circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas»
por la ternura de Dios”[8]. En palabras de Francisco, “poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe
comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de
las peores angustias: «[…] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor»
(Lm 3,26)”[9].
Un poeta francés dice que los pensamientos son
pájaros que cantan solo cuando están en el árbol del silencio. El cristiano
piensa y reza: “Días de silencio y de gracia
intensa... Oración cara a cara con Dios...”[10].
En la pluma de san Josemaría, la palabra “silencio” es frecuentemente usada con los
adjetivos fecundo, alegre, amable[11]. El trabajo callado es elocuente, el
esfuerzo silencioso da frutos[12]…
El silencio respira paz, humildad, descanso,
serenidad, e incluso eficacia; permite el recogimiento. Elías escuchó a Dios en
“un susurro de brisa suave”, literalmente en
“la voz de un fino silencio” (1R
19,12), que expresaba la intimidad de una conversación[13].
Hacen falta tiempos de “silencio
interior”, constata san Josemaría[14]. Como dice la beata Madre Teresa de
Calcuta, “Dios habla en el silencio del corazón.
[…] El fruto de ese silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El
fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. Y el fruto del
servicio es la paz. Porque la paz proviene de quien siembra el amor
transformándolo en acción”[15].
Da paz buscar un cierto silencio en el trabajo,
en la familia y en la sociedad. Según una bella tradición cristiana, se puede
tender al silencio cuando empieza la tarde, en memoria de la pasión del Señor,
y guardarlo durante la noche, para descansar en Él. Después de la muerte en la
cruz vendrá el silencio del sepulcro, hasta la gloria de la resurrección. El
gran silencio de los cartujos y de tantos religiosos acompaña y sostiene la
oración de toda la Iglesia.
El silencio lleva a ser atento con los demás y
refuerza la fraternidad. El Evangelio pide, como recuerda el papa Francisco, “un ejercicio perenne de empatía, de escucha del
sufrimiento y de la esperanza del otro”[16]. La ternura de Dios hace nuestro
corazón sensible, cercano. Nos abre a los demás y descubrimos, en palabras de
san Josemaría, “personas que necesitan ayuda,
caridad y cariño”[17]. En un tiempo donde parece que tenemos
que llenar todo nuestro día de iniciativas, de actividades, de ruido, es bueno
hacer silencio fuera y dentro de nosotros para poder escuchar la voz de Dios y
la del prójimo.
Cada Adviento evoca la espera gozosa de la
segunda venida del Señor. Cuando se abre el séptimo sello del Apocalipsis, se
hace un silencio en el cielo (Ap 8, 1) que nos prepara al misterio
trinitario. Calla el cielo porque reza, en humilde espera de la manifestación
de Dios. Como dice el Pseudo-Dionisio, veneramos en respetuoso silencio lo
inefable de Dios: adoramos[18].
El Concilio Vaticano II recomienda en la santa
liturgia el “silencio sagrado” ante Dios[19]. Así, durante la celebración
eucarística, señala Francisco, “los creyentes hacen
silencio y lo dejan hablar a Él”[20]. El Prelado del Opus Dei recuerda
como los tiempos de silencio invitan a la asamblea reunida en la caridad a “escuchar las sugerencias íntimas” del Espíritu
Santo[21].
La ternura de Dios se manifiesta en los signos…
Según una bella expresión de los Padres, aprendamos a leer esos «modos de ser» de Dios, que se nos revela en
Jesucristo. Acompañemos el silencio de María y José. “Caía
la tarde, con un silencio denso... Notaste muy viva la presencia de Dios... Y,
con esa realidad, ¡qué paz!”[22].
Guillaume Derville
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[3] Cf. Jean Daniélou, Théologie du
judéo-christianisme. Histoire des doctrines chrétiennes avant Nicée,
1, Desclée-Cerf, Paris 19912, p. 276.
[4] Cf. Mario Righetti, Historia de la liturgia I, Biblioteca
de Autores Cristianos, Madrid 1955, p. 206-207.
[13] En hebreo, es la fórmula enigmática: “qol
demama daqqa”, que Francisco glosa en su homilía en Santa Marta, cf. Osservatore
Romano, 13 de diciembre de 2013, p. 8.
[15] Beata Teresa de Calcuta, Entrevista concedida
en 1987 al periodista R. Farina, y publicada en el seminario italiano Il
Sabato, cit. en J.L. Illanes, Tratado de Teología espiritual, EUNSA,
Pamplona 2007, p. 394-395.
[16] Francisco, Mensaje para la celebración de la
XLVII Jornada Mundial de la Paz (1 de enero de 2014), 8 de diciembre de 2013,
10.
[18] Cf. Pseudo-Dionisio, De divinis nominibus,
c. I, n. 11, cit. en Fernando Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo,
Rialp, Madrid 2013, p. 70.
[21] Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa,
Rialp, Madrid3, p. 70; cf. también p. 25, 106, 186. Cf. Ordenación general
del Misal Romano, 45, 55-56. Cf. Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum
Domini, 66.
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