Hace poco, platicando con un
buen amigo en una comida, me decía que a él lo que más le impresiona de la
Iglesia es que “nada ha durado tanto tiempo”. Tiene razón. Hasta el Imperio
Romano ha caído y la fe continúa. ¿Acaso esto no evoca al Espíritu Santo?
Suponiendo, sin conceder, que yo fuera ateo, creo que algo que me
cuestionaría profundamente sería justamente el punto que estamos tratando,
pues ¿cómo es posible que siga en pie una institución milenariamente
perseguida si no es por la acción de Dios? Como decía él, “algo tiene que
haber”. Sin duda, “lo que hay”, es el Espíritu Santo, quien hace las veces de
un anticorrosivo, porque ni siquiera el salitre de los pecados internos puede
con ella. La Iglesia, comunidad sacerdotal; es decir, vinculada por el
bautismo, sigue hacia adelante en medio de los mares turbulentos de la
historia con una palabra positiva, capaz de incidir más allá de lo aparente y
superficial.
Las personas que están pensando abandonar la Iglesia Católica para irse a una secta u otro tipo de comunidad, deberían detenerse en esto. La sucesión ininterrumpida de papas, constituye una prueba fundamental que no sería inteligente ignorar. Desde Pedro a Francisco, se trata de la misma Iglesia. Su resistencia, no obstante los problemas, llama la atención y redirige la mirada hacia Dios, quien interviene en favor del ser humano y por eso ha querido constituir un medio para ayudarnos en el camino y así alcanzar la vida eterna, lo definitivo, aquello que es la base de la felicidad. Siempre que se ha dado una crisis interna o externa, aparece una generación de hombres y mujeres decididos, convencidos sobre la importancia de ser coherentes. Son los santos, aquellos a los que el papa Benedicto XVI, llamó “verdaderos reformadores de la Iglesia”. De ahí que no pierda su “chispa”. Ante el deterioro de la vida contemplativa, aparece una Santa Teresa de Jesús, frente a la amenaza del comunismo, surge un San Juan Pablo II, y así sucesivamente. Cada época, tiene su generación de santos, de personas atraídas por el Espíritu Santo. Por eso la Iglesia sigue viva, libre de la extinción, aunque a momentos parezca un naufragio seguro. Ha resurgido incontables veces de las cenizas y ¡aquí estamos! De ahí que la permanencia de la fe en la historia sea una prueba elocuente de la existencia de Dios, quien nos fue dado a conocer en Cristo. |
Carlos J.
Díaz Rodríguez
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