lunes, 17 de agosto de 2015

NO BANALICEMOS LA MISERICORDIA


La misericordia indiferente, que no nos enfrenta a la verdad de nuestra vida, no es misericordia

Por: Guillermo Juan Morado | Fuente: infocatolica.com

La misericordia es una característica de Dios, muy ligada a uno de los principales atributos divinos: la omnipotencia. Por su misericordia infinita, Dios muestra su poder “en el más alto grado perdonando libremente los pecados” (Catecismo, 270).

Estamos acercándonos a algo muy serio, entrando, por decirlo así, en terreno sagrado: En el ser de Dios y en su actuar. Yo no creo que Dios sea, como se suele decir, el “Totalmente Otro”. Pero sí estoy convencido de su santidad, de su divinidad.

¿Cómo sabemos que Dios es misericordioso? Lo sabemos, en última instancia, gracias a Jesús, que es el revelador y la revelación del Padre. Jesús, el Verbo encarnado, expresa en lenguaje humano el ser de Dios. Y no se cansa de manifestar su infinita compasión.

Como enseñaba San Juan Pablo II: “en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia »” (Dives in misericordia, 2).

Si nosotros hemos de ser misericordiosos es porque Dios lo es. La motivación es claramente teologal. Y esta motivación obliga a no frivolizar, a no banalizar, a no convertir en insustancial lo que no puede serlo bajo ningún concepto.

La peor trivialización de la misericordia sería, a mi modo de ver, equipararla a una especie de indiferencia, en la que todo vale. Si todo vale es que nada vale. Esta banalización se llama relativismo.

En la Bula del Jubileo de la Misericordia, Misericordiae vultus, el papa Francisco previene contra esa trivialización. Y lo hace, si mi lectura es adecuada, al menos en dos momentos. En primer lugar, citando unas palabras del beato Pablo VI pronunciadas en la clausura del concilio Vaticano II: “Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, solo invitación, respeto y amor” (cf Misericordiae vultus, 4). O sea, respeto a las personas pero reprobación de los errores.

Y hay otro pasaje, extremadamente claro, en el que el papa Francisco se dirige directamente “a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida” (Misericordiae vultus, 19). O sea, el Papa juzga que hay personas que, por su conducta, están lejanas de la gracia de Dios. Y pone algunos ejemplos: “los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que este sea”.

La misericordia indiferente, la misericordia que no llama a la conversión, que no nos enfrenta a la verdad de nuestra vida, no es misericordia. Y no lo es porque el amor no es así – ni siquiera el nuestro, cuánto más el de Dios - . El amor busca el bien del otro, no la complicidad a cualquier precio.

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