En el corazón del mes de agosto,
en el que la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, celebra la solemnidad
de la Asunción de María santísima al cielo, una de las fiestas más importantes
dedicadas a la Madre de Cristo, el PAPA
FRANCISCO introdujo el rezo del Ángelus recordando con el Magníficat la
alegría de María, cuya grandeza es la fe.
Ella «sabe y lo dice» que «en la
historia pesa la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la
arrogancia de los soberbios».
Sin embargo, «MARÍA CREE Y PROCLAMA QUE DIOS NO DEJA SOLOS
A SUS HIJOS, HUMILDES Y POBRES, sino que los socorre con misericordiosa
premura, derribando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos
en los entramados de su corazón», hizo hincapié el Obispo de Roma, para luego
reiterar que:
María cree y proclama las grandes
obras de Dios: por medio de ella llega a su cumplimiento toda la esperanza de
su pueblo.
El Papa destacó que las grandes
cosas que el Todopoderoso hizo en María NOS
HABLAN DE NUESTRO VIAJE EN LA VIDA, NOS RECUERDAN LA META QUE NOS ESPERA.
Nuestra vida, vista a la luz de la Asunción de la Virgen, no es un vagabundear
sin sentido, es una peregrinación, que a pesar de las incertidumbres y
sufrimientos nos lleva a nuestro Padre, que nos espera con amor.
TEXTO Y
AUDIO COMPLETO DEL ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas,
buenos días y ¡buena fiesta de la Virgen!
Hoy la Iglesia celebra una de las
fiestas más importantes dedicadas a la Santísima Virgen María: la fiesta de su
Asunción. Al final de su vida terrena, la Madre de Cristo subió en cuerpo y
alma al Cielo, es decir, en la gloria de la vida eterna, en plena comunión con
Dios.
El Evangelio de hoy (Lc 1,39-56)
nos presenta a María, que, inmediatamente después de haber concebido a Jesús
por obra del Espíritu Santo, se dirige a ver a su anciana pariente Isabel,
también ella milagrosamente a la espera de un hijo. En este encuentro lleno del
Espíritu Santo, María expresa su alegría con el cántico del Magnificat, porque
ha tomado plena conciencia de las grandes cosas que están ocurriendo en su
vida: a través de ella se llega al cumplimiento de toda la espera de su pueblo.
Pero el Evangelio también nos
muestra cual es el motivo más verdadero de la grandeza de María y de su
beatitud: el motivo es la fe. De hecho Isabel la saluda con estas palabras:
«Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte
del Señor». (Lc 1:45). La fe es el corazón de toda la historia de María; ella
es la creyente, la gran creyente; ella sabe - y así lo dice - que en la
historia pesa la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la
arrogancia de los soberbios. Sin embargo, María cree y proclama que Dios no
deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con
misericordia, con premura, derribando a los poderosos de sus tronos,
dispersando a los orgullosos en las tramas de sus corazones. Y ésta es la fe de
nuestra Madre, ¡esta es la fe de María!
El Cántico de la Virgen también
nos permite intuir el sentido cumplido de la vivencia de María: si la misericordia
del Señor es el motor de la historia, entonces no podía «conocer la corrupción
del sepulcro aquella que, de un modo inefable, dio vida en su seno y carne de
su carne al autor de toda vida» (Prefacio). Todo esto no tiene que ver sólo con
María. Las “grandes cosas” hechas en ella por el Omnipotente nos tocan
profundamente, nos hablan de nuestro viaje por la vida, nos recuerdan la meta
que nos espera: la casa del Padre. Nuestra vida, vista a la luz de María asunta
al Cielo, no es un deambular sin rumbo, sino una peregrinación que, aún con
todas sus incertidumbres y sufrimientos, tiene una meta segura: la casa de
nuestro Padre, que nos espera con amor. Es bello pensar en esto: que nosotros
tenemos un Padre que nos espera con amor y que nuestra Madre María también está
allá arriba, y nos espera con amor.
Mientras tanto, mientras
transcurre la vida, Dios hace resplandecer «para su pueblo, todavía peregrino
sobre la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza». Aquel signo tiene
un rostro, aquel signo tiene un nombre: el rostro radiante de la Madre del
Señor, el nombre bendito de María, la llena de gracia, bendita porque ella
creyó en la palabra del Señor. ¡La gran creyente! Como miembros de la Iglesia,
estamos destinados a compartir la gloria de nuestra Madre, porque, gracias a
Dios, también nosotros creemos en el sacrificio de Cristo en la cruz y,
mediante el Bautismo, somos insertados en este misterio de salvación.
Hoy todos
juntos le rezamos para que, mientras se desanuda nuestro camino sobre esta
tierra, ella vuelva sobre nosotros sus ojos misericordiosos, nos despeje el
camino, nos indique la meta, y nos muestre después de este exilio a Jesús,
fruto bendito de su vientre. Y decimos juntos: ¡Oh clemente, oh piadosa, oh
dulce Virgen María!
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