lunes, 19 de enero de 2015

LA EXPERIENCIA DE AMOR DE LOS SANTOS


Todos y cada uno de los santos, en su diversidad complementaria, en su armonía distinta, fruto de la gracia, tienen algo en común, lo fundamental: la experiencia de un amor mayor.

¿AMOR HUMANO, SENTIMIENTO DE AFECTO?

Sí, pero no solo, ni mucho menos.

Es la experiencia de un Amor mayor, el de caridad, que proviene de Dios, por el cual se supieron amados por Dios de manera incondicional, fiel, intensa, perseverante.

El Amor de Dios -Ágape, Caridad- llenó y colmó sus vidas y con ese Amor de Dios se amaron a sí mismos humildemente, y pudieron amar dándose, donándose al otro, sin reservarse nada, sin egoísmo ni egocentrismo de ningún género.

Son los santos los que supieron amar porque antes percibieron ese Amor fundamental y fontal.

SON LOS SANTOS LOS TESTIGOS DEL AMOR DE DIOS.

Uno de los más grandes teólogos del siglo XX, al que alguna vez le dedicaremos una entrada exclusiva en este blog-catequesis, Von Balthasar, establece así la relación de los santos con el amor:

"Sus sacramentos son las articulaciones inmediatas del amor del esposo a la esposa; el destinatario de ese amor es cada uno de los fieles particulares en la inmediatez de la comunidad; el diácono o el fiel (en el caso del matrimonio) desempeña el papel de mediación en el ámbito social, pero a la vez y como ya hemos dicho, también de representación de la majestad supra-individual y autoritaria y de la validez (justificada) normativa del amor de Dios. Corresponde a la esencia de la Iglesia el que no sólo se presente como medida canónica la relación normativa esposo-esposa en el plano de la ausencia de mancha (correspondiente a la eclesiología y la mariología: Ef 5,27), sino que se presenten también como tales todas aquellas aproximaciones que, por su vida de fe humana en el amor eclesial, merecen ser elevadas a cánones (canonizados).

Estas vidas de amor no sólo son "imagen moral" para las acciones del creyente, sino que además -puesto que se han entregado a un fructífero amor salvífico- son también intercesoras y cooperadoras; si bien desde su elevado puesto sólo hacen referencia a la total y recíproca integración de todas las acciones de todos aquellos que viven el amor, y cuyas existencias y actividades están recíprocamente abiertas y se apoyan hacia el infinito (comunión de los santos). Desde este punto de vista, cada encuentro cristiano es un suceso dentro de esa comunidad, y siempre lleva en sí el encargo (missio) verdadero, tanto de Cristo como de la Iglesia, de superar la situación como representante de todos y de la idea total del amor.

Este es el imperativo categórico del cristiano, en virtud del cual el amor absoluto, superando como "deber" toda "inclinación" individual, se polariza en torno a sí mismo con la inflexibilidad de la cruz de Jesucristo y con la incandescencia de su amor, que incendia la historia del mundo...

Del hálito de este imperativo categórico han experimentado algo los "santos", como lo atestiguan sus vidas y sus obras. Ellos hacen creíble la fe cristiana, y han servido como estrellas de referencia al amor de Dios; teniendo en cuenta que si se acudiese a un expediente de referencia entre el amor absoluto y el de los santos, a fin de poner en claro alguna identidad -en una teología pietista o mística, o espiritual o joanista (Francisco como "otro Cristo", el sacerdote como "otro Cristo", etc)- dejaría de hacerse creíble el amor de la revelación bíblica.

Entonces quedaría amenazado lo específicamente cristiano, o se difuminaría frente a lo antropológico en general. Entonces el amor de los "santos" sería como un manto dorado para cubrir su "personalidad religiosa" carente de apetencias. Entonces, aunque de modo oculto, buscan su propia gloria y vienen en nombre propio (Jn 5,41). Entonces aparecería dorado "lo eterno en el hombre" (Scheler), lo cual, por lo demás, está siempre listo para aparecer en el "hombre eterno" (como dice el Scheler de la última época). Los verdaderos santos no quieren más que la mayor gloria del amor de Dios, que es la condición de posibilidad de sus hechos; y se les podría contradecir públicamente, si se pudieran interpretar esos hechos como encaminados a la propia gloria.

Y la razón es que los santos se fundamentan y están ocultos en Dios. Su plenitud se desarrolla no en medio de sí mismos sino en medio de Dios, del que es gracia incomprensible el que su criatura tanto más hace en y para sí, cuanto más hace en y para Dios; paradoja ésta que sólo puede entenderse si se comprende, por medio de la autodonación divina, que él es el amor, igualmente celoso y humilde para centrarlo todo alrededor de sí o para diseminarse universalmente.

En los santos, como hombres que intentan referirlo todo únicamente al amor de Cristo, se encuentra -según el mismo Cristo- la debilidad de su postura. Aparece claro lo que es "propiamente" la Iglesia, es decir, lo que constituye su peculiaridad a la vez que la oscurece ante los pecadores (como hombres que no han creído realmente en el amor de Dios) y la convierte en un acertijo superfluo que, con razón, puede calificarse de contradicción y blasfemia (Rm 3,24). La apologética de Cristo, en cambio, compendia ambos extremos: "Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En eso conocerán todos que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros" (Jn 13,34-35)"

(Balthasar, H. U., Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 1990 (3ª), 109-113).

Javier Sánchez Martínez

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