Todos y cada uno de los santos,
en su diversidad complementaria, en su armonía distinta, fruto de la gracia,
tienen algo en común, lo fundamental: la experiencia de un amor mayor.
¿AMOR HUMANO, SENTIMIENTO DE
AFECTO?
Sí, pero no solo, ni mucho menos.
Es la experiencia de un Amor
mayor, el de caridad, que proviene de Dios, por el cual se supieron amados por
Dios de manera incondicional, fiel, intensa, perseverante.
El Amor de Dios -Ágape, Caridad-
llenó y colmó sus vidas y con ese Amor de Dios se amaron a sí mismos
humildemente, y pudieron amar dándose, donándose al otro, sin reservarse nada,
sin egoísmo ni egocentrismo de ningún género.
Son los santos los que supieron
amar porque antes percibieron ese Amor fundamental y fontal.
SON LOS SANTOS LOS TESTIGOS DEL
AMOR DE DIOS.
Uno de los más grandes teólogos
del siglo XX, al que alguna vez le dedicaremos una entrada exclusiva en este
blog-catequesis, Von Balthasar, establece así la relación de los santos con el
amor:
"Sus sacramentos son las
articulaciones inmediatas del amor del esposo a la esposa; el destinatario de
ese amor es cada uno de los fieles particulares en la inmediatez de la
comunidad; el diácono o el fiel (en el caso del matrimonio) desempeña el papel
de mediación en el ámbito social, pero a la vez y como ya hemos dicho, también
de representación de la majestad supra-individual y autoritaria y de la validez
(justificada) normativa del amor de Dios. Corresponde a la esencia de la
Iglesia el que no sólo se presente como medida canónica la relación normativa
esposo-esposa en el plano de la ausencia de mancha (correspondiente a la
eclesiología y la mariología: Ef 5,27), sino que se presenten también como
tales todas aquellas aproximaciones que, por su vida de fe humana en el amor eclesial, merecen ser elevadas a cánones
(canonizados).
Estas vidas de amor no sólo son "imagen moral"
para las acciones del creyente, sino que además -puesto que se han entregado a
un fructífero amor salvífico- son también
intercesoras y cooperadoras; si bien desde su elevado puesto sólo hacen
referencia a la total y recíproca integración de todas las acciones de todos
aquellos que viven el amor, y cuyas existencias y actividades están recíprocamente abiertas y se apoyan
hacia el infinito (comunión de los santos). Desde este punto de vista,
cada encuentro cristiano es un suceso dentro de esa comunidad, y siempre lleva
en sí el encargo (missio) verdadero, tanto de Cristo como de la Iglesia,
de superar la situación como
representante de todos y de la idea total del amor.
Este es el imperativo categórico
del cristiano, en virtud del cual el amor absoluto, superando como
"deber" toda "inclinación" individual, se polariza en torno
a sí mismo con la inflexibilidad de la cruz de Jesucristo y con la
incandescencia de su amor, que incendia la historia del mundo...
Del hálito de este imperativo
categórico han experimentado algo los "santos", como lo
atestiguan sus vidas y sus obras. Ellos
hacen creíble la fe cristiana, y han servido como estrellas de referencia al
amor de Dios; teniendo en cuenta que si se acudiese a un expediente de referencia
entre el amor absoluto y el de los santos, a fin de poner en claro alguna
identidad -en una teología pietista o mística, o espiritual o joanista
(Francisco como "otro Cristo", el sacerdote como "otro
Cristo", etc)- dejaría de hacerse creíble el amor de la revelación
bíblica.
Entonces quedaría amenazado lo
específicamente cristiano, o se difuminaría frente a lo antropológico en
general. Entonces el amor de los "santos" sería como un manto dorado
para cubrir su "personalidad religiosa" carente de apetencias.
Entonces, aunque de modo oculto, buscan su propia gloria y vienen en nombre
propio (Jn 5,41). Entonces aparecería dorado "lo eterno en el hombre"
(Scheler), lo cual, por lo demás, está siempre listo para aparecer en el
"hombre eterno" (como dice el Scheler de la última época). Los verdaderos santos no quieren más que la
mayor gloria del amor de Dios, que es la condición de posibilidad de sus hechos;
y se les podría contradecir públicamente, si se pudieran interpretar esos
hechos como encaminados a la propia gloria.
Y la razón es que los santos se fundamentan y están ocultos en
Dios. Su plenitud se desarrolla no en medio de sí mismos sino en medio de Dios,
del que es gracia incomprensible el que su criatura tanto más hace en y para
sí, cuanto más hace en y para Dios; paradoja ésta que sólo puede entenderse si
se comprende, por medio de la autodonación divina, que él es el amor,
igualmente celoso y humilde para centrarlo todo alrededor de sí o para
diseminarse universalmente.
En los santos, como hombres que
intentan referirlo todo únicamente al amor de Cristo, se encuentra -según el
mismo Cristo- la debilidad de su postura. Aparece claro lo que es
"propiamente" la Iglesia, es decir, lo que constituye su peculiaridad
a la vez que la oscurece ante los pecadores (como hombres que no han creído
realmente en el amor de Dios) y la convierte en un acertijo superfluo que, con
razón, puede calificarse de contradicción y blasfemia (Rm 3,24). La apologética
de Cristo, en cambio, compendia ambos extremos: "Como yo os he amado,
amaos también unos a otros. En eso conocerán todos que sois mis discípulos: en
que os tengáis amor unos a otros" (Jn 13,34-35)"
(Balthasar,
H. U., Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 1990 (3ª),
109-113).
Javier
Sánchez Martínez
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