Hay hoteles de ciudad modestos y limpios.
Algunos no tienen restaurante. Pero es raro que no tengan bar. Lo sorprendente
de mi hotel es que el bar dispone de un pianista que toca con alguna maestría.
Las teclas suenan mejor cuando apura el pianista su copa de whisky con agua. No
se habla con los pianistas de los bares, sobre todo si no hay confianza. Si lo
haces, te miran raro. Acabo de pedirle la melodía de “Solo ante el peligro” y
no me ha mirado raro.
-Me gusta Gary Cooper –suspira-.
Se parecía a mi tío Miguel. Un tipo que solo hablaba con su propio cigarrillo.
¿Fuma usted?
-Pues sí.
-Yo, también. Ahora no dejan
fumar en los garitos. Un garito sin humo es como una mujer desnuda: no tiene
ningún interés… I only know I must be brave… -canturrea- ¿Se la sabe?
-No.
-Bueno, la tocaré de todos modos.
Me gusta Gary Cooper.
Regreso a mi silla. En la mesa de
la izquierda hay dos elementos que conozco, creo. Sí, son ellos. El calvo con
perilla y el viejo canoso como James Stewart.
-¿Ustedes?
-Nosotros, joven. Veo que empieza
a ver la realidad. Ahora no hace falta que escriba sobre sus recuerdos ni sobre
nuestras vidas. Escribirá lo que va a oír. Y después volveremos al lugar del
descanso, con el hombre de Galilea, ya sabe.
-Sí.
-Escriba, pues. Escriba –dice el
calvo mientras sorbe despacio un poco de coñac- que esta generación perversa se
empeña en enfadarse con lo efímero. Se empeña en poner el grito en el cielo
porque Mammón no les hace ricos, porque los esbirros de Mammón oprimen a
pueblos y gentes, y no piensan en los pueblos ni en las gentes, sino en que el
ídolo no les ha favorecido. Gritan y acusan a los gobernantes y a los
poderosos: esos agentes del Mal, dicen. ¡Hipócritas! Más les valdría que se
acusaran ellos mismos porque están, estáis, llenos de rapiña y de vicio y
juzgáis lo de fuera sin limpiar lo de dentro. Esta generación adúltera se
atreve incluso con mis ministros y mis siervos y con el siervo de todos mis
siervos y están ellos llenos de pecados monstruosos. Los cometen y los
justifican. Los cometen y quieren que los justifique la Misericordia del Verbo.
Los cometen y los ocultan y creen que nos engañan. No ven –ciegos y guías de
ciegos- al vecino arruinado, al drogadicto, al adúltero, al borracho, al que
busca y no encuentra, al perdido. No se ven a sí mismos y pretenden cambiar el
mundo. Miserables hipócritas ciegos de vigas en sus ojos. No se convierten y
pretenden convertir. Ya no necesito más palabras, ni más discursos, ni más
artículos de opinión, ni más fariseos en el Templo.
-Mi amigo quiere decir que
ustedes aniquilan al niño que llevan dentro. Lo ahogan con los ídolos que se
fabrican. El peor es su “yo”. –El viejo canoso me mira a los ojos-. El Señor
tiene que destruir sus ídolos.
-Es por su bien –apostilla el
calvo-. Nos vamos. Tenga, le devuelvo este “Detente”. La prostituta a la que
usted se lo regaló ya está en el Corazón de Jesús. Ya no lo necesita.
-Pero, ¿cómo es posible…?
-Las prostitutas os precederán en
el Reino de los Cielos. Vaya con Dios, joven.
Y se fueron. Jinetes fantasmas en
el cielo. Sí, eso estaba tocando el pianista.
-Esos dos tipos dan un poco de
miedo –dije.
-¿Qué tipos? Pensaba que usted
hablaba solo. Si tiene que trabajar mañana, retírese. O no. Ahora llegarán unas
señoritas -me guiñó un ojo el pianista.
-¿Sabe una cosa? Un publicitario francés,
para ocultar su condición de publicitario, dijo que si su madre preguntaba cómo
se ganaba la vida, respondieran que era pianista en un burdel.
-¿Usted se dedica a la publicidad?
-Creo que sí. O tal vez soy el
pianista del burdel. Así estoy cerca de las que van al Cielo.
-¿Cómo dice?
-Oh,
nada, nada. En serio, ¿no ha visto a aquellos dos tipos?
Paco
Segarra
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