viernes, 30 de enero de 2015

SALTAR EL MALDITO FOSO


La pretensión de la Iglesia de comunicar a Jesús vivo sólo puede verificarse en un encuentro en el presente, pero esa verificación hace las cuentas con toda la historia cristiana.

He escuchado decir a un amigo que el modo en que cada uno afronta su relación existencial con la Iglesia desvela la posición con la que afronta la vida y el mundo. Y esto vale para quien adopta la posición del crítico mordaz como para quien se arroga abusivamente la definición de la verdad católica. Por eso me atraen figuras de hombres y mujeres para las que su camino, hacia la Iglesia y en la Iglesia, ha implicado una gran lealtad e incluso un elevado coste personal. Es el caso del beato John Henry Newman, del que tantas veces he hablado, pero también de otro gran teólogo, menos conocido, procedente del protestantismo alemán. Me refiero a Erik Peterson.

No pretendo aquí entrar en el mérito de la teología de Peterson, asunto para el que no estoy en absoluto cualificado, sino asomarme a la aventura del hombre de fe, del que todos podemos aprender tantas cosas.

Peterson nació en 1890 en Hamburgo, una ciudad de ambiente cultural profundamente protestante, aunque su familia no se caracterizaba por una especial sensibilidad religiosa. Aun así, su pasión juvenil por la literatura y la historia le acercó desde esas disciplinas a los contenidos de la fe, en una época dominada en el campo protestante por la teología liberal. El joven Peterson no se conformó con una aproximación meramente intelectual y pronto quedó cautivado por la potencia religiosa del Evangelio, escapando a las abstracciones de muchos de sus maestros. Aunque le interesaba profundamente el estudio de la historia cristiana, pronto entendió que “cuando permanecemos solos con la historia humana, nos encontramos ante un enigma sin sentido”. En el mundo de la teología evangélica, en el que lógicamente se movía, encontraba difícil abrirse camino en medio de una selva de opiniones e interpretaciones que al final le dejaban perplejo, sin permitirle alcanzar una verdadera certeza sobre Jesús.

Se asoma así al dilema formulado por el filósofo Lessing, que se lamentaba del “maldito foso” que separa al Jesús de los evangelios de nuestro presente. Peterson empieza a comprender que existe otro factor absolutamente necesario para el recorrido que se ha propuesto, y ese factor es la Iglesia. De hecho la Iglesia salva el maldito foso, ya que existe en el tiempo de la historia y prolonga en ella (de manera absolutamente real, esa es su dramática pretensión) la presencia del Resucitado. Y así llega a la conclusión de que la Sagrada Escritura se hace vinculante para cada creyente en la interpretación de la Tradición apostólica, que a su vez se concreta en la Sucesión apostólica. Es así como la Iglesia mantiene a la Escritura en un actualidad viva, más aún, contemporánea de cada uno de nosotros. Peterson descubre también el significado profundo de la liturgia, en cuyos gestos la Iglesia terrestre se une realmente a la asamblea celestial de los santos, que dan esperanza a los que todavía estamos en camino hacia el cumplimiento definitivo. Pensemos en la apertura y el cambio de perspectiva que hubo de suponer toda esta visión para un hombre forjado en la comunidad luterana, comunidad, por cierto, a la que siempre se sintió vinculado y agradecido, incluso después de entrar en la Iglesia católica.

Joseph Ratzinger, compatriota y colega de nuestro protagonista, nos ha dejado una conmovedora confesión sobre lo que sintió al leer por primera vez los Tratados teológicos de Peterson: “me dejé verdaderamente apasionar por este libro, porque allí estaba la teología que buscaba, una teología que emplea toda la seriedad histórica para comprender y estudiar los textos, analizándolos con toda la seriedad de la investigación histórica, y que no les deja quedarse en el pasado, sino que, en su investigación, participa en la autosuperación de la letra y se deja conducir por ella, y así entra en contacto con Aquel del que proviene la propia teología: con el Dios vivo”.

Así se supera el hiato entre pasado y presente, explica el Papa Benedicto; se salva, podríamos decir, el maldito foso que atormentaba a Lessing y que tanto se refleja en la cultura contemporánea, haciendo fantasmagórica la relación de tantos hombres con el cristianismo. La pretensión de la Iglesia de comunicar a Jesús vivo sólo puede verificarse en un encuentro en el presente, pero esa verificación hace las cuentas con toda la historia cristiana.

Peterson dejó atrás su país (se mudó a Roma), abandonó la confortabilidad de su ambiente social y la seguridad de su cátedra, y arrostró la incomprensión de unos y el recelo de otros. En cierto modo aceptó ser un extranjero, con toda la precariedad que eso conlleva, pero mostrando que, en el fondo, la fe es nuestra única seguridad, y esa fe para no ser ilusoria (acaba de recordarlo fuertemente el Papa Francisco) tiene que ser vivida en el hogar materno de la Iglesia, incluso cuando pueda parecer (como le sucedió a Peterson) que no nos abre sus estancias más cálidas.

Con su inmensa delicadeza, Benedicto XVI reconocía un rasgo precioso de este camino de su colega Peterson en el hecho de su matrimonio: “aunque no podía disponer de un sueldo fijo, se casó aquí en Roma y constituyó una familia, y de esta forma ha expresado su convicción profunda de que cada uno de nosotros, aunque seamos extranjeros, encontramos un apoyo en la comunión del amor, y que en el amor mismo, hay ya algo que dura para la eternidad”. Y este amor vivido en la historia, tan concreto, aunque va más allá de la carne y de la sangre, se llama precisamente Iglesia.

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