Presentamos los textos escritos por el P. Ricardo Sada y por Mons. Alfonso Monroy, sobre cada uno de los Sacramentos: los signos actuales de la Gracia que Dios nos comunica.
1.1 NATURALEZA DE LOS SACRAMENTOS
1.1.1 Noción de los sacramentos
A. DEFINICIÓN NOMINAL
La
palabra latina "sacramentum" significa etimológicamente algo que
santifica (res sacrans), y equivale en griego a la voz "misterio"
(musthrion: casa sacra, oculta o secreta).
Del
significado nominal se ve claro que el sentido de la palabra es muy amplio:
significa cualquier cosa sagrada o religiosa. En esta concepción amplia reciben
el nombre de sacramento también las realidades sagradas del Antiguo Testamento,
es decir, anteriores a la venida de Cristo (p. ej., el Cordero Pascual, los
sacrificios, la circuncisión, etc.). Sin embargo, es importante tener claro que
estas realidades difieren esencialmente de los sacramentos de la Nueva Ley,
porque no producían la gracia, sino sólo figuraban la que había de venir por la
Pasión de Cristo.
En este
sentido amplio, la palabra sacramento se puede aplicar también a la misma
Iglesia, como lo enseña el Concilio Vaticano II: La Iglesia es un Cristo como
un sacramento; o sea, signo e instrumento de la unión con Dios, y de la unidad
de todo el género humano (Const. Lumen gentium, n. 1).
B. DEFINICIÓN REAL
Como ya
dijimos, el misterio de Cristo se continúa en la Iglesia, que goza siempre de
su presencia y lo sirve, especialmente a través de aquellos signos instituidos
por El mismo, que significan y producen el don de la gracia, y son designados
con el nombre de sacramentos. El Catecismo de la Iglesia Católica1 ofrece la
siguiente definición: Los sacramentos son signos eficaces de la gracia,
instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada
la vida divina (n. 1131).
O, en
definición equivalente del Catecismo Romano (parte II, cap. I, n. 11), una cosa
sensible que por institución divina tiene la virtud tanto de significar como de
conferir la gracia santificante.
LA NOCIÓN DE SACRAMENTO INCLUYE
LOS SIGUIENTES ELEMENTOS:
1) que es
una "cosa sensible", es decir, algo que el hombre es capaz de
percibir por los sentidos corporales (el agua en el bautismo, el pan y el vino
en la Eucaristía, etc.);
2) esa
cosa sensible es, además, "signo" de otra realidad (la
"gracia" o "vida divina");
3) que
haya sido instituido por Jesucristo durante su vida terrena;
4) que
tenga eficacia sobrenatural para producir la gracia en el alma del que lo
recibe. No sólo significa la gracia sino sobre todo la produce de hecho;
5) como
los sacramentos han sido confiados a la Iglesia, se dice que "los
sacramentos son de la Iglesia" (Catecismo, n. 1118). Esto tiene un doble
sentido: existen "por ella" y "para ella". Existen
"por la Iglesia" porque ella es el sacramento de la acción de Cristo
que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen "para
la Iglesia" porque ellos son "sacramentos que constituyen la
Iglesia" (Catecismo, n. 1118).
1.1.2 LOS ELEMENTOS DEL SIGNO
SACRAMENTAL
Ciertamente,
el Señor podía habernos comunicado la gracia directamente, sin necesidad de
recurrir a ningún elemento sensible. A veces lo hace así, y envía su gracia
invisible como una ayuda real, sin mediar elemento externo alguno.
Sin
embargo Dios, creador de la naturaleza humana, ha querido acomodarse a ella al
darnos su gracia. Jesús, p. ej., realizaba de ordinario los milagros sirviéndose
de algunos elementos materiales, o de algunos gestos y palabras: tocó con su
mano al leproso y le dijo: quiero, queda limpio… (Mt. 8, 3); untó con barro los
ojos del ciego de nacimiento; éste se lavó después y recuperó la vista (Jn. 9,
6-7); diciendo esto, sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo… (Jn. 20, 22).
Del mismo
modo, quiso Jesús en los sacramentos unir su gracia a signos externos en los que
se encarna, se materializa, la acción invisible del Espíritu Santo. La
pedagogía divina ha querido comunicar al hombre la gracia sobrenatural a través
de las mismas realidades materiales que usamos en nuestra vida ordinaria,
dándoles una significación m s alta y una eficacia que de suyo no tiene ni
pueden tener.
No
eligió, sin embargo, una realidad material cualquiera, sino aquella que ya en
el plano natural sirve para un fin similar al que Dios quiere producir
sobrenaturalmente: el agua, para lavar; el aceite, para fortificar el cuerpo;
el pan, para alimentar, etc. Luego determinó que, mediante unas palabras
pronunciadas con su autoridad, estas realidades materiales significaran y
causaran un efecto santificador: el agua lava la mancha del pecado en el alma.
El
elemento material se llama materia del sacramento, y las palabras que lo
completan y dan su eficacia a la materia se denomina forma. Cuando la forma es
pronunciada por el ministro con la intención de hacer lo que hace la Iglesia,
Dios confiere su gracia a través del sacramento, que es el instrumento del que
se sirve para santificarnos. Tenemos ahí el signo externo de la gracia (materia
y forma) y la gracia conferida.
El signo
sensible lo componen conjuntamente la materia y la forma, y es a lo que la
Iglesia da el nombre de sacramento.
La
materia y la forma constituyen la esencia del sacramento y no pueden variarse o
modificarse, pues fueron determinadas por institución divina. La Iglesia, al
establecer modificaciones en los ritos, jamás varía esta parte esencial, sino
que sólo regula las ceremonias litúrgicas alrededor de los dos elementos
constitutivos de cada sacramento.
La
Sagrada Escritura hace resaltar esos dos elementos esenciales (cfr. Ef. 5, 26;
Mt. 26, 26 ss.; 28, 19; Hechos 6, 6; 8, 15; Sant. 5, 14, etc.). Del mismo modo,
la Tradición da testimonio de que los sacramentos se administraron siempre por
medio de una acción sensible y de unas palabras que acompañan a la ceremonia.
Por ejemplo, dice San Agustín refiriéndose al bautismo: Si quitas las palabras,
¿qué es entonces el agua, sin agua? Si al elemento se añaden las palabras,
entonces se origina el sacramento (In Io. tr. 80, 3; cfr. S. Th. III, q. 60, a.
6).
Hemos
dicho que esa realidad sensible tiene una característica: es un signo de otra
realidad, significa algo ulterior, en este caso, algo sagrado.
Pero,
¿qué clase de signos son los sacramentos? Un ejemplo puede servirnos: el
abanderado avanza, con la bandera en alto, y los demás la saludan con gesto
enérgico, porque en el l baro está significada la patria; pero la bandera, es
obvio para todos, no es la patria. De igual modo, cuando el artista dibuja un
anagrama de Cristo, comprendemos muy bien que ahí no está Dios.
El
sacramento es también un símbolo, un signo, puesto que representa sensiblemente
una realidad misteriosa; pero es un símbolo de otro orden. Instituido por
Cristo, tiene la tremenda fuerza de contener realmente lo que significa: así,
siguiendo con el mismo ejemplo, el bautismo no sólo simboliza la purificación y
la limpieza interiores, sino que efectivamente la produce. Por eso Santo Tom s
dice que el sacramento es un signo que produce lo que significa.
Como si
la bandera contuviera a la patria, o en el anagrama de Cristo estuviera el
mismo Señor presente.
Los
sacramentos de la Nueva Ley, pues, no sólo significan la gracia, sino sobre
todo la producen de hecho en las almas. No son signos convencionales o
ineficaces, sino que verdaderamente obran siempre aquello que significan de un
modo infalible, en aquel que los recibe con las debidas disposiciones. Esta
idea se expresa diciendo que obran ex opere operato (por la obra realizada),
con independencia de las personas y en dependencia absoluta de la voluntad
divina que los ha instituido. Este es el cuarto aspecto de la noción del
sacramento mencionado arriba, esencial para la comprensión del mismo, y sobre
el que volveremos en el inciso 1.2.3.
1.1.3 NECESIDAD DE LOS
SACRAMENTOS
SE
PLANTEA AHORA UNA DOBLE CUESTIÓN:
a) si la
gracia ha de llegar al hombre necesariamente a través de los sacramentos;
b) si es
necesario al hombre recibirlos para conseguir la salvación.
Sobre el
primer punto, hay que decir que es posible que la gracia llegue al hombre también
de otros modos:
Dios
puede comunicarla sin los sacramentos, de manera puramente espiritual. Por eso,
no existía en El la ineludible necesidad de instituirlos ya que, como señala
Santo Tom s (S. Th. III, q. 76, a. 6, ad. 1), "virtus divina non est
alligata sacramentis" (el poder de Dios no est ligado a los sacramentos).
Sin embargo, considerando la naturaleza a la vez material y espiritual del
hombre, tal institución era muy conveniente: así se nos hace participar de lo
invisible a trav‚s de lo visible.
Por lo
que respecta a la segunda cuestión, hay que decir que no todos los sacramentos
son necesarios para cada persona, pero como Cristo vinculó a ellos la
comunicación de la gracia, y por tanto la consecución de la vida eterna, todos
los hombres tienen necesidad de algunos de ellos para salvarse.
Para
todos es absolutamente necesario recibir el bautismo y, para quienes han pecado
mortalmente después de bautizarse, es imprescindible también recibir el
sacramento de la penitencia o reconciliación (cfr. Dz. 388, 413, 847, 996,
1071). La recepción de la Eucaristía se precisa además para aquellos bautizados
que han llegado al uso de razón (cfr. Jn. 6, 53. Para este tema, ver inciso
4.1.5).
La
recepción efectiva o real de estos sacramentos puede sustituirse, en algunos
casos, por el deseo de recibir el sacramento (votum sacramenti).
Los demás
sacramentos son necesarios en cuanto que con ellos es más fácil conseguir la
salvación.
1.2 LA GRACIA
Hemos
dicho que los sacramentos confieren la gracia santificante, y que lo hacen de
modo infalible, por ser acciones de Cristo. Sin embargo, antes de explicar en
detalle esta causalidad siempre eficaz de los sacramentos, es oportuno explicar
con más profundidad la noción de gracia, pues la acción del sacramento es
inseparable a la realidad de la gracia, y sólo a la luz de este concepto se
comprende aquél con plenitud.
1.2.1 NOCIÓN DE GRACIA
La
palabra "gracia" (del latín gratus: agradable, grato, gustoso) tiene
en castellano una amplia gama de significados: la cualidad de una persona o
cosa ("dotada de gracia"), una actitud de afecto ("caer en
gracia"), el agradecimiento ("dar las gracias"), etc. En el
trasfondo de todas estas acepciones resuena un dato común: la palabra
"gracia" evoca situaciones en las que el hombre se halla ante lo
bello, lo trascendente, la benevolencia, la amistad, en las que est en juego no
ya lo absolutamente debido, lo formal, sino lo gratuito, lo que es fruto de la
liberalidad o del amor.
Es este
matiz el que recoge el significado teológico de la palabra. En sentido general,
se entiende por gracia todo beneficio que Dios otorga. Y así, en sentido
amplio, la creación entera es una gracia divina.
Sin embargo,
en estricto lenguaje teológico y así lo entenderemos en adelante, la palabra
"gracia" se refiere a la gracia sobrenatural; es decir, a los
auxilios sobrenaturales que hacen posible al hombre la consecución del fin
sobrenatural al que Dios lo ha destinado. Por eso se afirma que la gracia es:
- todo
don sobrenatural que Dios da al hombre
- por
gratuita benevolencia
- para
que pueda alcanzar su fin sobrenatural.
SE DICE:
1o. don:
pues es un beneficio que Dios otorga;
2o.
sobrenatural: pues lo que comunica es la misma vida de Dios, la cual es
sobrenatural; es decir, sobre toda naturaleza creada.
En
sentido estricto, lo sobrenatural no es sólo la elevación de una naturaleza
sobre las posibilidades que Dios le infundió y que son inherentes a ella; es un
don que trasciende todas las fuerzas, posibilidades y valores de la naturaleza,
un don que Dios concede para que logremos la íntima comunidad con El mismo: su
fin es la participación en la íntima vida trinitaria de Dios. Así, no son
sobrenaturales aquellas realidades que, aunque suceden de modo extraordinario
(p. ej., una curación milagrosa), no rebasan el orden de lo creado;
3o.
gratuito: siendo superior a la naturaleza, no hay fundamento para exigirlo como
debido, sino que procede de la bondad de Dios;
4o. para
alcanzar el fin sobrenatural: habiendo sido el hombre destinado a este fin, es
provisto por Dios de un medio proporcionado la gracia para alcanzarlo.
1.2.2 DIVISIÓN DE LA GRACIA
La gracia
puede ser actual y habitual. La gracia actual es un don transitorio, y la
habitual es un don permanente.
La gracia
que permanece se llama habitual, porque es un hábito, esto es, algo que
permanece de modo estable en el alma. La gracia que pasa se llama actual,
porque es un acto, que termina después de algún tiempo; p. ej., un buen deseo.
La gracia
habitual se llama también gracia santificante, porque realiza la justificación
del hombre, llevándolo del estado de pecado al estado de justicia y santidad.
Santifica per se al hombre y lo hace vivir en lo que se llama estado de gracia.
La gracia
actual se llama también auxiliante, pues es un auxilio que Dios da al alma en
el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación
(Catecismo, n. 2000).
SEMEJANZAS ENTRE UNA Y OTRA:
a) son
dones sobrenaturales y gratuitos;
b)
merecidos no por las propias acciones, sino por la Pasión de Jesucristo;
c) que se
dan para la salvación del hombre.
DIFERENCIAS:
a) la
habitual es permanente; la actual, transitoria;
b) la
habitual inhiere en el alma; la actual en alguna potencia del alma
(inteligencia o voluntad).
1.2.3 LA GRACIA SANTIFICANTE
A. NOCIÓN
POR GRACIA HABITUAL O
SANTIFICANTE SE ENTIENDE:
- aquel
don sobrenatural,
- que nos
hace participar de la vida divina,
- y que
inhiere en el alma,
- a modo
de cualidad permanente.
SE DICE:
a) que
nos hace participar de la vida divina, porque la esencia misma de la gracia
consiste en participarnos algo de la vida de Dios;
b) que
inhiere en el alma, y no en sus potencias (inteligencia y voluntad). Es el
principio de vida sobrenatural y, por tanto, ha de inherir en el principio
vital, que es el alma. Así como la salud se dice que se posee en el cuerpo, así
la gracia se posee en el alma;
c) a modo
de cualidad, esto es, algo que modifica el alma, perfeccionándola;
d)
permanente, porque perdura mientras el pecado mortal no la haga perder.
ESA GRACIA SANTIFICANTE:
a) se
recibe inicialmente en el bautismo (cfr. Dz. 130, 186, 424, 742, 796, 847, 849;
Catecismo, n. 1263).
b)
aumenta principalmente por la recepción de los sacramentos, y también por la
oración y por las buenas obras (cfr. Dz. 695, 698, 803, 834, 842, 849, 1004;
Catecismo, nn. 1127-1129).
c)
determina la salvación, pues si se posee al momento de la muerte, asegura la
bienaventuranza eterna, y si no se tiene al morir, es inevitable la eterna
condenación.
Los
protestantes afirman que el único verdadero pecado es la falta de fe la
infidelidad, y sólo él hace perder el agrado de Dios. Citando el texto de I
Cor. 6, 9ss. (los fornicarios, los adúlteros, los sodomitas, los ladrones, los
avaros, los borrachos, los maldicientes, los rapaces. . . no poseerán el reino
de Dios), el Concilio de Trento condenó esta herejía; cfr. Dz. 808, 833, 837,
862;
d) se
pierde por cualquier pecado mortal (estudiaremos este aspecto con detalle, al
tratar del sacramento de la penitencia);
e) puede
ser recuperada mediante el sacramento de la penitencia, o bien por la perfecta
contrición con el deseo de recibir el sacramento (cfr. Dz. 40, 321, 410, 429,
457, 464, 493, 531, 574, 693, 714, 800, 809, 836, 842; Catecismo, nn. 1446,
1452, 1453, 1458-70).
B. EXCELENCIA
La gracia
santificante confiere la dignidad más alta a la que el hombre puede aspirar:
con ella se posee una vida superior, que no se compara con ninguna de las más
altas aspiraciones naturales de la criatura racional.
Por la
gracia el hombre recibe el más dilatado de los reinos: Dios lo hace partícipe
de todos sus bienes.
Una
imagen de lo que es la gracia santificante nos es ofrecida en el bautismo de
Jesús. Cuando hubo salido del río Jordán, después de haber sido bautizado por
Juan el Bautista, se abrieron los cielos: el Espíritu Santo descendió sobre El
en forma de paloma, y se oyó de lo alto la voz del Padre que decía: Este es mi
Hijo, en quien tengo puestas todas mis complacencias (Mt. 3, 17). Esto mismo es
exactamente lo que sucede en la justificación de un alma mediante la gracia: se
abren los cielos sobre nosotros, el Espíritu Santo viene a morar en nuestra
alma, y el Padre nos recibe por hijos.
C. EFECTOS
TRES SON SUS PRINCIPALES EFECTOS:
1. Borra
el pecado, lo que se llama justificación.
2.
Produce en el alma la vida sobrenatural.
3.
Comunica a nuestros actos mérito sobrenatural.
1. La justificación
Justificación
es el paso del estado de pecado al estado de gracia. Es una verdadera remisión
de los pecados, ya que el pecado y la gracia no pueden darse simultáneamente en
el alma: el primero produce en ella el estado de rechazo de Dios (véase el
inciso 5.1.1 del "Curso de Teología Moral"), y la gracia es cierta
participación y semejanza con Dios.
El
Magisterio de la Iglesia definió lo anterior como verdad de fe, frente a la
herejía protestante que lo negaba. Según esta herejía, no hay verdadera
remisión de los pecados, sino que en el hombre justificado los pecados quedan
sólo encubiertos por los méritos de la Pasión de Cristo, pero permanecen en el
alma. De lo anterior, concluyen, sólo es posible salvarse si Dios no imputa
esos pecados, dejándolos de tomar en cuenta en virtud de la fe del mismo
pecador. El Concilio de Trento los condena con las siguientes palabras: Si
alguno dijere que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo no se remite el
pecado original, o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene
verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa, sea
anatema (Dz. 792; ver también Dz. 799, 821 y 895).
2. La vida sobrenatural
Simultáneamente
a la remisión del pecado, la vida de Dios es comunicada al alma. San Pedro lo
expresa diciendo que por la gracia somos hechos partícipes de la naturaleza
divina (I Pe. 1, 4).
Habiendo
Dios destinado al hombre a gozar de la posesión de El mismo, permite que ya
desde su vida mortal pueda gozar de alguna manera de ese Bien, por medio de la
gracia. La gracia es, pues, una vida nueva, la vida de Dios en nosotros. San
Agustín lo explica asegurando que es el mismo Dios presente en nosotros, a fin
de ser para nuestra alma lo que ésta es para nuestro cuerpo: un principio de
vida y de acción.
Ha de
notarse, sin embargo, que la gracia no es Dios, sino el efecto creado que
produce en el alma. La naturaleza divina no se nos participa esencialmente,
porque la esencia de Dios es incomunicable, sino accidentalmente, en el sentido
de que Dios imprime en nuestra alma una cualidad con la que llega a ser no
Dios, pero sí deiforme, esto es, muy parecida a Dios. Los teólogos lo comparan
a la unión entre el hierro y el fuego: el hierro candente no se convierte en
fuego, pero se hace ígneo y enteramente semejante a él. De modo parecido, no es
que por la gracia el hombre se haga Dios, pero resulta divinizado, deiforme y
semejante a El.
Por haber
sido elevado a la participación de la naturaleza divina, el hombre, cuando se
encuentra en estado de gracia, es hecho hijo de Dios y heredero del reino
celestial. No tiene sólo relación de criatura a Creador, sino que Dios lo
introduce en su familia (domestici Dei), como hijo suyo. Y, de forma idéntica a
lo que sucede en la vida humana, el hijo es también heredero de las posesiones
de su padre: . . . y, si hijos, también herederos del reino celestial,
coherederos con Cristo (Rom. 8, 16-17).
3. Las acciones se hacen meritorias
Por estar
informadas de un principio sobrenatural de vida y acción, todo acto bueno
realizado por el hombre en estado de gracia supone un derecho que Dios le
otorga a recibir una recompensa sobrenatural (mérito en la definición clásica,
es ius ad praemium, derecho al premio).
En virtud
de la distancia infinita que hay entre Dios y el hombre, no habría posibilidad
de mérito por parte de la criatura ante el Creador, si antes no se presupone un
plan divino que lo fundamente; es decir, que la condición para poder merecer
tener derecho a un premio es que Dios así lo haya dispuesto.
El
fundamento en la Sagrada Escritura de donde proviene la realidad del mérito es
muy abundante: cfr. I Tim. 4, 7; Sant. 1, 12; Mt. 5, 1-12; Lc. 6, 38; 17, 10;
11, 28-30; I Cor. 3, 8; Rom. 2, 6-8; II Tim. 4, 8; etc. La Sagrada Escritura
usa preferentemente los términos recompensa, premio, corona u otros análogos.
LAS CONDICIONES POR PARTE DEL
HOMBRE PARA MERECER BIENES SOBRENATURALES SON:
a) que
esté en estado de gracia,
b) que el
acto sea libre,
c) que la
obra sea moralmente buena, en su objeto, fin y circunstancias (véase el inciso
2.6 del Curso de Teología Moral).
Es verdad
de fe (cfr. Dz. 834) que con las buenas obras hechas en gracia podemos merecer:
el cielo, el aumento de gracia y el aumento de gloria, en conformidad con las
promesas hechas por Jesús. Al lado de este mérito propiamente dicho llamado
también mérito de condigno, existe otro mérito impropiamente dicho, llamado
mérito de congruo, que no es el derecho a obtener una gracia fundada en las
promesas de Dios, sino la confianza de obtenerlo por la divina misericordia. En
este sentido, el que no está en gracia puede merecer, de congruo, la gracia de
su conversión, en virtud de sus buenas obras. De condigno, el hombre en pecado
no tiene derecho a ninguna recompensa.
1.2.4 LA GRACIA ACTUAL
A. NOCIÓN
LA GRACIA ACTUAL PUEDE DEFINIRSE
COMO:
- un don
sobrenatural,
- que
ilumina el entendimiento,
- o mueve
y conforta a la voluntad,
- para
que el hombre sea capaz de realizar una acción sobrenatural,
- de modo
transitorio.
Es luz en
la inteligencia y fuerza para la voluntad. La gracia actual resulta necesaria
para cualquier acto de orden sobrenatural: aceptar la fe, evitar el pecado,
hacer un acto de amor de Dios, para rezar, conocer verdades divinas, perseverar
en la gracia santificante. . .
Ya sea
que la gracia actual sea concedida a un justo que la posee de modo habitual, ya
a un pecador que se encuentra en pecado mortal, siempre es de orden
sobrenatural y tiene por objeto las obras de salvación: impulsa al justo a
perseverar en el bien y a crecer en la virtud, y mueve al pecador al
arrepentimiento, para que vuelva al camino de Dios.
B. TIPOS
1. Desde
el punto de vista del momento en que actúa, la gracia actual se llama:
a) gracia
antecedente: la que causa el acto posterior;
b) gracia
consecuente: la que, en el tiempo se da después del primer acto.
La
realidad de la gracia antecedente y consecuente nos permite vislumbrar como el
hombre que realiza actos sobrenaturales, está de continuo arropado por la
gracia, y siempre dependiendo de ella.
2. Desde
el punto de vista de la potencia en que actúan, hay:
a)
gracias iluminativas del entendimiento: p. ej., las que se conceden para poder
hacer un acto de fe sobrenatural;
b)
gracias motoras de la voluntad: p. ej., un sentimiento de amor a Dios.
3. Desde
el punto de vista de los efectos:
a) gracia
suficiente: da al hombre la posibilidad de hacer el acto sobrenatural, pero no
produce su efecto por la resistencia del sujeto;
b) gracia
eficaz: es la que siempre produce su efecto.
C. NECESIDAD
La gracia
actual es absolutamente necesaria para los actos de orden sobrenatural: Sin mí
nada podáis hacer (Jn. 15, 5); Nadie puede decir "Jesús, Señor", sino
en el Espíritu Santo (I Cor. 12, 3).
D. ERRORES SOBRE LA NECESIDAD DE
LA GRACIA ACTUAL
Examinando
los errores que, a lo largo de la vida de la Iglesia, han aparecido sobre la
necesidad de la gracia, podremos llegar con más facilidad a una comprensión
justa de la doctrina católica.
I. ERRORES. Los adversarios del
dogma católico se sitúan en dos extremos:
a) el
primer grupo, formado por pelagianos, semipelagianos y racionalistas, con el
pretexto de defender el libre albedrío y las fuerzas de la humana naturaleza,
niegan que la gracia sea necesaria;
b) el
segundo grupo, formado por los protestantes, los bayesianos y los jansenistas,
exagera por decirlo de algún modo la importancia de la gracia, en detrimento de
la libertad personal.
II. DOCTRINA CATÓLICA.
La
doctrina católica, definida por el Concilio de Trento, ocupa un justo medio
entre los errores contrapuestos citados arriba. Puede formularse en las tres
posiciones siguientes (las dos primeras contra los pelagianos, la tercera
contra la herejía protestante):
a)
Primera proposición: la gracia actual es necesaria al hombre que se encuentra
en pecado para iniciar su conversión (Ninguno puede venir a mí si mi Padre
celestial no lo trajere: Jn. 6, 44).
Un acto
realizado con las propias fuerzas no rebasa el orden de lo natural; y todo lo
que concierne a la fe y a la conversión, es de orden sobrenatural.
Un árbol
silvestre, por mucho que se cultive, producir siempre frutos silvestres. Pero
al aplicarle un injerto, brotarán de él ramas, flores y frutos buenos. Se le ha
capacitado para producir frutos por encima de su inicial potencialidad. De modo
semejante, el alma no puede en sí producir actos sobrenaturales: necesita de un
injerto divino que la haga obrar por encima de su naturaleza, y este divino
injerto es la gracia.
Dios es
Autor, pues, no sólo de la gracia que justifica al hombre gracia santificante,
sino también de todo aquello que lo prepara para recibir esa justificación:
b)
Segunda proposición: el hombre justificado p. ej., que posee la gracia
habitual, necesita de la gracia actual:
1o. Para
perseverar en el estado de gracia santificante; es decir, para evitar todos los
pecados mortales.
Por haber
quedado dañada su naturaleza como consecuencia del pecado original le es
imposible al hombre resistir largo tiempo si no está sostenido por una ayuda especial
de Dios, a través de gracias actuales.
2o. Para
hacer obras buenas sobrenaturales pues, como ya dijimos, "la virtud de
Cristo (p. ej., la gracia) antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin
ella en modo alguno pueden ser gratas a Dios" (Concilio de Trento, ses.
VI, cap. 16; Dz. 809).
3o.
También es precisa la gracia actual, para evitar los pecados veniales.
Por la
debilidad de la naturaleza humana ocasionada por el pecado original, el hombre
no puede evitar absolutamente todos los pecados veniales durante su vida
tomados colectivamente, pero sí puede evitarlos uno a uno: y para esto precisa
de la gracia actual. Es un privilegio especialísimo concedido a la Santísima
Virgen por su Maternidad divina evitar todos los pecados veniales (cfr. Dz. 833).
4o. Para
conseguir la perseverancia final. Es dogma de fe (cfr. Dz. 826) que, además de
necesitarse gracias actuales para evitar los pecados mortales, se precisa una
gracia específica de Dios para morir en estado de gracia: es un don especial,
el más grande de todos.
c)
Tercera proposición: el hombre pecador puede, antes de la justificación,
conocer verdades religiosas de orden natural y realizar acciones moralmente
buenas, sin el socorro de una gracia propiamente dicha. No todas las acciones
del pecador son pecado, y las virtudes que pueda tener no son vicios. Los
luteranos, calvinistas, bayesianos y jansenistas incurren, por tanto, en un
error cuando afirman que la naturaleza humana está tan corrompida por el pecado
original, que es incapaz de toda buena acción.
Según
éstos, la naturaleza humana quedó sustancialmente corrompida por el pecado
original, hasta el punto de no poder producir otra cosa que pecados. La esencia
del hombre es pecado (Lutero). El hombre se encuentra ahora despojado del libre
albedrío y miserablemente supeditado a todo mal (Calvino). Bayo y Jansenio
sostuvieron, asimismo, que sin la gracia, el libre albedrío no nos sirve para
otra cosa que para cometer pecado.
ESTA TERCERA PROPOSICIÓN DE LA
DOCTRINA CATÓLICA SE APOYA:
En los
textos de la Sagrada Escritura: entre otros, aquel en que San Pablo declara,
hablando a los paganos, que son inexcusables, puesto que habiendo conocido a
Dios (por la razón natural), no lo han glorificado como a Dios (Rom. 1, 21).
Este reproche del Apóstol sería incomprensible si los paganos no hubieran
podido conocer ciertas verdades de orden natural, como la existencia de Dios, y
realizar acciones moralmente buenas, sin ayuda de la gracia.
En la
razón, pues la experiencia cotidiana nos muestra que los infieles pueden, igual
que los justos, poseer las verdades naturales y realizar buenas acciones: p.
ej., dar limosnas y ayudar a los demás por pura generosidad.
E. COOPERACIÓN O RESISTENCIA A LA
GRACIA
Hemos
dicho que, desde el punto de vista de los efectos, hay dos clases de gracia: la
suficiente, que da al hombre la posibilidad de realizar un acto sobrenatural,
pero que no consigue su efecto por la oposición o resistencia del sujeto, y la
eficaz, que lo consigue siempre de modo infalible.
Ahora
bien, si la gracia eficaz que Dios da al hombre siempre consigue su efecto,
¿queda por ello el hombre privado de su voluntad? En otras palabras: si hay una
infalibilidad en la moción divina permaneciendo la libre actuación humana,
¿cómo compaginar esa aparente contradicción?
Hay que
decir que el entendimiento de las relaciones entre la acción de Dios y la
libertad del hombre es un misterio de difícil penetración por parte de la
inteligencia: se trata de averiguar, ni más ni menos, la forma como Dios actúa.
Santo
Tomás clarifica el misterio cuando explica que, si bien es cierto que Dios
causa infaliblemente el efecto, lo hace sin embargo moviendo a las cosas según
su naturaleza propia. El hombre posee por naturaleza el libre albedrío y, por
tanto, la moción divina no se realiza sin el movimiento de la libertad. Al
tiempo que infunde la gracia, mueve a la libertad a aceptarla. No anula el acto
libre, sino que es su causa. Dios, cuando quiere que algo se realice de modo
necesario, necesariamente se realiza; y cuando quiere que algo se realice de
modo libre, se realiza libremente.
1.3 LA EFICACIA SACRAMENTAL
Ya
mencionamos que los sacramentos son por voluntad de Cristo la continuación,
hasta el fin de los tiempos, de las mismas acciones salvíficas realizadas por el
Señor durante su vida terrena. De ahí que sean medios de santificación con la
misma eficacia infalible que poseía la Santísima Humanidad de Cristo: actúan
comunicando siempre la gracia, cuando el rito se realiza correctamente y el
sujeto no pone un obstáculo.
Los
sacramentos son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; El es quien
bautiza, El quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia
que el sacramento significa (n. 1127).
Filosóficamente
se explica diciendo que los sacramentos son causas instrumentales. Así, se dice
que una es la acción del que obra (causa principal, p.ej., el artista que pinta
un cuadro), y otra la del instrumento con que obra (causa instrumental, p.ej.,
el pincel del pintor). En los sacramentos, la causa principal es Dios, a través
de la Humanidad Santísima de Jesucristo; el sacramento es sólo instrumento a
través del cual Dios produce la gracia.
Por lo
anterior, los sacramentos se llaman signos eficaces de la gracia, pues de un
modo infalible la producen en el alma. La teología, para designar esa eficacia
objetiva, creó la fórmula "sacramenta operantur ex opere operato"; es
decir, los sacramentos actúan por el mismo hecho de realizarse, dan la gracia
en virtud del rito sacramental que se lleva a cabo. "Ex opere operato"
quiere decir, textualmente, por la obra realizada. El Concilio de Trento
sancionó esta fórmula, definiéndola como dogma de fe: Si alguno dijere que los
sacramentos de la Nueva Ley no confieren la gracia en virtud del rito
sacramental que se realiza (ex opere operato) (. . .) sea anatema (Dz. 851).
El
Concilio hubo de definir esta doctrina para contrarrestar la afirmación de los
protestantes en el sentido de que los sacramentos son eficaces por la fe que el
sujeto o el ministro ponen en su confección o recepción.
Esta
terminología de algún modo expresa la grandeza de los sacramentos: son, en
efecto, una presencia misteriosa de Cristo invisible, que actúa de modo visible
a través de esos signos eficaces. En consecuencia, siempre que un sacramento es
celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su
Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del
ministro (Catecismo, n. 1128).
La
formulación explícita de esta doctrina se remonta ya a los tiempos en que San
Agustín refutaba a los donatistas, que condicionaban la eficacia de los
sacramentos a la disposición del ministro; el ministro sólo presta los medios
para que Jesucristo, misteriosamente presente en la Iglesia, actúe con toda su
eficacia salvadora. Una vez más se vislumbra la profunda relación entre
Cristo-Iglesia-Sacramentos.
El efecto
del sacramento tampoco se produce por la actitud del que lo recibe: la gracia
se confiere a quien no pone óbice por el mismo hecho de realizarse el rito
sacramental. Ahora bien, es importante también recalcar que la mayor o menor
cantidad de gracia sí depende de las disposiciones del sujeto que lo recibe.
Esta disposición subjetiva se designa con la fórmula ex opere operantis, que
textualmente significa "por la acción del que actúa".
Sin
embargo, y en esto radica la comprensión de la eficacia sacramental, no son las
disposiciones del sujeto la causa de que el sacramento produzca la gracia, sino
que sólo la medida del grado de gracia que recibe.
Los
protestantes dicen que son las disposiciones del sujeto lo que da eficacia a
los sacramentos. Así, dirán que si la fe de un hombre es tan grande que le
lleva a creer que el bautismo le perdona el pecado original, entonces el pecado
original queda borrado; de otro modo permanece la mancha. La doctrina católica
afirma que, por ser actos del mismo Cristo, no es el sujeto quien les confiere
poder santificador, sino que éste les viene dado ya por la misma institución
divina.
Filosóficamente
se explica diciendo que la actitud del sujeto es causa dispositiva de la gracia
(dispone el grado de gracia que se recibe), pero no causa eficaz (no produce la
gracia).
1.4 EFECTOS DE LOS SACRAMENTOS
Señala el
Concilio Vaticano II que los sacramentos tienen la virtud de identificarnos con
Jesucristo por medio de la gracia que confieren: por ellos "somos
incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y
resucitados, hasta que con El reinemos" (Const. Lumen gentium, n. 7).
Sistematizando las consecuencias de esa identificación con Cristo, podemos
afirmar que tres son los efectos que producen los sacramentos:
- la
gracia santificante, que se infunde o se aumenta;
- la
gracia sacramental, específica de cada sacramento;
- el
carácter, que es producido por tres sacramentos (bautismo, confirmación y orden
sacerdotal).
1.4.1 LA GRACIA SANTIFICANTE
El
Concilio de Trento definió como verdad de fe que todos los sacramentos del
Nuevo Testamento confieren la gracia santificante a quienes los reciben sin
poner óbice (cfr. Dz. 843 a 849, 850 y 851).
En la
Sagrada Escritura, los textos en los que aparece directa o indirectamente este
efecto, son muy abundantes (cfr. Jn. 3, 5; Hechos, 8, 17; Ef. 5, 26; II Tim. 1,
6; Tit. 3, 5; Sant. 5, 15; etc.). Algunos pasajes designan este efecto con
palabras equivalentes (v. gr., purificación, regeneración, remisión de los
pecados, comunicación del Espíritu Santo, etc.).
La gracia
santificante puede venir a un alma que ya la poseía, produciéndose un aumento
de esa gracia. Puede también ser comunicada a un alma en pecado mortal u
original, infundiéndola donde no existía.
Esta
diferencia se pone de manifiesto en la terminología teológica que califica al
bautismo y a la penitencia como sacramentos de muertos, o destinados a perdonar
el pecado mortal u original, que priva (mata) la vida sobrenatural en el alma;
y a los otros cinco como sacramentos de vivos, porque han de recibirse en
estado de gracia y suponen un enriquecimiento y desarrollo de la vida
sobrenatural que ya se posee.
Por
excepción, el sacramento de la confesión es también sacramento de vivos, cuando
quien lo recibe no tiene pecado mortal.
1.4.2 LA GRACIA SACRAMENTAL
Además de
esta gracia común a todos los sacramentos, hay una gracia llamada sacramental,
propia de cada uno de ellos. Cada sacramento, en efecto, confiere una gracia
sacramental específica, distinta en cada uno de ellos, que añade a la gracia
santificante un cierto auxilio divino cuyo fin es ayudar a conseguir el fin
particular del sacramento (cfr. S. Th. III, q. 62, a. 2).
La gracia
sacramental proporciona al cristiano, en las diversas situaciones de su vida
espiritual y en el tiempo oportuno, las gracias actuales necesarias para
cumplir sus deberes. Los padres, p. ej., en virtud del sacramento del
matrimonio tendrán gracia para recibir y educar cristianamente a los hijos; los
sacerdotes contarán con los auxilios necesarios para el desempeño de su
ministerio; etc.
1.4.3 EL CARÁCTER
Es verdad
de fe (cfr. Dz. 852; 411 y 695 vid. Catecismo, n. 1121) que el bautismo, la
confirmación y el orden sacerdotal imprimen en el alma el carácter, es decir,
una marca espiritual indeleble que hace que esos tres sacramentos no se puedan
volver a recibir. En la Sagrada Escritura se designa el carácter como
"sello divino" o "sello del Espíritu Santo" (cfr. II Cor.
1, 21 ss.; Ef. 1, 13; 1, 30).
Quien
recibe uno de estos tres sacramentos, está para siempre sellado por Cristo:
llevar consigo sus rasgos, como el hijo lleva los rasgos de su padre, de modo
indestructible. Los pecados pueden desfigurar esos rasgos, pero no
aniquilarlos; incluso el bautizado que se condena permanece con ellos.
Según la
teología de los Padres de la Iglesia, el carácter permite a los bautizados ser
reconocidos en el cielo: Dios y los ángeles distinguen con el carácter sacramental
la pertenencia a Cristo de los bautizados, de los confirmados y de los
ordenados, de igual modo que la circuncisión permitía reconocer a los
descendientes de Abraham. Por eso, el recibir el sello es garantía y prenda de
vida eterna.
Resumiendo,
podemos decir que el carácter es un: signum configurativum (signo
configurativo), porque asemeja a Cristo, nos configura con El; signum
distinctivum (signo distintivo), porque distingue a quien lo recibe; signum
dispositivum (signo dispositivo), porque capacita para el culto divino.
La
esencia del carácter, explica Santo Tomás (cfr. S. Th. III, q. 63, a. 2), es
una especie de "potencia" o "poder" que hace al hombre apto
para realizar los actos del culto divino. En otras palabras, el carácter es una
participación del sacerdocio de Cristo, esto es, de su mediación entre Dios y
los hombres.
1.5 INSTITUCIÓN Y NÚMERO DE LOS
SACRAMENTOS
1.5.1 LA INSTITUCIÓN DE LOS
SACRAMENTOS POR CRISTO
Cristo
instituyó directa y personalmente todos los sacramentos: El determinó tanto el
signo externo correspondiente como la gracia que de él se derivaría.
La
Iglesia definió como verdad de fe que todos los sacramentos del Nuevo
Testamento fueron instituidos por Jesucristo (cfr. Dz. 844). Se pronunciaba de
esta manera contra la herejía protestante, que consideraba la mayor parte de
los sacramentos como una invención de los hombres.
Los
reformadores protestantes, después de muchas vacilaciones, terminaron por
admitir sólo la institución divina de dos sacramentos: el bautismo y "la
cena".
La
Sagrada Escritura muestra con toda claridad la institución del bautismo (cfr.
Mt. 28, 19; Mc. 16; 16: Jn. 3, 5), la Eucaristía y el orden sacerdotal (cfr.
Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 19-20; I Cor. 11, 23-25), y la penitencia
(cfr. Jn. 20, 23). Aunque la institución de los demás no aparece destacada, fue
Cristo quien lo hizo con su potestad.
Así lo
atestigua la Tradición. Desde los primeros momentos, los Apóstoles bautizan a
los que aceptan el Evangelio (cfr. Hechos 2, 41), siguiendo el mandato del
Señor, y confirman después a los bautizados (cfr. Hechos 8, 17). El Apóstol
Santiago habla de la unción de los enfermos como de algo perfectamente sabido
por todos (cfr. Sant. 5, 14-15), recomendando y promulgando lo establecido por
Jesucristo. Queda clara la institución del sacerdocio en la Ultima Cena, al
decir Jesús: Haced esto en memoria mía (Lc. 22, 19), y el matrimonio queda
santificado por la presencia del Señor en las bodas de Caná (cfr. Jn. 2, 1-11),
reafirmando
Cristo
mismo la unidad e indisolubilidad de la primera institución (cfr. Mt. 19, 1-9).
Ningún
sacramento, pues, ha sido instituido por la Iglesia, ya que la autoridad
eclesiástica no tiene poder sobre la esencia de los sacramentos; sólo puede
cambiar aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares,
juzgara que conviene m s a la utilidad de los que lo reciben o a la veneración
de los mismos sacramentos (Conc. de Trento, ses. XXI, cap. 2: Dz. 931).
1.5.2 EL NÚMERO DE LOS
SACRAMENTOS
Los
sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo son siete: ni más ni
menos; a saber: bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia (o
reconciliación), unción de los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio.
Nadie
negó el número septenario de los sacramentos hasta el s. XVI, en que lo
hicieron los protestantes. Lutero, en 1520, admitió los siete en el
"Sermón del Nuevo Testamento", pero ese mismo año, en `De captivitate
Babylonica" aceptó sólo tres: bautismo, cena y penitencia. Y en 1523, ya
no admite sino los dos primeros, entendiéndolos además a su manera.
Aunque el
Nuevo Testamento en ningún lugar los enumera juntos, sí habla de modo claro y
explícito de cada uno de ellos. Señalamos los principales textos:
1.
Bautismo: Mt. 28, 19; Mc. 16, 16; Jn. 3, 5.
2.
Confirmación: Hechos 8, 17; 19, 6.
3.
Eucaristía: Mt. 26, 26; Mc. 14, 22; Lc. 22, 19; I Cor. 11, 24.
4.
Penitencia: Mt. 18, 18; Jn. 20, 23.
5. Unción
de los enfermos: Mc. 6, 13; Sant. 5, 14.
6. Orden
sacerdotal: I Tim. 4, 14; 5, 22; II Tim. 1, 6.
7.
Matrimonio: Mt. 19, 6; Ef. 5, 31-32.
Desde
antiguo enseña el Magisterio el número septenario (cfr. Concilio de Lyon, año
1247: Dz. 465; Concilio de Florencia, año 1439: Dz. 695), y se vio precisado a
definirlo como verdad de fe para impugnar la herejía protestante: Si alguno
dijere que los sacramentos de la Nueva Ley son más o menos de siete, sea
anatema (Dz. 844).
La
conveniencia de que los sacramentos sean siete, explica Santo Tomás, se infiere
por analogía de la vida sobrenatural del alma con la vida natural del cuerpo:
por el bautismo se nace a la vida espiritual, por la confirmación crece y se
fortifica esa vida, por la Eucaristía se alimenta, por la penitencia se curan
sus enfermedades, la unción de los enfermos prepara a la muerte, y por medio de
los dos sacramentos sociales orden y matrimonio es regida la sociedad
eclesiástica y se conserva y acrecienta tanto en su cuerpo como en su espíritu
(cfr. S. Th. III, q. 61, a. 1).
Pero las
razones más profundas del número septenario están en la esencia misma de la
Iglesia. La misión de la Iglesia, en efecto, es comunicar la salvación
alcanzada por Cristo en la Cruz. Para ello, primeramente debe comunicar la vida
(bautismo), y más tarde desarrollarla y fortalecerla (confirmación); debe
también perdonar y devolver la gracia, cuando se ha perdido (penitencia),
proclamar ante los hombres su condición de Esposa de Cristo (matrimonio), y
hacer partícipes de la vida eterna a sus hijos (unción de enfermos).
Finalmente, ha de comunicar a los hombres la misma Humanidad de Jesús que,
mediante la acción del sacerdote (orden), se hace presente en la renovación del
Sacrificio del Calvario (Eucaristía).
Es
admirable esta sintonía de la naturaleza y misión de la Iglesia con las
necesidades y esperanzas del hombre. Y más admirable todavía, la bondad de Dios
que nos entrega de nuevo al Verbo por medio de los sacramentos, y que llevaba a
San Ambrosio a afirmar: Yo te encuentro, Señor, en tus sacramentos (Apología
del Profeta David 12, 58).
En
definitiva, los sacramentos son el cumplimiento de la promesa de Jesús a sus
Apóstoles: Yo estar‚ con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt.
28, 20). La presencia visible de Cristo durante su vida en la tierra, se ha
vuelto presencia invisible en los sacramentos: Lo que era visible en el Señor,
se ha vuelto invisible en los sacramentos (San León Magno, Sermón 74, 2).
1.6 LA VALIDEZ Y LA LICITUD
SACRAMENTAL
Antes de
seguir adelante, resulta oportuno tratar de aclarar dos conceptos claves para
la comprensión de la eficacia sacramental: el concepto de validez y el de licitud.
Sacramento
válido es aquel que, en su confección y (o) en su recepción, verdaderamente se
ha producido, es decir, ha habido sacramento.
Sacramento
lícito es aquel sacramento válido que, además, se ha confeccionado o recibido
con todas sus condiciones y, por tanto, produce todos sus efectos.
Algunos
ejemplos de invalidez e ilicitud aclararán lo anterior:
SOBRE
INVALIDEZ:
-
confeccionaría inválidamente (no habría sacramento) el sacerdote que no tuviera
pan de harina de trigo en la consagración (sino de otra harina), o que
bautizara con un líquido distinto del agua. O quien, sin ser sacerdote,
pretendiera consagrar;
-
recibiría inválidamente un sacramento (en sentido propio, no lo recibiría) el
sujeto que simulara confesar sus pecados, sin intención de recibir el perdón; o
quien, por provechos materiales, fingiera recibir el bautismo.
SOBRE LA
ILICITUD,
- la
ilicitud en la recepción del sacramento se daría, por ejemplo, en aquel que
recibiera la confirmación (o cualquier otro sacramento de vivos) con conciencia
de pecado mortal: recibe la confirmación, el matrimonio, etc., pero
ilícitamente, faltando el requisito de poseer el estado de gracia;
- un
ejemplo de ilicitud en la administración la causaría el médico que bautizara
recién nacidos que no se hallan en peligro de muerte: aquellos niños reciben
válidamente el bautismo, pero de modo ilícito.
1.7 EL MINISTRO Y EL SUJETO DE
LOS SACRAMENTOS
1.7.1 EL MINISTRO
Por
ministro del sacramento se entiende la persona que lo confiere. En sentido
estricto, el ministro primario de todos los sacramentos es el Dios-Hombre,
Jesucristo: como ya vimos, los sacramentos son la prolongación en el tiempo y
en el espacio de las acciones que El realizó en la tierra.
Pío XII
enseña en la Encíclica Mystici Corporis (1943) que cuando los sacramentos de la
Iglesia se administran con rito externo, El es quien produce el efecto interior
en las almas (. . . ) por la misión jurídica con la que el divino Redentor
envió a los Apóstoles al mundo, como El mismo había sido enviado por el Padre,
El es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece y
sacrifica.
En nombre
de Cristo y haciendo sus veces, se llama ministro del sacramento a la persona
que ha recibido de Dios el poder de conferirlo.
Veremos
con detalle, al tratar de cada sacramento, el ministro ordinario (ex officio) y
el extraordinario (ad casum) de cada uno.
Como el
ministro humano actúa en nombre de Cristo y haciendo sus veces (in persona
Christi, II Cor. 2, 10), necesita de un poder especial conferido por el mismo
Cristo. Por ello, prescindiendo de los sacramentos del bautismo y del
matrimonio, para la administración válida de los demás es necesario poseer
poder sacerdotal o episcopal, recibido en la ordenación.
El
Concilio de Trento condenó la doctrina protestante según la cual cualquier
cristiano tiene la potestad de administrar y confeccionar todos los sacramentos
(cfr. Dz. 853).
Además de la debida potestad,
para que un sacramento se administre válidamente, se requiere:
a) que el
ministro realice como conviene los signos sacramentales; es decir, que debe
emplear la materia y la forma prescritas, uniéndolas en un único signo
sacramental.
Por
ejemplo, no bautizaría el que pronunciara palabras distintas a Yo te bautizo en
el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo, o bien, el que no
derramara agua sobre la cabeza del bautizado, etc. (cfr. Dz. 695).
b) El
ministro ha de tener, además, la intención de hacer, al menos, lo que hace la
Iglesia. La razón es que el rito sacramental sólo tiene valor de verdadero
sacramento cuando se le da el sentido que quiso darle el mismo Cristo al
instituirlo, o sea, haciendo tal y como lo hace la Iglesia. Al decir los
protestantes que el significado de cada sacramento dependía del que quisiera
darle el sujeto, el Concilio de Trento declaró como verdad de fe que es
necesario al ministro tener intención de conferirlo en el sentido único y
verdadero que les dio Jesucristo:
"Si
alguno dijere que al realizar y conferir los sacramentos no se requiere en los
ministros intención por lo menos de hacer lo que hace la Iglesia, sea
anatema" (Dz. 854. Ver también Dz. 424, 672, 695 y 752).
Por ser
acciones de Cristo, los sacramentos tienen eficacia propia y no dependen de la
santidad ni de la gracia del ministro: el instrumento obra en virtud de la
causa principal, no de la situación subjetiva del que lo administra. Si de ella
dependiera, supondría una fuente de incertidumbre y de intranquilidad (cfr. S.
Th. III, q. 64, a. 5).
Lo
anterior no quiere decir que el ministro no esté obligado a administrar
dignamente los sacramentos, esto es, en estado de gracia. En pecado mortal o
con falta de fe salvada la intención de hacer lo que hace la Iglesia los
administraría válida pero ilícitamente.
1.7.2 EL SUJETO
El sujeto
es la persona que recibe el sacramento, y en todos los casos sólo puede ser
recibido de manera válida por una persona viva (estado de viador). Los muertos
no pueden recibir sacramentos, pues éstos comunican o aumentan la gracia en el
alma, y ésta no permanece en un cadáver: la muerte es precisamente la
separación del alma y el cuerpo. Así, pues, sólo los seres vivos son sujetos capaces
de la recepción sacramental.
a)
Condiciones para la recepción válida de los sacramentos
Se
requieren dos condiciones en el sujeto para que sacramento no sea nulo: la
capacidad y la intención de recibirlo.
1o. La
capacidad es cierta aptitud del sujeto, de acuerdo a la naturaleza de cada
sacramento, y el fin de Cristo al instituirlo. No todos los hombres son aptos
para cualquier sacramento: así, son incapaces, por ejemplo, los no bautizados,
de recibir los otros sacramentos; las mujeres, de recibir el orden sagrado; los
sanos, de recibir la unción de enfermos, etc.
2o. Se
requiere también para los adultos con uso de razón la intención de recibirlo.
El motivo es claro: Dios tiene en cuenta la libertad del hombre, y hace
depender la salvación (en quien tiene uso de razón) de su propio querer. El
sacramento que se recibe sin intención o contra la propia voluntad es, por
tanto, inválido.
Por
ejemplo, el Papa Inocencio III declaró que si algún infiel era obligado a
bautizarse, el bautismo era inválido (cfr. Dz. 411).
En el
caso del niño que se bautiza, el sacramento recibido es válido (verdad de fe,
cfr. Dz. 410), porque la falta de intención queda suplida por la intención de
la Iglesia, representada en el ministro, los padres y los padrinos, que actúan
en su nombre.
En caso
de urgente necesidad (por ejemplo, pérdida del conocimiento, perturbación
mental, etc.) el sacramento puede ser administrado sin la intención actual del
sujeto, si existen razones fundadas para admitir que éste (el sujeto), antes de
sobrevenir el caso de necesidad, tenía el deseo implícito de recibir el
sacramento.
Por
ejemplo, se puede con esas condiciones conferir la unción de enfermos al que se
encuentra en estado de coma; se puede absolver de sus pecados al demente que en
sus momentos lúcidos se confesaba, etc.
b)
Condiciones para la recepción lícita de los sacramentos.
Hemos
dicho que la recepción de un sacramento es lícita o fructuosa cuando el que lo
recibe lo hace con todas las disposiciones debidas y por ello se producen todos
sus efectos. Es ilícita o sacrílega cuando voluntariamente se recibe sin las
debidas disposiciones.
La
condición para recibir los sacramentos de vivos es el estado de gracia: la
recepción en pecado mortal constituye grave sacrilegio. El adulto que recibe
los sacramentos de muertos (el bautismo y la penitencia) ha de tener al menos
fe y arrepentimiento de sus pecados (ver Dz. 798; Catecismo, nn. 1247-49).
1.8 LOS SACRAMENTALES
"Los
sacramentales son signos sagrados, por los que, a imitación en cierto modo de
los sacramentos, se significan y se obtienen por mediación de la Iglesia unos
efectos principalmente espirituales" (CIC, c. 1166).
Los
sacramentales pueden consistir en "cosas" (en el sentido de cosas
materiales) o en "acciones". Las cosas o las acciones que, por designio
de la autoridad competente, reciben esa capacidad, la obtienen ex impetratione
Ecclesiae (por impetración de la Iglesia), es decir, que la Iglesia, como
esposa santa e inmaculada de Cristo, asigna la eficacia de su oración a
determinadas realidades materiales, concediéndoles una especial virtualidad de
producir efectos espirituales.
Por
tanto, los sacramentales no obran ex opere operato, pero su eficacia no
descansa tampoco en la mera disposición subjetiva del que hace uso de ellos,
sino principalmente en la intercesión de la Iglesia, que posee una particular
eficacia.
SE ASEMEJAN A LOS SACRAMENTOS EN
CUANTO:
a) son
signos sagrados sensibles, muchas veces con materia y forma;
b) son
medios públicos de santificación;
c)
producen efectos espirituales;
d) son
actos de culto público (cfr. CIC, c. 834).
DIFIEREN DE LOS SACRAMENTOS EN
QUE:
a) los
sacramentos son de institución divina; los sacramentales, de institución
eclesiástica;
b) los
sacramentos actúan ex opere operato; los sacramentales, ex impetratione
Ecclesiae;
c) los
sacramentos son signos de la gracia; los sacramentales, signos de la oración de
la Iglesia;
d) los
sacramentos tienen como fin producir la gracia que significan; los
sacramentales, sólo disponen para recibir la gracia (consiguen gracias
actuales), y obtienen otros efectos.
De las
"cosas" que son sacramentales, la más importante es el agua bendita,
que es agua bendecida con oraciones contra la presencia del influjo demoníaco.
Es una
especie de exorcismo que aleja al demonio y alcanza tranquilidad y segura
ayuda. La Iglesia lo recomienda mucho, como protección durante el sueño, en
momentos de tentación y para rociar el lecho de los enfermos.
Se
considera "sacramental" cualquier objeto bendito: crucifijo, velas,
ramos de olivo, etc.
De las
"acciones" que son sacramentales, figuran en primer lugar las
bendiciones (de personas, de la mesa, de objetos, de lugares). Toda bendición
es alabanza a Dios y oración para obtener sus dones. En Cristo, los cristianos
son bendecidos por Dios Padre "con toda suerte de bendiciones
espirituales" (Ef. 1, 3). Por eso la Iglesia da la bendición invocando el
nombre de Jesús y haciendo habitualmente la señal santa de la cruz de Cristo
(Catecismo, n. 1672).
Ricardo Sada
Fernández
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