Especiales web (18-X-2014)
El 25 de junio de 2003, san Juan Pablo II quiso dedicar su catequesis
durante la Audiencia general de los miércoles a Pablo VI, padre y maestro.
Se cumplían 40 años desde la elección como Papa de Giovanni Battista Montini, y
su sucesor quería hablar de él a los fieles e invitarles a dar «gracias a Dios
por el don de este Pontífice, guía firme y sabio de la Iglesia».
Son las reflexiones de un Papa santo sobre un Papa que pronto será
Beato, por lo que resulta muy interesante recordarlas en vísperas de la
beatificación de Pablo VI y pocos días antes de la memoria litúrgica del Papa
polaco, el 22 de octubre.
Durante su catequesis, san Juan Pablo II recordó que el ministerio de
Pablo VI «se caracterizó, sobre todo, por el concilio Vaticano II y por una
gran apertura a las exigencias de la época moderna». Tras recordar que él mismo
había participado en el Concilio y había vivido el posconcilio, asegura que
«pude apreciar personalmente el empeño que Pablo VI puso siempre con vistas a
la necesaria actualización de la Iglesia a las exigencias de la nueva
evangelización».
En este contexto, «con prudente sabiduría supo resistir a la tentación
de adaptarse a la mentalidad moderna, afrontando con fortaleza
evangélica dificultades e incomprensiones, y en algunos casos también
hostilidades. Incluso en los momentos más difíciles nunca le faltó al pueblo de
Dios su palabra iluminadora».
Un esfuerzo que fue posible porque Pablo VI siempre fue consciente de
que, como afirmó poco antes de su muerte, «sólo [Cristo] es la verdad, sólo él
es nuestra fuerza, sólo él es nuestra salvación. Confortados por él,
proseguiremos juntos nuestro camino».
Alfa y Omega
TEXTO COMPLETO DE LA CATEQUESIS DE SAN JUAN PABLO II:
Pablo VI, padre y maestro
1. El pasaje joánico que acabamos de escuchar nos ha propuesto
nuevamente una sugestiva escena evangélica. El Hijo de Dios encomienda a Pedro
su grey, su Iglesia, contra la cual ya había asegurado precedentemente que las
puertas del infierno no prevalecerían (cf. Mt 16, 17-18). Jesús antepone a esta
consigna una petición de amor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»
(Jn 21, 15). Pregunta inquietante que, repetida tres veces, remite a la triple
negación del Apóstol. Pero éste, a pesar de su amarga experiencia, protesta
humildemente: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17).
El amor es el secreto de la misión de Pedro. El amor es el secreto
también de los que están llamados a imitar al buen Pastor en la guía del pueblo
de Dios. Officium amoris pascere dominicum gregem, «tarea de amor es
apacentar la grey del Señor», solía decir Pablo VI, haciendo suya una conocida
expresión de san Agustín.
2. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» ¿Cuántas veces habrá
oído resonar en su corazón estas palabras de Jesús mi venerado predecesor el
siervo de Dios Pablo VI, a quien recordamos hoy? Han pasado cuarenta años desde
su elección a la Cátedra de Pedro, el 21 de junio de 1963, y veinticinco desde
su muerte, el 6 de agosto de 1978. Desde su juventud había trabajado al
servicio directo de la Sede apostólica, junto a Pío XI. Durante largo tiempo
fue uno de los colaboradores más fieles y valiosos de Pío XII. Fue el sucesor
inmediato de [san] Juan XXIII, a quien tuve la alegría de elevar al honor de
los altares hace tres años. Su ministerio de Pastor universal de la Iglesia
duró quince años y se caracterizó, sobre todo, por el concilio Vaticano II y
por una gran apertura a las exigencias de la época moderna.
También yo tuve la gracia de participar en los trabajos conciliares y
vivir el período del posconcilio. Pude apreciar personalmente el empeño que
Pablo VI puso siempre con vistas a la necesaria actualización de la Iglesia a
las exigencias de la nueva evangelización. Al sucederle en la Cátedra de Pedro,
me he esforzado por proseguir la acción pastoral que había iniciado,
inspirándome en él como en un padre y maestro.
3. Pablo VI, apóstol fuerte y amable, amó a la Iglesia y trabajó por su
unidad y por intensificar su acción misionera. Desde esta perspectiva, se
comprende plenamente la iniciativa innovadora de los viajes apostólicos, que
constituye hoy una parte integrante del ministerio del Sucesor de Pedro.
Quería que la comunidad eclesial se abriera al mundo, pero sin ceder al
espíritu del mundo. Con prudente sabiduría supo resistir a la tentación de adaptarse
a la mentalidad moderna, afrontando con fortaleza evangélica dificultades e
incomprensiones, y en algunos casos también hostilidades. Incluso en los
momentos más difíciles nunca le faltó al pueblo de Dios su palabra iluminadora.
Al final de sus días, el mundo entero pareció redescubrir su grandeza y se
estrechó a él en un abrazo de afecto.
4. Su magisterio es rico y, en gran parte, está orientado a educar a los
creyentes en el sentido de Iglesia.
Entre sus numerosas intervenciones, me limito a recordar, además de la
encíclica Ecclesiam suam, publicada al inicio de su pontificado, su
conmovedora profesión de fe, conocida como el Credo del pueblo de Dios,
que pronunció con vigor en la plaza de San Pedro el 30 de junio de 1968. ¡Cómo
no mencionar, asimismo, sus valientes tomas de posición en defensa de la vida
humana con la encíclica Humanae vitae, y a favor de los pueblos en vías
de desarrollo con la encíclica Populorum progressio, para construir una
sociedad más justa y solidaria!
Están también sus reflexiones personales, que solía apuntar durante los
retiros espirituales, cuando se retiraba consigo mismo, como «en la
celda del corazón». Meditaba a menudo sobre el lugar al que Dios lo había
llamado al servicio de la Iglesia «siempre amada», con el espíritu de la
vocación de Pedro. «Nadie podría entregarse más que yo a esta meditación -anotó
durante uno de esos retiros-..., a comprenderla, a vivirla. Señor, ¡qué
realidad!, ¡qué misterio!... Es una aventura en la que todo depende de Cristo»
(Retiro del 5 al 13 de agosto de 1963, Meditazioni inedite, Ed.
Studium).
5. Amadísimos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por el don de
este Pontífice, guía firme y sabio de la Iglesia. En su homilía del 29 de junio
de 1978, poco más de un mes antes de la conclusión de su activa existencia
terrena, Pablo VI decía: «Ante los peligros que hemos delineado (...), nos
sentimos impulsados, a acudir a Cristo como única salvación y a gritar: Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Sólo él es
la verdad, sólo él es nuestra fuerza, sólo él es nuestra salvación. Confortados
por él, proseguiremos juntos nuestro camino» (cf. L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 9 de julio de 1978, p. 12).
A la luz de la meta eterna, comprendemos mejor cuán urgente es amar a
Cristo y servir a su Iglesia con alegría. Nos obtenga esta gracia María, a
quien Pablo VI, con amor filial, quiso proclamar Madre de la Iglesia. Sea
precisamente ella, la Virgen, quien estreche entre sus brazos a ese devoto hijo
suyo en la bienaventuranza eterna reservada a los servidores fieles del Evangelio.
Juan Pablo II
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