Son varios los errores…, en que una persona, sin malicia alguna y de
buena fe puede cometer en su deseo de querer comprender y entender a Dios. Lo primero
y fundamental, que hemos de hacer, es que ahuyentemos de nuestra mente, todo
resquicio de soberbia y echemos manos de nuestra más profunda humildad, si es
que de veras, queremos saber algo acerca de quién es Dios. Él es, tal como una
vez le manifestó a Santa Catalina de Siena: Yo soy el Todo de todo y tú,
eres la nada, Y efectivamente así
es, nosotros somos la nada de nada. Es inmensa la distancia a la que se
encuentra la grandeza de Dios, con respecto a la insignificancia de nosotros. Y
si queremos salvar esa diferencia o al menos intentar salvarla, intentando
querer acercarnos a ÉL, solo hay un procedimiento que es la humildad.
Nosotros no somos nada, frente a la grandeza de Dios, Él es un Ser
ilimitado en todas sus manifestaciones, nosotros somos seres totalmente
limitados, solo nuestra soberbia nos hace creer que somos algo. Para
comprender, solo un poco lo que es Dios y lo que representa, no tenemos más que estudiar
astronomía. No hay ciencia que incite tanto al hombre a la humildad como la
astronomía. ¿Qué somos? ¿Qué representamos? Nada de nada, a pesar de lo que
creemos que hemos logrado con todos nuestros avances científicos y
tecnológicos. Y nada hemos creado ni tenemos, porque si para crear hace falta
inteligencia y medios. ¿Quién nos ha proporcionado inteligencia y medios? Es
por ello que San Agustín nos pregunta: ¿Qué tienes tú, que previamente
no hayas recibido?
Con la soberbia creamos un
escollo imposible de salvar, si queremos acercarnos a Dios. El germen de la
soberbia, ha anidado siempre en el hombre de todos los tiempos, ¿qué es si no,
ese afán desmedido que tiene el hombre? por obtener condecoraciones y títulos;
ese afán para que se le considera a uno, superior a los demás; ese afán por
sentarse en las tribunas de autoridades; ese afán, para que todo el mundo hable
de uno, aunque se hable mal de uno, lo importante es que se hable.; ese afán...
etc. Podríamos seguir enumerando casos y circunstancias, en las que se pone de
manifiesto nuestra soberbia, pero todos las conocemos y lo sabemos.
Todo lo hemos recibido, nada es un fruto creado por nosotros, aunque
seamos tan soberbios que nos lo creamos, pues lo que estimamos que es fruto de
nuestro esfuerzo, no es más que una dádiva del Señor. La soberbia anula al hombre
a los ojos de Dios, porque Él aborrece al soberbio. En el Eclesiástico, podemos
leer: “…, el origen de todo pecado es la soberbia, y el
comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios” (Ecl 10,15).
La madre Angélica nos dice: “La soberbia es
un adversario muy sofisticado y su táctica más poderosa consiste en
persuadirnos de que nuestro sentido del pecado y de la corrección es una regla
perfectamente aceptable. La soberbia nos confunde realmente hasta el punto de
no saber diferenciar entre el bien y el mal”. La soberbia nos invade
y nos domina y lo peor, que esta tiene, es que no somos conscientes de ser
soberbios. Nos creemos humildes y de pronto brota en nosotros, un gesto de
soberbia, simplemente porque siempre encontramos razones, para considerarnos
superior a los demás. Ningún o deficiente mentas se cree que él es tonto, todo
lo más él se cree igual a los demás.
La humildad es
indispensable para poder acercarse a Dios y tratar de conocerle. La humildad
nace de la visión del abismo que separa a Dios de la criatura y sin aceptar
esta realidad, no le es posible a nadie entender nada. Adquirir una verdadera
humildad es difícil. También San Agustín escribía en su epístola 118: “Si me
preguntáis que es lo más esencial en la religión y en la disciplina de
Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad, y lo
tercero la humildad”. La humildad, es por definición, el
exacto conocimiento de uno mismo, es decir, el saber que no somos nada, que no
representamos nada frente a la grandeza de Dios.
San Francisco de Sales,
valoraba la humildad como medio para acerarnos a Dios. Para él: “La humildad es el reconocimiento de nuestra propia miseria. Es el
verdadero conocimiento de lo que somos y representamos nosotros mismos”.
Y para adquirir este conocimiento, de lo que es nuestra propia miseria, nada
mejor que ejercitarnos en el conocimiento de lo que es Dios. En este sentido
Santa Teresa de Jesús, escribía: “Y a mi parecer jamás nos
acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza,
acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad;
considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes”.
San Juan en su evangelio, en el primer capítulo, nos dice: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito que está en el seno del Padre,
ese le ha dado a conocer”. (Jn
1,18). Y corroborando esta
afirmación de que es Cristo unigénito del Padre, quien nos lo ha dado a
conocer, más adelante San Mateo en el capítulo 11 de su evangelio recoge las
palabras de Cristo unigénito y escribe: "27 Todo me ha sido
entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al
Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. (Mt 11,27). El Hijo es el único hombre, que ha
visto al Padre en este mundo y el dona la visión de Padre a quien bien le
parece.
El Papa Francisco dice que: “Quien mira al Señor, ve a
los demás”. Es imposible querer amar y comprenderá a Dios
sin amar toda su Creación, y esencialmente a todos nuestros semejantes, sean de
nuestro agrado o de nuestra repulsión instintiva, porque es por medo de ellos,
por medio del amor, que le demos a ellos donde estamos demostramos nuestro amor
al Señor. Nuestro amor al Señor ha de pasar siempre antes por el amor, que le
tengamos a los demás. El Señor no dejó dicho: "22 Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su
hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta,
merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de
fuego. 23 Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de
que tu hermano tiene alguna queja contra ti, 24 deja tu ofrenda ante el altar,
ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu
ofrenda. 25 Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras
vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez
al guardia, y te pongan preso. 26 Te aseguro que no saldrás de allí hasta que
hayas pagado el último centavo”. (Mt
5,22-26).
La visión de Dios, ya sea en este mundo, si es que alguien llega a tener
la dicha de obtenerla, o en el otro, solo se puede obtener con los ojos
espirituales de nuestra alma, porque Dios es espíritu puro y solo los ojos
espirituales, si están desarrollados y entrenados ven lo espiritual con mayor o menor claridad, de acurdo con la mayor o
menor luz divina que Dios les proporciones. De la misma forma. que los ojos
materiales de nuestra cara, ven perfectamente la materia, Tanto los ojos
materiales como los ojos espirituales de nuestra alma, necesitan luz para ver,
luz que les ilumine en el caso de los ojos materiales de nuestra cara esa luz,
es la luz material que nos presta el sol o la creada por el hombre con la
electricidad. En el caso de la visión con los ojos espirituales de nuestra
alma, la luz es la Luz divina la que necesitamos para ver, ella es la que no
ilumina si sabemos buscar es luz divina.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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