LA ASCENSIÓN DE JESUCRISTO
CATEQUESIS
DE S. S. JUAN PABLO II
05-04-89.- LA ASCENSIÓN: MISTERIO
ANUNCIADO
1. Los
símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de
Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que
Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante
cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y
definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo,
completando así el «retorno al Padre» iniciado ya con la resurrección de entre
los muertos.
En esta
catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando
de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los
anteriores la Pascua.
2. Jesús,
cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice: «No me
toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).
Ese mismo
anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual.
Lo hizo especialmente durante la última Cena, «sabiendo Jesús que había llegado
su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto
todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13, 1-3).
Jesús tenía, sin duda, en la mente su muerte ya cercana y, sin embargo, miraba
más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima
partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: «Me voy a aquel
que me ha enviado» ( Jn 16, 5): « Me voy al Padre, y ya no me veréis» (Jn 16,
10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente,
tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: «Me voy y volveré a
vosotros», e incluso añadía: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al
Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14, 28). Tras la resurrección
aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y
transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.
3. Si
queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos
ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la
peregrinación terrena de Cristo. Hijo de Dios, consubstancial al Padre, que se
hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece
estrechamente conectada con la primera, es decir, con su «descenso del cielo»,
ocurrido en la encarnación Cristo «salido del Padre» (Jn 16, 28) y venido al
mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el
mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida» como lo fue
el del «descenso» Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede
retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el
coloquio con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo»
(Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de «subir al cielo»,
nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no
tiene acceso a esa «casa del Padre» (Jn 14, 2), a la participación en la vida y
en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el
Hijo que «bajó el cielo», que «salió del Padre» precisamente para esto.
Tenemos
aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el
misterio de la Encarnación, y es su momento conclusivo.
4. La
Ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la «economía de la
salvación», que se expresa en el misterio de la encarnación y, sobre todo, en
la muerte redentora de Cristo en la cruz Precisamente en el coloquio ya citado
con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo
narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: «Como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (es decir, crucificado)
el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3,
14-1 5).
Y hacia
el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era
Él el que abriría a la humanidad el acceso a la «casa del Padre» por medio de
su cruz: «cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mi» (Jn 12,
32). La «elevación» en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo
de otra «elevación» que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El
Evangelio de Juan vio esta «exaltación» del Redentor ya en el Gólgota. La cruz
es el inicio de la ascensión al cielo.
5.
Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que
Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, no penetró en un
santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse
ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9, 24). Y entró «con
su propia sangre, consiguiendo una redención eterna: «penetró en el santuario
una vez para siempre» (Heb 9, 12). Entró, como Hijo «el cual, siendo resplandor
de su gloria (del Padre) e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con
su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados,
se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 3)
Este
texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13)
coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor
de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en
conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús «Nadie ha subido al
cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).
6. Otras
palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero
en perspectiva de la ascensión: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con
vosotros. Vosotros me buscaréis, y adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis
venir» (Jn 13, 33). Sin embargo, dice en seguida: «En la casa de mi Padre hay
muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar»
(Jn 14, 2).
Es un
discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo.
Jesucristo va al Padre (a la casa del Padre) para «introducir» a los hombres
que «sin Él no podrían entrar». Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que
«bajó del cielo» (Jn 3, 13), que «salió del Padre» (Jn 16, 28) y ahora vuelve
al Padre «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Heb 9, 12).
Él mismo afirma: «Yo soy el Camino; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
7. Por
esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: «Os
conviene que yo me vaya.» Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable
desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta
el final a los Apóstoles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no
vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Sí.
Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del
Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en
virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador (Paráclito). Y por ello
prometió repetidamente: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 3. 28).
Nos
encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o
predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la
historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros
insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el
Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo
obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia -verdad claramente
enseñada por Jesús- permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio
trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La
presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia, también de modo
sacramental. En el centro de la Iglesia se así encuentra la Eucaristía. Cuando
Jesús anunció su institución por vez primera, muchos «se escandalizaron» (Cfr.
Jn 6, 61), ya que hablaba de «comer su Cuerpo y beber su Sangre». Pero fue
entonces cuando Jesús reafirmó: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo
del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da la vida, la
carne no sirve para nada» (Jn 6, 61-63) .
Ya Jesús
habla aquí de su ascensión al cielo cuando su Cuerpo terreno se entregue a la
muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu «que da la vida». Cristo subirá
al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu
glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés, el
Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la
muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado
por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las «moradas
eternas», donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en
la «Casa del Padre» (Jn 14, 2).
12-04-89.- EL HECHO DE LA
ASCENSIÓN
1. Ya los
«anuncios» de la ascensión, que hemos examinado en la catequesis anterior,
iluminan enormemente la verdad expresada por los más antiguos símbolos de la fe
con las concisas palabras «subió al cielo». Ya hemos señalado que se trata de
un «misterio», que es objeto de fe. Forma parte del misterio mismo de la
Encarnación y es el cumplimiento último de la misión mesiánica del Hijo de
Dios, que ha venido a la tierra para llevar a cabo nuestra redención.
Sin
embargo, se trata también de un «hecho» que podemos conocer a través de los
elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los Evangelios.
2.
Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su Evangelio: «Los
sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que,
mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24,
50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la sensación de
«movimiento» de toda la figura de Jesús, y de un acción de «separación» de la
tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los Apóstoles, indica
el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda su misión
redentora, está contenida para el mundo toda clase de bienes espirituales.
Deteniéndonos
en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría que Jesús
subió al cielo el mismo día de la resurrección, como conclusión de su aparición
a los Apóstoles (Cfr. Lc 24, 36-39). Pero si se lee bien toda la página, se
advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos finales de la
vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica, concluida con
su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los referirá en
otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de los Hechos
de los Apóstoles que reanuda la narración contenida en el Evangelio, para
proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.
3. En
efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta las
apariciones y la ascensión de manera más detallada: «A estos mismos (es decir,
a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas
de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo
referente al reino de Dios» (Hech 1, 3). Por tanto, el texto nos ofrece una
indicación sobre la fecha de la ascensión: cuarenta días después de la
Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da información sobre el
lugar.
Respecto
al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse que Jesús se haya
aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta días, como
afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que sirve para
indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin deseado, es
aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días al desierto
antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días aparece sobre la
tierra antes de subir definitivamente al cielo. Sin duda, el tiempo de Jesús
resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro. El Resucitado
está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni variaciones. Pero, en
cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los Apóstoles, pone en marcha
la Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el tiempo del mundo humano,
adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de la relación
eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la
tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el
espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El
hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de
nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha
hablado.
Ciertamente,
cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora
eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia
peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora invisible y
«supratemporal» como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los corazones.
4. Según
los Hechos de los Apóstoles, Jesús «fue llevado al cielo» (Hech 1, 2) en el
monte de los Olivos (Hech 1, 12): efectivamente, desde allí los Apóstoles
volvieron a Jerusalén después de la ascensión. Pero antes que esto sucediese,
Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, «les mandó que no se
ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre» (Hech 1, 4).
Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo: «Seréis
bautizados en el Espíritu Santo» (Hech 1, 5); «Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hech 1, 8).
Y fue entonces cuando «dicho esto, fue levantado en presencia ellos, y una nube
le ocultó a sus ojos» (Hech 1 9).
El monte
de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní,
es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño
grupo de sus discípulos en el momento de la ascensión. Esto sucede después que
Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por cuya acción aquel
pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por los caminos de la
historia. La Ascensión es por tanto, el acontecimiento conclusivo de la vida y
de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de la vida y de
la historia «de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 11). Este es el sentido
fundamental del hecho de la ascensión más allá de las circunstancias
particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos
en los que puede ser considerado.
5. Según
Lucas, Jesús «fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus
ojos» (Hech 1, 9). En este texto hay que considerar dos momentos esenciales:
«fue levantado (la elevación-exaltación) y «una nube le ocultó» (entrada en el
claroscuro del misterio).
«Fue
levantado»: con esta expresión, que responde a la experiencia sensible y
espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a un paso de
la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro «paso»: Cristo pasa al estado
de glorificación en Dios. El primer significado de la ascensión es precisamente
éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad celestial de Dios.
Lo prueba «la nube» signo bíblico de «presencia divina». Cristo desaparece de
los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios
invisible.
6.
También esta última consideración confirma el significado del misterio que es
la ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que «salió del Padre y vino al
mundo, ahora deja el mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). En ese «retorno» al
Padre halla su concreción la elevación «a la derecha del Padre», verdad
mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el
Evangelista Marcos nos dice que «el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó
a la diestra de Dios» (Mc 16, 19), sus palabras revocan el «oráculo del Señor»
enunciado en el Salmo: «Oráculo de Yahvé a mi Señor: Siéntate a mi diestra,
hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies» (109-110, 1).
«Sentarse a la derecha de Dios» significa coparticipar en su poder real y en su
dignidad divina.
Lo había
predicho Jesús: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir entre las nubes del cielo», leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14, 62).
Lucas a su vez, escribe (Lc 22, 69): «El Hijo de Dios estará sentado a la
diestra del poder de Dios». Del mismo modo el primer mártir Jerusalén, el
diácono Esteban, verá a Cristo en el momento su muerte: «Estoy viendo los
cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios»
(Hech 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las primeras
comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús había conseguido
con la ascensión al cielo.
7.
También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad
sobre Jesucristo, «el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la
diestra de Dios y que intercede por nosotros» (Rom 8, 34). En la Carta a los
Colosenses escribe: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1; cfr. Ef l,
20). En la Carta a los Hebreos leemos (Heb 1 3; 8, 1): «Tenemos un Sumo
Sacerdote tal que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los
cielos». Y de nuevo(Heb 10, 12 y Heb 12, 2): « soportó la cruz, sin miedo a la
ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios».
A su vez,
Pedro proclama que Cristo «habiendo ido al cielo está a la diestra de Dios y le
están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades» (1 Ped 3, 22).
8. El
mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de
Pentecostés, dirá de Cristo que «exaltado por la diestra Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís»
(Hech 2 33; cfr. también Hech 5, 31). Aquí se inserta en la verdad de la
ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo, referido al Espíritu
Santo.
Reflexionemos
sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la ascensión al cielo se
asocia la elevación del Mesías al reino del Padre: «Subió al cielo, está
sentado a la derecha del Padre». Esto significa la inauguración del reino del
Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del Libro de
Daniel sobre el hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y
todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio
eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás» (Dn 7, 13-14).
El
discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos de los
Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de Cristo a la
derecha del Padre está ligada, sobre todo, con la venida del Espíritu Santo.
Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los Apóstoles de que sólo
con la ascensión Jesús «ha recibido el Espíritu Santo del Padre» para
derramarlo como lo había prometido.
9. El
discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu Santo, en
la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la visión de ese reino
que Cristo había anunciado desde el principio y del que había hablado también
tras la resurrección (Cfr. Hech 1, 3). Hasta entonces los oyentes le habían
interrogado sobre la restauración del reino de Israel (Cfr. Hech 1, 6), tan
enraizada en su interpretación temporal de la misión mesiánica. Sólo después de
haber reconocido «la potencia» del Espíritu de verdad, «se convirtieron en
testigos» de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de modo definitivo
cuando Cristo glorificado «se sentó a la derecha del Padre». En la economía
salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación de
Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento los
Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá fin. En esta
perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después
de la ascensión de Cristo: «Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo
Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hech 1,11). Anuncio
de una plenitud final y definitiva que se tendrá cuando en la potencia del
Espíritu de Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la
historia.
19-04-89. – LA ASCENSIÓN
MANIFIESTA QUE JESÚS ES EL SEÑOR
1. El
anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es elocuente y
solemne: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos
testigos. Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el Espíritu
Santo prometido y lo ha derramado» (Hech 2, 32-33). «Sepa, pues, con certeza
toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a
quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2 36). Estas palabras (dirigidas a la
multitud compuesta por los habitantes de aquella ciudad y por los peregrinos
que habían llegado de diversas partes para la fiesta) proclaman la elevación de
Cristo (crucificado y resucitado) «a la derecha de Dios». La «elevación», o
sea, la ascensión al cielo, significa la participación de Cristo hombre en el
poder y autoridad de Dios mismo. Tal participación en el poder y autoridad de
Dios Uno y Trino se manifiesta en el «envío» del Consolador, Espíritu de la
verdad, el cual «recibiendo» (Cfr. Jn 16, 14) de la redención llevada a cabo
por Cristo, realiza la conversión de los corazones humanos. Tanto es así, que
ya aquel día, en Jerusalén, «al oír esto sintieron el corazón compungido» (Hech
2, 37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de conversiones.
2. Con el
conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol Pedro en el
discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como Mesías enviado
por el Padre y como Señor.
La
conciencia de que Él era «el Señor», había entrado ya de alguna manera en el
ámbito de los Apóstoles durante la actividad prepascual de Cristo. El mismo
alude a este hecho en la última Cena: «Vosotros me llamáis el Maestro y el
Señor, y decís bien porque lo soy» (Jn 13,17). Esto explica porque los
Evangelistas hablan de Cristo «Señor» como de un dato admitido comúnmente en
las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese término en boca
del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores: «Os ha nacido un
salvador que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11 ) . En muchos otros lugares usa el
mismo apelativo (Cfr. Lc 1, 13; 10, 1; 10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6;
22, 61). Pero es cierto que el conjunto de los sucesos pascuales ha consolidado
definitivamente esta conciencia. A la luz de estos sucesos es necesario leer la
palabra «Señor» referida también a la vida y actividad anterior del Mesías. Sin
embargo, es necesario profundizar sobre todo el contenido y el significado que
la palabra tiene en el contexto de la elevación y de la glorificación de Cristo
resucitado, en su ascensión al cielo.
3. Una de
las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es el
Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios donde Pablo
proclama: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien
son todas las cosa y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,6; cfr. 16, 22; Rom
10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los Filipenses, donde Pablo presenta como
Señor a Cristo, que humillado hasta la muerte, ha sido también exaltado «para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en
los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de
Dios Padre» (Flp 2, 10)11). Pero Pablo subraya que «nadie puede decir:
"Jesús es Señor»» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3).
Por tanto «bajo la acción del Espíritu Santo» también el Apóstol Tomás dice a
Cristo, que se le apareció después de la resurrección: «Señor mío y Dios mío»
(Jn 20, 28). Y lo mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la
lapidación ora: «Señor Jesús, recibe mi espíritu no les tengas en cuenta este
pecado» (Hech 7, 59)60).
Finalmente,
el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la revelación con
la invocación de la Esposa y del Espíritu: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20).
Es el
misterio de la acción del Espíritu Santo «vivificante» que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia para
interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él (y sólo Él)
es «el Señor».
4.
Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder «en los cielos y
sobre la tierra». Es el poder real «por encima de todo Principado, Potestad,
Virtud, Dominación Bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 2122). Al
mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la Carta
los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: «Tú eres sacerdote para
siempre, a semejanza de Melquisedec» (Heb 5, 6). Este eterno sacerdocio de
Cristo comporta el poder de santificación de modo que Cristo «se convirtió en
causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5, 9). «De ahí
que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya
que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25). Asimismo, en la
Carta a los Romanos leemos que Cristo «está a la diestra de Dios e intercede
por nosotros» (Rom 8, 34). Y finalmente, San Juan nos asegura: «Si alguno peca,
tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2, 1).
5. Como
Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la idea central
de San Pablo en el gran cuadro cósmico-histórico-sotereológico, con que
describe el contenido del designio eterno de Dios en los primeros capítulos de
las Carta a los Efesios y a los Colosenses: «Bajo sus pies sometió todas las
cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia que es su Cuerpo, la
Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22). «Pues Dios tuvo a bien
hacer residir en El toda la Plenitud» (Col 1, 19): en Él en el cual «reside
toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9).
Los
Hechos nos dicen que Cristo «se ha adquirido» la Iglesia «con su sangre» (Hech
20, 28; cfr. 1 Cor 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a los
discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de él saca
constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la redención
continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es verdad
que Cristo siempre ha sido el «Señor», desde el primer momento de la
encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hombre por
nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho de
«haberse humillado» «se despojó de sí mismo haciéndose obediente hasta la
muerte y muerte en cruz» (Cfr. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y
glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de su
Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y en toda
la sociedad por obra del Espíritu Santo. La redención es la fuente de la
autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como
leemos en la Carta a los Efesios: «El mismo "dio" a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y
maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del
ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo. . . a la madurez de la
plenitud de Cristo» (Ef 4, 11-13).
6. En la
expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía de la
salvación, Cristo es el Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran cuadro
de la Carta a los Efesios: «Este que bajó es el mismo que subió por encima de
todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4, 10). En la Primera Carta a los
Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido «porque todo (Dios) lo
puso bajo sus pies» (con referencia l Sal 8, 5). «Cuando diga que ¡todo está
sometido!, es evidente que se excluye a Aquél que ha sometido a Él todas las
cosas» (1 Cor 15, 27). Y el Apóstol desarrolla ulteriormente este pensamiento,
escribiendo: «Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces
también el Hijo se someterá que el que ha sometido a Él todas las cosas, para
que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28). «Luego, el fin, cuando entregue a
Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y
Potestad» (1 Cor 15, 24).
7. La
Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este
tema fascinante, escribiendo que «El Señor es el fin de la historia humana, ¡el
punto focal de los deseos de la historia y de la civilización!, el centro del
género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus
aspiraciones» (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la
historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación,
encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en tradición se llamaba
recapitulación «»recapitulatio», en griego: «auacefalawsiz» Es una concepción
que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios en donde se describe el
eterno designio de Dios «para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer
que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en
la tierra» (Ef 1,10).
8.
Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la Vida eterna. A Él
pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: «Cuando el
Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se
sentará en su trono de gloria Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid,
benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo!» (Mt 25, 31. 34).
El
derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y conciencias
humanas, pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en efecto,
«adquirió» este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre «todo juicio lo ha
entregado al Hijo» (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobre todo para
juzgar, sino para salvar. Para otorgar la vida divina que está en El. «Porque,
como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida
en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5,
26)27).
Un poder,
por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón desde el
seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre «propter nos homines
et propter nostram salutem». Cristo crucificado y resucitado, Cristo que «subió
a los cielos y está sentado a la derecha del Padre». Cristo que es, por tanto,
el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un
signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada
hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.
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