Si Jesucristo hubiese querido que
la designación de los pastores para regir su naciente Iglesia se hiciese de
manera "democrática", hubiera propuesto a los Doce que eligieran a
uno entre ellos para encabezar la misión, pero no, directamente escogió a
Pedro, y "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"
Atisbo un
cierto run run clerical proveniente sobre todo del País Vasco y Cataluña,
proponiendo la elección de obispos por “votación popular”. Se apoyan en no sé
qué tradiciones históricas de la Iglesia católica primitiva, que no me he
tomado la molestia de comprobar porque no estamos en los balbuceos de aquel
cristianismo primigenio, minúsculo, de pequeñísimas comunidades, sino en una
Iglesia realmente católica, esto es, universal, extendida por todo el planeta y
a veces formada por diócesis enormes que por ello mismo necesita en lo más alto
de la cúpula jerárquica un timonel supremo de pulso firme capaz de pilotar la
inmensa barca de Pedro en toda clase de mares, expuesta siempre a las
tempestades y tormentas de este mundo.
Alegan, los sostenedores de la propuesta, que superados los tiempos del galicanismo (sometimiento de la Iglesia al Estado o al poder temporal) y a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II (que a juicio de algunos sirven lo mismo para un roto que para un descosido) “no es extraño que haya reaparecido la exigencia (¿quién lo exige?) de recuperar el protagonismo que tradicionalmente ha desempeñado el Pueblo de Dios en la elección de sus obispos”.
Vayamos por partes: ¿que ha desparecido el galicanismo? Entonces, ¿qué es lo que hay ahora en Cataluña, si no es una presión agobiante a cargo de poderes públicos para que la Iglesia apoye las pretensiones separatistas de ciertas formaciones políticas? Y lo mismo digo respecto al País Vasco. Por ventura los comentarios a los que me estoy refiriendo (“Vida Nueva”, núm. 2.893, 10-16 de mayo), ¿no son una prolongación clerical de esa presión política (galicana) sobre la Iglesia?
En todo caso, a quién correspondería la elección del obispo propio, ¿al Pueblo de Dios de su diócesis? ¿Y quiénes formarían a efectos electorales ese Pueblo de Dios?, ¿todos los bautizados? Pero si hay muchos que no han vuelto a pisar una iglesia desde que hicieron la primera comunión... si la hicieron. ¿Los cada vez más “casados” por lo forestal, digo por poner otro ejemplo? Entonces, quiénes podrían votar, ¿sólo los “buenos”? ¿Y cuáles serían esos buenos? ¿Qué máxima autoridad eclesiástica sería capaz de distinguir, en la grey del Señor, el trigo de la cizaña?
De todos modos, ¿cómo se haría la cosa? Pues al copiar métodos seculares, no se podría evitar los mismos efectos “secundarios”, mayormente perversos, que producen en la sociedad general las feroces luchas políticas. Al copiar fórmulas seculares, se seculariza la Iglesia, y cuando la Iglesia se seculariza, descarrila.
Veamos, ¿quiénes propondrían a los candidatos? ¿Cualquiera del Pueblo de Dios o las camarillas eclesiásticas? ¿A través de qué mecanismos? ¿Recogiendo firmas, echando sermones como si fueran mítines a favor de este o del otro aspirante, haciendo propaganda por las parroquias, conventos y demás instituciones religiosas o en polideportivos y plazas de toros? ¿Podrían evitarse las insidias y descalificaciones de los contrincantes? ¿Podrían también evitarse la formación de capillitas, grupos y hasta partidos “políticos” en el seno de la propia Iglesia? Pronto tendríamos –ya los tenemos más o menos veladamente a pesar de no dar pie a ello- grupos conservadores y progresistas; inmovilistas y reformadores; oficialistas y rupturistas; de derechas, de centro y de izquierdas; de Fulano y de Mengano, etc., etc., etc. Zarpa a la greña unos contra otros, a ver quién imponía su candidato. Este maniqueísmo ideológico ya lo ejercieron muchos plumillas –mayormente clérigos- que seguían en directo desde Roma el Concilio Vaticano II, con todas las consecuencias nefasta que ello trajo consigo.
¡Que no!, que adoptar formas seculares para gobernar la Iglesia, en cualquiera de sus parcelas, trae consigo, inevitablemente, su secularización, su ruina secularista. Si Jesucristo hubiese querido que la designación de los pastores para regir su naciente Iglesia se hiciese de manera “democrática”, hubiera propuesto a los Doce que eligieran a uno entre ellos para encabezar la misión, pero no, directamente escogió a Pedro, y “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De la misma manera que no introdujo el sacerdocio femenino. Son las reglas del juego que decidió nuestro Fundador. Por algo lo haría de ese modo.
Además, estos “innovadores” cuyas propuestas novedosas –aunque antiquísimas según ellos- coinciden “casualmente” con intereses políticos muy definidos y concretos, parecen ignorar los grandes desgarros y cismas sufridos por la Iglesia católica a lo largo de su historia, por causas exclusivamente políticas de espíritu galicano, porque nunca faltaron eclesiásticos, especialmente de alto nivel, que se doblegaron a las exigencias de los poderosos, traicionando su fidelidad a la Iglesia.
Alegan, los sostenedores de la propuesta, que superados los tiempos del galicanismo (sometimiento de la Iglesia al Estado o al poder temporal) y a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II (que a juicio de algunos sirven lo mismo para un roto que para un descosido) “no es extraño que haya reaparecido la exigencia (¿quién lo exige?) de recuperar el protagonismo que tradicionalmente ha desempeñado el Pueblo de Dios en la elección de sus obispos”.
Vayamos por partes: ¿que ha desparecido el galicanismo? Entonces, ¿qué es lo que hay ahora en Cataluña, si no es una presión agobiante a cargo de poderes públicos para que la Iglesia apoye las pretensiones separatistas de ciertas formaciones políticas? Y lo mismo digo respecto al País Vasco. Por ventura los comentarios a los que me estoy refiriendo (“Vida Nueva”, núm. 2.893, 10-16 de mayo), ¿no son una prolongación clerical de esa presión política (galicana) sobre la Iglesia?
En todo caso, a quién correspondería la elección del obispo propio, ¿al Pueblo de Dios de su diócesis? ¿Y quiénes formarían a efectos electorales ese Pueblo de Dios?, ¿todos los bautizados? Pero si hay muchos que no han vuelto a pisar una iglesia desde que hicieron la primera comunión... si la hicieron. ¿Los cada vez más “casados” por lo forestal, digo por poner otro ejemplo? Entonces, quiénes podrían votar, ¿sólo los “buenos”? ¿Y cuáles serían esos buenos? ¿Qué máxima autoridad eclesiástica sería capaz de distinguir, en la grey del Señor, el trigo de la cizaña?
De todos modos, ¿cómo se haría la cosa? Pues al copiar métodos seculares, no se podría evitar los mismos efectos “secundarios”, mayormente perversos, que producen en la sociedad general las feroces luchas políticas. Al copiar fórmulas seculares, se seculariza la Iglesia, y cuando la Iglesia se seculariza, descarrila.
Veamos, ¿quiénes propondrían a los candidatos? ¿Cualquiera del Pueblo de Dios o las camarillas eclesiásticas? ¿A través de qué mecanismos? ¿Recogiendo firmas, echando sermones como si fueran mítines a favor de este o del otro aspirante, haciendo propaganda por las parroquias, conventos y demás instituciones religiosas o en polideportivos y plazas de toros? ¿Podrían evitarse las insidias y descalificaciones de los contrincantes? ¿Podrían también evitarse la formación de capillitas, grupos y hasta partidos “políticos” en el seno de la propia Iglesia? Pronto tendríamos –ya los tenemos más o menos veladamente a pesar de no dar pie a ello- grupos conservadores y progresistas; inmovilistas y reformadores; oficialistas y rupturistas; de derechas, de centro y de izquierdas; de Fulano y de Mengano, etc., etc., etc. Zarpa a la greña unos contra otros, a ver quién imponía su candidato. Este maniqueísmo ideológico ya lo ejercieron muchos plumillas –mayormente clérigos- que seguían en directo desde Roma el Concilio Vaticano II, con todas las consecuencias nefasta que ello trajo consigo.
¡Que no!, que adoptar formas seculares para gobernar la Iglesia, en cualquiera de sus parcelas, trae consigo, inevitablemente, su secularización, su ruina secularista. Si Jesucristo hubiese querido que la designación de los pastores para regir su naciente Iglesia se hiciese de manera “democrática”, hubiera propuesto a los Doce que eligieran a uno entre ellos para encabezar la misión, pero no, directamente escogió a Pedro, y “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De la misma manera que no introdujo el sacerdocio femenino. Son las reglas del juego que decidió nuestro Fundador. Por algo lo haría de ese modo.
Además, estos “innovadores” cuyas propuestas novedosas –aunque antiquísimas según ellos- coinciden “casualmente” con intereses políticos muy definidos y concretos, parecen ignorar los grandes desgarros y cismas sufridos por la Iglesia católica a lo largo de su historia, por causas exclusivamente políticas de espíritu galicano, porque nunca faltaron eclesiásticos, especialmente de alto nivel, que se doblegaron a las exigencias de los poderosos, traicionando su fidelidad a la Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario