Todo creyente sabe…, o debe de
saber, que Dios nos ama, a todos y a él en especial, porque todos somos
especiales para el amor de Dios. En la medida que un alma avanza en el camino
hacia el Señor, siempre va viendo con más claridad, lo que es el mundo de la
espiritualidad y esto tiene su lógica porque en la medida que nuestra alma se
va perfeccionando los ojos de su alma y ellos reciben más luz divina y
subsiguientemente ellos empieza a ver con más claridad lo que antes no veían. Y
esta nueva visión le descubre al alma, un mundo desconocido en el que el amor,
es el todo de todo y para todo.
Pero
desgraciadamente no son todas las almas, las que al menos han tenido una leve
visión de lo que es el amor del Señor a todos y cada uno de nosotros. Son
varias las razones por las que avanzar hacia el Señor no es todo lo fácil que
desearíamos que fuese. Por un lado en el mundo de la vida espiritual, el tiempo
no existe como si existe, en el mundo materia. Todo lo que pertenece al mundo
del espíritu es inmortal o eterno, como lo es nuestra alma, los bienes
espirituales que podamos recibir, o los que nosotros podamos crear con nuestras
oraciones y sacrificios. Por otro lado nunca olvidemos las actuaciones
demoniacas, que siempre están obstaculizado nuestro camino hacia el amor al
Señor, San Pedro en su segunda epístola nos dice: “Sed sobrios y
vigilad, que vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda rondando y
busca a quien devorar, resistidles firmes en la fe”. (2Pdr 5,8).
En
los Evangelios y en el resto de la Biblia, encontramos numerosas expresiones,
que no dan fe de ese amor incomprensible que el Señor nos tiene, hasta el punto
que ello debe de ser incomprensible también para los ángeles, que nos
contemplan y que seguramente se deben de preguntar: Pero que le han dado los
hombres a Dios que Él está que pierde la cabeza, siendo el mendigo de amor de
los hombres como nos decía Santa Teresa de Lisieux. Y así es el Señor nos ama
de tal forma que reiteradamente busca nuestro amor. Pero quizás el versículo
más expresivo de los evangelios, referente al amor de Dios a nosotros, es el
que dice: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3,16).
Con
referencia a ese amor tan tremendo que Dios nos tiene, he recibido una historia
anónima, pero manifestándose en ella, que la misma, se refiere a hechos
verídicos, la historia dice:
Había una pareja sin creencia religiosa alguna, puramente atea que tenía
una hija de muy corta, edad. Como es de suponer desde su nacimiento, ni el
padre ni la madre la habían bautizado, ni nunca le habían hablado de Dios a la
niña y como tampoco nunca había ido todavía a ningún colegio, nadie le había
hablado de Dios. Las malas
relaciones de los padres entre sí, daban origen a continuas peleas entre ellos.
Una noche, cuando la niña tenía 5 años, sus padres se pelearon, la pelea
fue aumentando, de intensidad, hasta el punto de que el padre de la niña, tomo
una pistola y disparó a la madre matándola y a continuación con la misma
pistola el padre se suicidó, quedando la niña huérfana. Toda la escena de la
muerte de los dos progenitores, fue vista por la niña, que en silencio
contemplaba la tragedia.
La niña fue recogida y llevada a un hogar adoptivo. Su nueva madre
adoptiva era cristiana y frecuentemente la llevaba a la Iglesia. El primer día
de clases dominical en la Iglesia, la madre le dijo a la maestra que la niña
nunca había escuchado nada de Jesús, que tuviera paciencia con ella. Un día la
maestra mostró una foto de Jesús y dijo: ¿Alguien sabe quién es Él? Y la niña
con asombro de su maestra dijo: Yo si lo sé, “Ese es el hombre que me estaba
abrazando la noche que mis padres murieron”.
Es lógico
que una niña de 5 años tenga la inocencia el candor y la limpieza de alma
suficiente, para poder ver con más facilidad que nosotros, pues es la luz
divina, no la material, la que tiene en su alma.
Cuando
decimos que Dios nos ama y sufre con nosotros nuestras penas, no son muchas las
personas que comprenda ese loco amor que el Señor nos tiene, hasta el punto de
sufrir con nosotros nuestras penas. Más de uno puede pensar, ¿Y siendo Dios
omnipotente?, porque no elimina la causa del sufrimiento de los hombres, en vez
de acompañar en su dolor al que sufre? Los que así piensan no comprenden lo que
es y como necesitamos el valor redhibitorio del sufrimiento. Una madre ve como
el médico, le hace daño con su intervención a su hijo y que este, grita y
llora, pero la madre no interviene porque sabe que es necesario que el médico
realice lo que está haciendo por el bien de su hijo. Evidentemente Dios puede
evitarnos el sufrimiento, pero ello sería interferir el libre albedrío que nos
ha donado y eso jamás lo hará. Él sufre viendo nuestro sufrimiento, lo mismo
que la madre sufre cuando el médico le produce dolor a su hijo.
El
amor del Señor a nosotros no es un amor genérico, sino personal y especifico.
Por cada uno de nosotros, Él volvería a pasar otra vez una noche de agonía en Getsemaní,
otra noche ante el Sanedrín y ante Pilatos, con las burlas, bofetones y
salivazos, otra coronación de espinas y las burlas de la soldadesca, una brutal
lluvia de azotes con látigos con puntas de metal que le desgarraban la piel,
una caminata hacia el calvario que no pudo resistir y una tremenda crucifixión,
hasta su muerte por una lanzada y todo ello lo volvería a hacer cuantas veces
fuese necesario por ti lector o por mí a fin de que nos salvemos y no pequemos
porque su amor es ilimitado, de tal forma que nosotros no somos capaces de ver
hasta dónde puede llegar. Prueba evidente de este amor es la inhabitación
Trinitaria, que nos dejó, como consecuencia del sacramento del bautismo y el
deseo de estar siempre con nosotros por medio del misterio de la Eucaristía.
Mi más cordial saludo lector y el
deseo de que Dios te bendiga.
Juan del
Carmelo
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