Todos
tenemos sed. Andamos sedientos por la vida. Sed de poder, de dinero, de
bienestar, sed de amor, de comprensión, de justicia.
Sed de felicidad.
Algunos sueñan que se cumplen sus ilusiones. Otros, simplemente se conforman con poder sobrevivir. Ya es bastante.
Yo me encontraba sediento también cuando deambulaba por las calles de Jerusalén, en aquellos días. Había ido para comprar unas semillas para la siguiente siembra. No era la primera vez que subía a la ciudad pero esta vez era diferente. Yo era diferente y el ambiente era diferente. Todas mis esperanzas por ser padre estaban agotadas. Veía a Alía, mi mujer, marchitarse con la edad, sin descendencia. Era una mujer fuerte, generosa, capaz. Hubiera sido una gran madre pero los hijos no venían. Pasábamos la vida refugiados en nuestra casa, nuestro campo, nuestro pequeño mundo, madrugando antes del amanecer, sembrando al sol, amándonos en nuestra soledad. Mi consuelo era la Torá. Abraham, el gran patriarca, nuestro primer padre, que terminó siendo padre de muchos, era un referente para mí, con la diferencia de que yo no sería padre de muchos ni de ninguno. En la sinagoga me miraban con pena, con distancia, pero mi fe en Yahvé no se apagó. Seguía adelante sin grandes ilusiones, sin grandes perspectivas, pero adelante. No había otra dirección.
Aquellos días yo no era el mismo. Había en mí un poso de pesimismo, de impotencia, de fracaso. Quizás por eso me sorprendió aún más la agitación que había en el ambiente. Las calles como siempre estaban repletas de gentes venidas de todas partes para la celebración de la Pascua y la actividad era frenética. La vida se arremolinaba en cada callejón, en cada esquina, en cada plaza. Pero además estaba su presencia. La presencia del profeta. Jesús de Nazaret. Yo le había oído un par de veces y era realmente impresionante. No hablaba como los doctores con ese engreimiento y pomposidad propias del que se siente superior a los demás. Es más, no hablaba. Más bien, suplicaba, atraía, enamoraba. Cuando le oías no te hacía sentir mal sino mejor, mucho mejor, importante, liberado. Sus palabras no te demolían, sino que te construían.
Cuando él hablaba todo parecía posible.
En aquellos momentos mucha gente se arremolinaba en ciertas calles ansiosos mientras otras quedaban completamente desiertas. Algo ocurría, algo estaba pasando. La tensión era mayor de lo normal. Interrumpí a dos que corrían hacia la calle de la cuesta.
—¿Qué ocurre, dónde vais?
—¿No te has enterado? Han detenido y condenado al nazareno. Lo llevan a crucificar.
Me quedé helado mientras seguían corriendo aquellos dos. No podía ser que aquella persona tan válida, tan atrayente, tan buena fuera... ajusticiada. Jerusalén había desquiciado, el mundo entero se había vuelto loco. La garganta se me quedó seca. ¿Cómo había podido suceder? ¿Qué habría hecho? No podía quedarme allí quieto y corrí yo también hasta que llegué al tumulto. Me abrí paso entre la gente y usando los codos fui alcanzando la primera fila. Estaba en una esquina y todavía no había llegado la comitiva hasta aquel punto. Solo veía gritar de furia a los que tenía enfrente, a los que tenía al lado, a todos.
—¿Qué ha hecho?— Le pregunté a uno que parecía tenerlo claro porque gritaba muy fuerte.
—Dice que es el hijo de Dios, figúrate. ¡Blasfemia!
—¿Es un loco? pues echarlo de aquí, pero ¿por qué matarlo? No ha hecho nada malo.—Argumenté temerariamente.
—¿Te parece poco? ¡Ha insultado a Yahvé! Además sus actuaciones son peligrosas.
—¿Porqué, qué ha hecho?
El interrogado me miró con estupor ante mi ignorancia.
—Hace milagros.—Me confesó ofendido.
Y en ese momento apareció él. Una figura sangrienta y deforme que arrastraba el madero para su ejecución. Andaba muy despacio, roto, hundido. Un desecho humano. Detrás, el centurión a lomos de su caballo y unos soldados apartaban a la gente que se quería tirar encima para pegarle o insultarle más de cerca. Yo miraba el espectáculo completamente impresionado. Nunca me hubiera imaginado ver algo así. No era la primera vez que veía una ejecución, pero esta comitiva, ese hombre destruido, ese nivel de odio... nunca. Y las cosas se iban a poner peor...
El nazareno se cayó. Trastabilló y cayó a plomo como un saco sobre el suelo. El aire retumbó e impresionó tanto que se hizo el silencio. Fue a caer a mis pies salpicándome la túnica con su sangre. Todos se apartaron de mí pero yo no me podía mover. Estaba como anclado al suelo, allí con la cabeza sangrienta de aquel hombre al lado de mis sandalias.
—Tú ¿Cómo Te llamas?—Me gritó el centurión desde lo alto de su montura con autoridad.
—Simón, de Cirene.
—Muy bien Simón, ayúdale.—Me gritó señalando a la masa de sangre y carne que jadeaba a mis pies.
Yo me agaché y no sabía por dónde cogerle. Le toqué el hombro empapando mi mano con su sangre, para intentar darle la vuelta y ponerle de pie, pero en ese momento el centurión me volvió a gritar.
—Así no. Así.—Y señaló el madero.
No me lo podía creer. El centurión me obligaba a llevar el leño. Dios mío, en dónde me estaba metiendo. Aquello se había convertido en algo muy comprometido para mí. Ahora comprendía la respuesta de aquel que gritaba tanto. Este hombre era peligroso, todo el que se acercaba a él se veía en problemas. Yo solo quería huir de allí. Solo había ido por curiosidad, por casualidad. Los soldados vieron mi indecisión y me empujaron sin remedio.
—¿Quieres que te arreste por desobedecer a Roma?—Me increpó convincente el centurión.
No había salida. Me había tocado. Debería llevar el madero del Nazareno. No se cómo había llegado a esta situación. Cogí el leño, lo agarre como podía, me lo cargue al hombro. Pesaba un mundo. Todavía me pareció más increíble que ese despojo humano hubiera podido siquiera dar un paso con ese peso. Me daba aprensión cargar con aquel instrumento de muerte. Estaba ayudando a conducir a un hombre a su final. No quería tomar parte de aquello. No quería estar allí. No quería vivir aquello. En mi interior chillaba de pánico y asco. La sangre empapaba el madero y se me resbalaba entre las manos. Me lo acomodaba como podía a cada paso. Con el rabillo del ojo miraba a Jesús. Los soldados lo habían levantado como una pluma entre los dos y el nazareno se mantenía como podía en pie dando pequeños pasos. Los dos íbamos despacio uno al lado del otro. Los gritos e insultos volvían a arreciar. Ahora no había una sino dos dianas donde poder descargar toda la furia y la frustración general. A mí, eso no me importaba, al fin y al cabo era un extranjero. Nadie me conocía ni yo conocía a nadie allí. El extranjero tiene esa ventaja, ve las cosas con distancia, sin apasionamientos subjetivos. El extraño no es de nadie y es de todos, es más neutral y le afecta menos todo, pero tampoco tiene nunca nada entre las manos. Me incomodaban los gritos pero no temía por mi integridad física porque los soldados me protegían. Eran ellos más peligrosos que el enfurecido gentío y en ellos me fijaba siguiendo sus indicaciones para no verme en un apuro y salir indemne de aquella complicada situación.
La sed provocada por la impresión que me produjo el espectáculo, se había convertido en un auténtico desierto interior. Bastante tenía yo con mis propios sufrimientos como para verme envuelto en los sufrimientos ajenos. Bastante tenía yo con mis penas como para compartir las penas ajenas. Fue entonces cuando ocurrió.
Jesús me miró.
A través de la cortina de sangre sobre su cara, me miro. Por un segundo solo existimos él y yo. El público desapareció, los soldados desaparecieron. El y yo. Una mirada llena de paz. Una mirada de alegría. Una mirada de satisfacción. Vi en aquella mirada una plenitud, una verdad, una trascendencia. Las cosas no suceden por que sí. Yo tenía que estar allí en aquel momento. Yo tenía que caminar a su lado. El contaba conmigo. Yo era importante para él. Comprendí que yo siempre había vivido pendiente de mismo, aturdido por mis desgracias, entristecido por mi destino, acabado por mis frustraciones. La vida era grande en aquel momento, era importante, era divina. Todo había cobrado sentido. Si todo lo que había sufrido hasta ahora era necesario para encontrarme allí, bienvenido era. El problema no es sufrir, sino sufrir sin sentido, sin meta, sin significado. El nazareno daba significado a todo aquello.
El leño me estaba produciendo una llaga en el hombro, notaba como la piel se abría y la carne se quejaba al romperse. La sangre corría por mi brazo pero no me atrevía a pararme para cambiar de hombro el peso, por temor a perder el equilibrio o el ritmo, así que continué sin desfallecer con la mirada fija en Jesús que iba ahora delante de mí.
Y volvió a caer.
Aquel hombre volvió a venirse abajo como una marioneta sin vida. En ese momento una mujer se lanzó hacia él para limpiar su cara con un lienzo y besar sus manos mientras otra me atendió a mí con un cuenco de agua fresca que refrescó mi cuerpo y mi alma. Ambas fueron apartadas por los soldados a empujones y patadas y continuamos la parte más empinada y final del trayecto.
Y llegamos al Gólgota. Y nos quedamos solos. A la gente no le entusiasman estos sitios, suelen dar la vuelta porque no quieren presenciar el macabro espectáculo final. Solo permanecieron allí algunos familiares del ajusticiado, los soldados y algunos fariseos que querían ser testigos oculares de la muerte del reo.
—Tu misión ha terminado cireneo. Suelta el madero.—Me gritó el centurión pero yo estaba como pegado a él. No era capaz de moverme. No quería.
—¿Qué pasa, acaso quieres acabar como él?—Insistió un soldado a mi lado, y con una patada en mis costillas logró derrumbarme cayendo de bruces y el madero rebotando contra el suelo entre polvo y estrépito. Yo estaba acabado, no lograba mover un músculo y me quedé allí, masticando arena y viendo como Jesús era tumbado sobre el travesaño. Entre mi cansancio y los gritos del nazareno cuando era clavado, mi mente se nubló y viajó a la oscuridad.
Cuando volví en mí, mi cabeza reposaba sobre el regazo de una mujer que enseguida reconocí como una de aquellas que seguía a Jesús. Me secaba la frente con un paño húmedo mientras yo enfocaba al crucificado que agonizaba en lo alto.
—Tengo sed.—Apenas se le oyó decir con un hilo de voz y un soldado se acercó con un paño mojado en la punta de la lanza, pero él apartó la cara.
No. No era esa sed la que quería apagar. Esas palabras resonaron dentro de mí como un grito personal. Jesús tenía sed de mí. De mi confianza, de mi fe, de mi esperanza, de mi alegría. Me había venido a buscar para sacarme de mis tristezas. Para acabar con mis miedos y mis decepciones. Para liberarme de mí mismo.
—Vamos Padre, no te pares ahí. Termina la historia.—Ruega el joven Alejandro.
—Ya es muy tarde y mañana hay mucha tarea por delante, es hora de que os vayáis a la cama, muchachos.
—Vamos Padre, no nos puedes dejar así. El final es lo más interesante.—Insiste el pequeño Rufo.
Y Simón haciendo un gesto de molestia pero riendo por dentro continúa su relato.
Me quedé unos días en casa de aquellos parientes de Jesús para recuperarme mientras comenzaron los rumores de la resurrección. Yo no me sorprendí. Sabía que aquel hombre hacía milagros, cambiaba a las personas por dentro porque lo había hecho conmigo y perfectamente podía haber vuelto de la muerte. Dejé una Jerusalén envuelta en una incertidumbre mayor que cuando llegué e inicié el camino de vuelta a casa completamente cambiado. No volvería a caer en tristezas ni pesadumbres. Viviría contento con mi paga. Haría feliz en lo que pudiera a mi esposa y estaría contento con mi heredad. Si algún sufrimiento volvía a tocar a mi puerta, le dejaría pasar sabiendo que no sería estéril y que sería oro para Jesús. Se lo ofrecería a él, que todo lo ve y todo le importa. Aceptaría llevar la carga porque aliviaría los dolores de otro. Ya no estaba solo. Él estaba conmigo. Siempre. Ya no tendría más miedo al miedo.
Y pasó un año entero en paz y serenidad, disfrutando de la vida, de cada pequeña semilla, de cada gota de lluvia, de cada mirada de mi esposa.
Hasta que vinisteis vosotros. Primero tu Alejandro. Y al año siguiente tu Rufo.
Yahveh, al final nos concedió a vuestra madre y a mí el don de los hijos. Y me acordé de Abraham que esperó contra toda esperanza y me acordé de Jesús que con su atrayente voz parecía decirme en mi interior:
—Gracias Simón por tu ayuda. Aunque tu hombro no estaba destinado a salvarme a mi sino a ti.
Dedicado a todos los cireneos silenciosos y anónimos que creen firmemente que sus cargas sirven para aliviar las de otros.
"—Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna" (Juan 4:13,14)
Sed de felicidad.
Algunos sueñan que se cumplen sus ilusiones. Otros, simplemente se conforman con poder sobrevivir. Ya es bastante.
Yo me encontraba sediento también cuando deambulaba por las calles de Jerusalén, en aquellos días. Había ido para comprar unas semillas para la siguiente siembra. No era la primera vez que subía a la ciudad pero esta vez era diferente. Yo era diferente y el ambiente era diferente. Todas mis esperanzas por ser padre estaban agotadas. Veía a Alía, mi mujer, marchitarse con la edad, sin descendencia. Era una mujer fuerte, generosa, capaz. Hubiera sido una gran madre pero los hijos no venían. Pasábamos la vida refugiados en nuestra casa, nuestro campo, nuestro pequeño mundo, madrugando antes del amanecer, sembrando al sol, amándonos en nuestra soledad. Mi consuelo era la Torá. Abraham, el gran patriarca, nuestro primer padre, que terminó siendo padre de muchos, era un referente para mí, con la diferencia de que yo no sería padre de muchos ni de ninguno. En la sinagoga me miraban con pena, con distancia, pero mi fe en Yahvé no se apagó. Seguía adelante sin grandes ilusiones, sin grandes perspectivas, pero adelante. No había otra dirección.
Aquellos días yo no era el mismo. Había en mí un poso de pesimismo, de impotencia, de fracaso. Quizás por eso me sorprendió aún más la agitación que había en el ambiente. Las calles como siempre estaban repletas de gentes venidas de todas partes para la celebración de la Pascua y la actividad era frenética. La vida se arremolinaba en cada callejón, en cada esquina, en cada plaza. Pero además estaba su presencia. La presencia del profeta. Jesús de Nazaret. Yo le había oído un par de veces y era realmente impresionante. No hablaba como los doctores con ese engreimiento y pomposidad propias del que se siente superior a los demás. Es más, no hablaba. Más bien, suplicaba, atraía, enamoraba. Cuando le oías no te hacía sentir mal sino mejor, mucho mejor, importante, liberado. Sus palabras no te demolían, sino que te construían.
Cuando él hablaba todo parecía posible.
En aquellos momentos mucha gente se arremolinaba en ciertas calles ansiosos mientras otras quedaban completamente desiertas. Algo ocurría, algo estaba pasando. La tensión era mayor de lo normal. Interrumpí a dos que corrían hacia la calle de la cuesta.
—¿Qué ocurre, dónde vais?
—¿No te has enterado? Han detenido y condenado al nazareno. Lo llevan a crucificar.
Me quedé helado mientras seguían corriendo aquellos dos. No podía ser que aquella persona tan válida, tan atrayente, tan buena fuera... ajusticiada. Jerusalén había desquiciado, el mundo entero se había vuelto loco. La garganta se me quedó seca. ¿Cómo había podido suceder? ¿Qué habría hecho? No podía quedarme allí quieto y corrí yo también hasta que llegué al tumulto. Me abrí paso entre la gente y usando los codos fui alcanzando la primera fila. Estaba en una esquina y todavía no había llegado la comitiva hasta aquel punto. Solo veía gritar de furia a los que tenía enfrente, a los que tenía al lado, a todos.
—¿Qué ha hecho?— Le pregunté a uno que parecía tenerlo claro porque gritaba muy fuerte.
—Dice que es el hijo de Dios, figúrate. ¡Blasfemia!
—¿Es un loco? pues echarlo de aquí, pero ¿por qué matarlo? No ha hecho nada malo.—Argumenté temerariamente.
—¿Te parece poco? ¡Ha insultado a Yahvé! Además sus actuaciones son peligrosas.
—¿Porqué, qué ha hecho?
El interrogado me miró con estupor ante mi ignorancia.
—Hace milagros.—Me confesó ofendido.
Y en ese momento apareció él. Una figura sangrienta y deforme que arrastraba el madero para su ejecución. Andaba muy despacio, roto, hundido. Un desecho humano. Detrás, el centurión a lomos de su caballo y unos soldados apartaban a la gente que se quería tirar encima para pegarle o insultarle más de cerca. Yo miraba el espectáculo completamente impresionado. Nunca me hubiera imaginado ver algo así. No era la primera vez que veía una ejecución, pero esta comitiva, ese hombre destruido, ese nivel de odio... nunca. Y las cosas se iban a poner peor...
El nazareno se cayó. Trastabilló y cayó a plomo como un saco sobre el suelo. El aire retumbó e impresionó tanto que se hizo el silencio. Fue a caer a mis pies salpicándome la túnica con su sangre. Todos se apartaron de mí pero yo no me podía mover. Estaba como anclado al suelo, allí con la cabeza sangrienta de aquel hombre al lado de mis sandalias.
—Tú ¿Cómo Te llamas?—Me gritó el centurión desde lo alto de su montura con autoridad.
—Simón, de Cirene.
—Muy bien Simón, ayúdale.—Me gritó señalando a la masa de sangre y carne que jadeaba a mis pies.
Yo me agaché y no sabía por dónde cogerle. Le toqué el hombro empapando mi mano con su sangre, para intentar darle la vuelta y ponerle de pie, pero en ese momento el centurión me volvió a gritar.
—Así no. Así.—Y señaló el madero.
No me lo podía creer. El centurión me obligaba a llevar el leño. Dios mío, en dónde me estaba metiendo. Aquello se había convertido en algo muy comprometido para mí. Ahora comprendía la respuesta de aquel que gritaba tanto. Este hombre era peligroso, todo el que se acercaba a él se veía en problemas. Yo solo quería huir de allí. Solo había ido por curiosidad, por casualidad. Los soldados vieron mi indecisión y me empujaron sin remedio.
—¿Quieres que te arreste por desobedecer a Roma?—Me increpó convincente el centurión.
No había salida. Me había tocado. Debería llevar el madero del Nazareno. No se cómo había llegado a esta situación. Cogí el leño, lo agarre como podía, me lo cargue al hombro. Pesaba un mundo. Todavía me pareció más increíble que ese despojo humano hubiera podido siquiera dar un paso con ese peso. Me daba aprensión cargar con aquel instrumento de muerte. Estaba ayudando a conducir a un hombre a su final. No quería tomar parte de aquello. No quería estar allí. No quería vivir aquello. En mi interior chillaba de pánico y asco. La sangre empapaba el madero y se me resbalaba entre las manos. Me lo acomodaba como podía a cada paso. Con el rabillo del ojo miraba a Jesús. Los soldados lo habían levantado como una pluma entre los dos y el nazareno se mantenía como podía en pie dando pequeños pasos. Los dos íbamos despacio uno al lado del otro. Los gritos e insultos volvían a arreciar. Ahora no había una sino dos dianas donde poder descargar toda la furia y la frustración general. A mí, eso no me importaba, al fin y al cabo era un extranjero. Nadie me conocía ni yo conocía a nadie allí. El extranjero tiene esa ventaja, ve las cosas con distancia, sin apasionamientos subjetivos. El extraño no es de nadie y es de todos, es más neutral y le afecta menos todo, pero tampoco tiene nunca nada entre las manos. Me incomodaban los gritos pero no temía por mi integridad física porque los soldados me protegían. Eran ellos más peligrosos que el enfurecido gentío y en ellos me fijaba siguiendo sus indicaciones para no verme en un apuro y salir indemne de aquella complicada situación.
La sed provocada por la impresión que me produjo el espectáculo, se había convertido en un auténtico desierto interior. Bastante tenía yo con mis propios sufrimientos como para verme envuelto en los sufrimientos ajenos. Bastante tenía yo con mis penas como para compartir las penas ajenas. Fue entonces cuando ocurrió.
Jesús me miró.
A través de la cortina de sangre sobre su cara, me miro. Por un segundo solo existimos él y yo. El público desapareció, los soldados desaparecieron. El y yo. Una mirada llena de paz. Una mirada de alegría. Una mirada de satisfacción. Vi en aquella mirada una plenitud, una verdad, una trascendencia. Las cosas no suceden por que sí. Yo tenía que estar allí en aquel momento. Yo tenía que caminar a su lado. El contaba conmigo. Yo era importante para él. Comprendí que yo siempre había vivido pendiente de mismo, aturdido por mis desgracias, entristecido por mi destino, acabado por mis frustraciones. La vida era grande en aquel momento, era importante, era divina. Todo había cobrado sentido. Si todo lo que había sufrido hasta ahora era necesario para encontrarme allí, bienvenido era. El problema no es sufrir, sino sufrir sin sentido, sin meta, sin significado. El nazareno daba significado a todo aquello.
El leño me estaba produciendo una llaga en el hombro, notaba como la piel se abría y la carne se quejaba al romperse. La sangre corría por mi brazo pero no me atrevía a pararme para cambiar de hombro el peso, por temor a perder el equilibrio o el ritmo, así que continué sin desfallecer con la mirada fija en Jesús que iba ahora delante de mí.
Y volvió a caer.
Aquel hombre volvió a venirse abajo como una marioneta sin vida. En ese momento una mujer se lanzó hacia él para limpiar su cara con un lienzo y besar sus manos mientras otra me atendió a mí con un cuenco de agua fresca que refrescó mi cuerpo y mi alma. Ambas fueron apartadas por los soldados a empujones y patadas y continuamos la parte más empinada y final del trayecto.
Y llegamos al Gólgota. Y nos quedamos solos. A la gente no le entusiasman estos sitios, suelen dar la vuelta porque no quieren presenciar el macabro espectáculo final. Solo permanecieron allí algunos familiares del ajusticiado, los soldados y algunos fariseos que querían ser testigos oculares de la muerte del reo.
—Tu misión ha terminado cireneo. Suelta el madero.—Me gritó el centurión pero yo estaba como pegado a él. No era capaz de moverme. No quería.
—¿Qué pasa, acaso quieres acabar como él?—Insistió un soldado a mi lado, y con una patada en mis costillas logró derrumbarme cayendo de bruces y el madero rebotando contra el suelo entre polvo y estrépito. Yo estaba acabado, no lograba mover un músculo y me quedé allí, masticando arena y viendo como Jesús era tumbado sobre el travesaño. Entre mi cansancio y los gritos del nazareno cuando era clavado, mi mente se nubló y viajó a la oscuridad.
Cuando volví en mí, mi cabeza reposaba sobre el regazo de una mujer que enseguida reconocí como una de aquellas que seguía a Jesús. Me secaba la frente con un paño húmedo mientras yo enfocaba al crucificado que agonizaba en lo alto.
—Tengo sed.—Apenas se le oyó decir con un hilo de voz y un soldado se acercó con un paño mojado en la punta de la lanza, pero él apartó la cara.
No. No era esa sed la que quería apagar. Esas palabras resonaron dentro de mí como un grito personal. Jesús tenía sed de mí. De mi confianza, de mi fe, de mi esperanza, de mi alegría. Me había venido a buscar para sacarme de mis tristezas. Para acabar con mis miedos y mis decepciones. Para liberarme de mí mismo.
—Vamos Padre, no te pares ahí. Termina la historia.—Ruega el joven Alejandro.
—Ya es muy tarde y mañana hay mucha tarea por delante, es hora de que os vayáis a la cama, muchachos.
—Vamos Padre, no nos puedes dejar así. El final es lo más interesante.—Insiste el pequeño Rufo.
Y Simón haciendo un gesto de molestia pero riendo por dentro continúa su relato.
Me quedé unos días en casa de aquellos parientes de Jesús para recuperarme mientras comenzaron los rumores de la resurrección. Yo no me sorprendí. Sabía que aquel hombre hacía milagros, cambiaba a las personas por dentro porque lo había hecho conmigo y perfectamente podía haber vuelto de la muerte. Dejé una Jerusalén envuelta en una incertidumbre mayor que cuando llegué e inicié el camino de vuelta a casa completamente cambiado. No volvería a caer en tristezas ni pesadumbres. Viviría contento con mi paga. Haría feliz en lo que pudiera a mi esposa y estaría contento con mi heredad. Si algún sufrimiento volvía a tocar a mi puerta, le dejaría pasar sabiendo que no sería estéril y que sería oro para Jesús. Se lo ofrecería a él, que todo lo ve y todo le importa. Aceptaría llevar la carga porque aliviaría los dolores de otro. Ya no estaba solo. Él estaba conmigo. Siempre. Ya no tendría más miedo al miedo.
Y pasó un año entero en paz y serenidad, disfrutando de la vida, de cada pequeña semilla, de cada gota de lluvia, de cada mirada de mi esposa.
Hasta que vinisteis vosotros. Primero tu Alejandro. Y al año siguiente tu Rufo.
Yahveh, al final nos concedió a vuestra madre y a mí el don de los hijos. Y me acordé de Abraham que esperó contra toda esperanza y me acordé de Jesús que con su atrayente voz parecía decirme en mi interior:
—Gracias Simón por tu ayuda. Aunque tu hombro no estaba destinado a salvarme a mi sino a ti.
Dedicado a todos los cireneos silenciosos y anónimos que creen firmemente que sus cargas sirven para aliviar las de otros.
"—Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna" (Juan 4:13,14)
Juan Miguel
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