Ver
la primera parte en este mismo blog.
En relación a dos comentarios que
se han hecho al artículo anterior, antes de pasar a explicar en concreto los
carismas, quiero hacer algunas puntualizaciones.
Podríamos definir un carisma
siguiendo 1 Cor 12 como “una manifestación extraordinaria del Espíritu Santo
para el bien común, de cara a la edificación de la comunidad cristiana o para
la evangelización”. En efecto, los carismas son dones extraordinarios y
llamativos del Espíritu que presuponen la fe y suponen un signo, o bien para
los creyentes y su edificación, o bien para los no creyentes y su conversión.
Los carismas se reciben por la acción del Espíritu y se aceptan por la fe. Sólo
se ejercen si la persona que los recibe quiere, y si no, no.
Algunos autores dicen que una
persona puede “tener” un carisma; pero yo me inclino a pensar, siguiendo a San
Pablo, que los carismas no se tienen, sino que se reciben en ocasiones, cuando
Dios quiere, teniendo en cuenta que no es la persona quien los obra, sino Dios
a través de la persona. Alguien, al orar por un enfermo, puede recibir un carisma
de sanación, pero eso no quiere decir que siempre que ore por un enfermo se va
a sanar, porque no “tiene” el carisma de sanación. Del mismo modo, uno no ora
en lenguas por el hecho de que quiera, sino que tiene que recibir ese carisma,
aunque, si no quiere, no lo va a ejercer. Los carismas, pues, no se tienen,
pero se pueden recibir, más o menos habitualmente.
En la misma línea, y respondiendo
a otro comentario, los carismas no son signo de santidad. En efecto, como nos
dice Mateo en su capítulo 10, los doce fueron enviados con poder de sanar
enfermos y de expulsar demonios, y entre ellos estaba Judas Iscariote, quien,
desde luego, muy santo no era. Para recibir un carisma basta con tener fe y
aceptar el don del Espíritu Santo, y lanzarse a ejercerlo en comunión con la
Iglesia. Pero una persona que ha recibido alguna vez algún carisma, puede luego
separarse de Dios, romper la comunión con la Iglesia, o llevar una conducta
pecaminosa. La santidad la da la fidelidad a Cristo y a la Iglesia llevada
hasta el extremo, pero no el haber recibido carismas en vida. De hecho, para un
proceso de beatificación o canonización, poco importan los milagros hechos en
vida, puesto que, como hemos indicado, no son signo de santidad; sino que para
esos procesos se buscan milagro hechos después de la muerte, que garanticen que
esas personas ya están con el Señor e interceden eficazmente por nosotros.
Los carismas han de ser acogidos,
como enseña el Concilio Vaticano II, con gratitud y consuelo, pero están
sujetos a la autoridad jerárquica de la Iglesia, y han de ser ejercitados en
ella, a su servicio y en comunión con ella. El enemigo puede también obrar de
modo prodigioso, con portentos preternaturales, que sin embargo no son signos
que lleven a la fe ni se ejercitan para el bien de la Iglesia. Por ello es
necesario el discernimiento en el ejercicio de los carismas, para evitar que el
enemigo se aproveche de ello para inducir a error e introducirse pérfidamente
en el seno de la Iglesia. De hecho, como señala San Pablo en sus cartas a los
Tesalonicenses, la venida del Impío (es decir, del anticristo), estará marcada
por signos y prodigios que buscarán engañar a los elegidos.
Los
carismas, pues, han de ser situados en su contexto correcto, y ha de dárseles
la importancia adecuada, pues ni son esenciales ni constituyen lo más
importante de la fe no la manifestación más importante del Espíritu. Seguiremos
profundizando.
Jesús María Silva
Castignani
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